«Que los populistas ganen un set no significa que se lleven el partido»
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COLABORA2020
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Hace cuatro años, la inesperada victoria de Donald Trump provocó una sacudida en los cimientos de la teoría política estadounidense. Los equilibrios de poder diseñados por los fundadores de la nación no habían servido para frenar la llegada de un populista a la Casa Blanca, y pronto comenzaron a sucederse los ensayos de firmas notables que aspiraban a explicar lo ocurrido. ‘El pueblo contra la democracia’ (Paidós), del alemán nacionalizado estadounidense Yascha Mounk (Múnich, 1982), fue uno de los intentos que entonces más se celebraron y que hoy parece haber sobrevivido a la derrota del republicano. La razón es sencilla: si Trump era un vector destacado del fenómeno populista global, su salida de la sala de mandos da pie a analizar cómo marcha la partida entre democracia y autoritarismo. Mounk, profesor en la prestigiosa Universidad John Hopkins y colaborador de la revista ‘The Atlantic’, se conecta a la videollamada desde su casa en Nueva York una mañana de finales de noviembre en la que Trump aún despliega su retórica incendiaria contra el resultado electoral.
¿Es la actitud de Trump tras perder el último daño que inflige a la democracia estadounidense?
El presidente reaccionó a los resultados con un simulacro de golpe de Estado bufonesco y chapucero. No habíamos visto nada parecido desde que a Woody Allen se le ocurrió rodar Bananas. Trump sabía desde el principio que no podía tener éxito, y por esa razón es totalmente incompetente y ridículo lo que él y su campaña han hecho. Pero es una novedad en la larga historia de Estados Unidos, ya que supone la ruptura de una norma fundamental no violada hasta ahora. Y eso muestra que los que estábamos preocupados de que un populista como él pudiera hacer verdadero daño a las instituciones de una democracia tan antigua como la estadounidense teníamos razón.
¿Qué ha supuesto para los sistemas democráticos su presidencia?
Trump ha demostrado que las democracias más antiguas no son inmunes a ataques desde dentro. Antes de 2016 eran mayoría los que pensaban que el sistema de controles y equilibrios o el predominio de la ley eran tan esenciales a Estados Unidos que ningún presidente que los intentara subvertir podría lograrlo. Pero esa creencia la desmontan al menos tres hechos: Trump tomó un control absoluto del Partido Republicano, mermó la independencia del Departamento de Justicia y ejerció una presión enorme sobre los funcionarios y las agencias gubernamentales. Dicho esto, no creo que el análisis deba detenerse ahí. Hay que extraer también una conclusión positiva: subvertir la democracia en Estados Unidos requiere más tiempo, más competencia y más disciplina que hacerlo en Hungría o en Turquía. Desde una perspectiva francesa, española o alemana, Trump supone una advertencia: llevar a populistas al Gobierno daña las instituciones democráticas. Ahora bien, su derrota también insufla confianza para seguir combatiéndolos. Que ganen un set no significa que se vayan a llevar el partido.
¿Cómo se explica que Trump haya logrado once millones de votos más que en 2016?
Es un dato relevante, pero hay que ponerlo en contexto: Biden ha tenido más votos que ningún otro candidato en la historia. Dicho esto, es cierto que hay cierta decepción por el incremento de apoyo al presidente saliente. Muchos esperaban un rechazo absoluto y dados los fracasos morales de Trump y políticos de su Administración, es algo que no habría estado mal. Pero la situación del populismo en otras partes del mundo –hoy y en el pasado– revela que no era probable que eso ocurriera. Al contrario, los populistas suelen estar mucho más tiempo en el poder que los que no lo son y sus derrotas son raras y suelen producirse por la mínima. La de Trump no ha sido rotunda, es cierto, pero hay que ver en ella una gran victoria en la guerra global contra el populismo.
«Subvertir la democracia en EEUU requiere más tiempo y disciplina que hacerlo en Hungría o en Turquía»
¿Qué puede hacer la Administración de Biden para combatir el populismo?
Siento decir que no mucho, al menos de forma directa. Actuar políticamente sobre las realidades estructurales que explican el éxito de los partidos populistas en el mundo – entre ellas el estancamiento económico de la clase media, el auge de internet o el cambio cultural y demográfico– requiere de acciones continuadas y a gran escala y, para llevarlas a cabo, a los demócratas les haría falta una mayoría cualificada en el Senado que no tienen. Sí pueden, en cambio, realizar una gestión eficiente y evitar errores, sobre todo en cuestiones culturales. Está muy claro que muchos ciudadanos se han echado en brazos de Trump porque han sentido que las instituciones del establishment los han mirado por encima del hombro. Han percibido que los responsables de las grandes universidades, los principales periódicos y, por supuesto, el Partido Demócrata los desdeñan. Creo que Biden y su equipo lo saben porque han sido durante la campaña muy cuidadosos de no transmitir nada que abone esa imagen. Ahora deben preguntarse si las ideas que se escuchan en la redacción de The New York Times son las que les harán repetir victoria en 2024 en Michigan o Pennsylvania. Pero, en el fondo, todas estas consideraciones yerran de ángulo: la responsabilidad de frenar a Trump reside en el Partido Republicano y la gran pregunta es si el candidato de esta formación en 2024 defenderá nítidamente la democracia.
Has dicho que esta pandemia no cambiará demasiado el curso de la globalización.
Lo hará desde luego menos de lo que se creía al principio. Las predicciones de marzo y abril de que cambiaría nuestra realidad económica y social no eran acertadas. Decir que no se puede confiar en las cadenas de suministro internacionales era un error clamoroso, porque en plena pandemia estaban demostrando su enorme capacidad de adaptación. Apenas ha faltado comida, electricidad, internet o papel higiénico donde ya lo había. He escuchado pocas afirmaciones más necias que la de que anunciaba que esta pandemia iniciaba el declive de la globalización. Al contrario, creo que el final efectivo de esta situación nos dará una imagen parecida a la que se vivió tras la gripe española: gente llenando de nuevo los restaurantes y recuperando una vida arrebatada.
Las emisiones contaminantes se han reducido con la pandemia. ¿Saldremos reforzados para enfrentar la crisis ecológica?
Es cierto que, en un primer momento, como resultado de una menor actividad económica, la degradación ambiental se redujo, pero nada indica que, con la recuperación de los movimientos, eso se vaya a mantener. Creo que uno puede ser más optimista acerca de los efectos sobre el medio ambiente de esta pandemia si atiende al hecho de que ante la crisis sanitaria se ha actuado de raíz y sin demora. Ha sido algo necesario estos meses y esa es la actitud que se requiere para combatir el cambio climático. Tengo algo de esperanza en que esta pandemia sirva como revulsivo para activar esa respuesta política, pero no veo que se vaya a producir necesariamente.
Según el Pew Research Center, dos de cada tres estadounidenses creen que China ha acertado en las medidas para frenar la pandemia. ¿Hay un riesgo de que los regímenes autoritarios ganen apoyo tras la covid-19?
El panorama es mixto, porque hay dictaduras que fracasaron, como Bielorrusia o Venezuela, y democracias como Japón o Corea del Sur que, a diferencia de Estados Unidos o Brasil, hicieron lo correcto. En el caso chino, además, la aparente buena respuesta únicamente se produjo después de grandes pasos en falso. No creo que esta pandemia vaya a cambiar las preferencias de los ciudadanos de países demócratas hacia opciones autoritarias. Si eso se diera en alguna medida, la razón sería el disgusto con la actuación de sus propios Gobiernos, no la comparativa con lo que ha hecho China. Y, aunque es pronto para decirlo, parece que se está premiando a los Gobiernos competentes y que los políticos moderados ganan apoyo y los que han tomado medidas críticas contra el criterio de los expertos médicos lo pierden. La pregunta aquí es cuánto durará esta tendencia. Depende probablemente de si en los próximos cinco años se logra una recuperación económica. Si entramos en una fuerte crisis, no hay duda de que los partidos extremistas tendrán más apoyo.
¿El enfoque de la Comisión Europea ha sido más acertado que el que siguió a la crisis de 2008?
Las políticas que se dirigen a estimular la economía son preferibles en general en cualquier crisis; más en esta en la que los Gobiernos han obligado o recomendado confinamientos estrictos que no siempre se han entendido. Por supuesto, los estímulos del paquete comunitario deben perseguir que se consigan superávits cuando en el futuro la economía atraviese mejores fases. Pero, definitivamente, ha sido una respuesta más sabia y sensible que la que vimos en 2008.
«El populismo de derechas perdura más que el de izquierdas porque tiene con qué confrontar su hipocresía»
¿Debe vincular la UE estas y otras ayudas al mantenimiento del Estado de derecho, o no tiene más remedio que transigir con ciertas demandas de países como Polonia o Hungría?
Es probable que en disyuntivas futuras la UE acabe optando por acuerdos que permitan que las ayudas sorteen vetos, como se ha hecho. El precio es no responder con suficiencia a los ataques a la libertad y a la democracia que se producen en estos países. Y eso revela que los líderes europeos no reconocen la cuestión existencial que deben responder, que es si son un bloque comercial o un grupo que defiende unos valores y tiene unos estándares mínimos de pertenencia. Si la situación no cambia es probable que muchos ciudadanos de países que respetan el Estado de derecho comiencen a preguntarse públicamente si tiene sentido compartir soberanía con países que no lo hacen. Y es algo lógico, porque tal vez no es la forma correcta de ayudar a, por ejemplo, aquellos húngaros que desde su propio país tratan de recuperar la democracia que Orbán les ha cercenado.
En España, la oposición conservadora se niega a renovar el órgano de gobierno de los jueces y los socialistas en el poder amagan con romper el consenso y hacerlo por su cuenta. ¿Son los primeros estertores de una deriva autoritaria?
Sigo la actualidad política española, pero no lo suficiente para aventurar un diagnóstico. En cualquier caso, si el Partido Popular justifica su postura en que una formación populista forma parte del Gobierno, creo que se deja arrastrar por una espiral que hará que también él sea responsable si finalmente se destruye esa norma democrática tácita fundamental.
Cuando escribiste el ensayo que te dio a conocer, Podemos no estaba en el Gobierno. ¿Qué opinión le merecen sus dirigentes ahora?
Los analicé en sus inicios, porque formaban parte del fenómeno populista que crecía en todo el mundo, pero no sigo las medidas que toman sus ministros ni los discursos que pronuncian y no puedo realizar un análisis.
No se contaba entonces con una ultraderecha española. ¿Tiene margen de crecimiento por encima de sus 52 diputados?
No existe un techo natural porque los partidos de extrema derecha cambian más y más rápidamente que los demás. Son muy inteligentes y pragmáticos a la hora de alcanzar nuevos caladeros de votantes. No obstante, observo que Vox por ahora se centra más en reivindicar su pureza ideológica que en ensanchar su apetito y lanzarse a por otros segmentos de electores, como por ejemplo los conservadores de siempre o la clase trabajadora que lleva décadas sin votar o desencantada con su voto. En cualquier caso, no desaparecerán de la realidad política española. Es más, los populismos de derechas perduran más que los de izquierda porque estos últimos, una vez llegan al poder y no pueden hacer aquello que han prometido, no tienen con qué confrontar su hipocresía. En cambio, los populistas de derechas, sí. Hay blancos fáciles, como la inmigración, que le blanquean ante su votante.
¿Son las redes sociales todavía el principal canal de propagación del populismo?
Continúan siendo, sin duda, una de las vías clave para la movilización del mensaje populista. Y cometemos el error de creer que solo tienen un efecto negativo sobre los usuarios. Es falso. Su efecto sobre las instituciones es todavía más pernicioso: mientras estas trabajan por mantener la legitimidad que el ciudadano medio les confiere, las redes amplifican el enfado real que se expresa hacia esas instituciones. Por eso, es cada vez más difícil para las universidades ser reconocidas, para los periódicos retener la confianza de sus lectores y para los partidos políticos tradicionales ganar elecciones.
«La cultura de la cancelación abona el discurso de que hay unas élites que no nos cuentan la verdad»
¿Fue entonces una buena decisión la censura por parte de Twitter de ciertas afirmaciones políticas durante la campaña electoral estadounidense, entre ellas muchas de las expresadas por Trump?
Ese parece un caso clásico a partir del que discutir el alcance de la libertad de expresión, pero conferirle esa relevancia es sobredimensionarlo. Cuando uno es presidente de Estados Unidos tiene la capacidad de hacer llegar a donde desee cualquier mensaje. Que Twitter señale junto a un mensaje de Trump si es o no verdad lo que dice transmite la imagen de que a Twitter no le gusta Trump. No disminuye su capacidad de propagar bulos ni logra que quien se fíe de él se lo vaya a tomar a partir de entonces con reservas.
En EEUU, a medida que ganan terreno las causas por la igualdad racial y de género, surgen voces que alertan de un creciente clima de intolerancia hacia cualquier opinión que cuestione su argumentario. ¿Estamos ante una nueva tiranía?
El discurso libre siempre ha estado amenazado. Lo que ocurre es que, por la experiencia del siglo pasado, tendemos a plantear el debate de forma acotada como un vector Gobierno-individuo. Y es en cierto modo lógico: basta con fijarse en lo que ocurre en Turquía o en Rusia para no olvidar que este es un problema actual. Pero ya en el siglo XIX al filósofo británico John Stuart Mill y a sus contemporáneos les preocupaba más la reacción popular que la gubernamental: ¿Qué ocurre cuando alguien sufre un perjuicio profesional por llevar a cabo un acto de libertad tan básico como expresar una opinión? En Estados Unidos hay una intolerancia creciente en parte dirigida por los medios de comunicación que persiguen que instituciones como las universidades establezcan tabús que no se pueden cuestionar a menos que uno quiera arriesgar su trabajo o ser vilipendiado en las redes sociales. Es un problema enorme y no solo por las injusticias particulares que ocasiona, sino sobre todo porque erosiona la confianza en las instituciones: es difícil defender a un periódico cuando censura aquellas partes de un discurso que desaprueba por miedo a perder lectores. Y, además, la cultura de la cancelación abona el populismo. Es más, es su terreno de crecimiento idóneo, porque respalda los discursos de que hay unas élites que nos ocultan la verdad.
El contraargumento que recibe a menudo ese discurso es que las situaciones que describe son excepcionales y que la mayoría de quienes lo expresan lo que tienen es miedo de perder sus privilegios.
Eso no solo es una reducción, supone también obviar que hay cientos de ejemplos en los que la cultura de la cancelación la ejercen los grupos mayoritarios y la sufren las minorías, por lo que no tiene sentido plantearlo en términos de una reacción de los marginados hacia los privilegiados. Por ejemplo, hablé hace poco con un inmigrante latino de San Diego que acababa de ser despedido de un trabajo como electricista porque un hombre blanco decía haberlo visto levantar el brazo como los fascistas. Ni siquiera sabía qué significaba ese gesto, así que es bastante improbable que defendiera el supremacismo blanco. Alguien cómodamente sentado en Brooklyn en el hall de una gran revista estadounidense puede considerar que este inmigrante pagó con su despido un precio por sus privilegios, pero entonces estaremos de acuerdo en que vive en algo más parecido a un engaño que a la realidad.
Un debate próximo, pero diferente es el de la discriminación positiva. ¿Funcionan las cuotas?
El objetivo que persiguen las cuotas es solucionar la enorme infrarrepresentatividad que existe en Estados Unidos. El peligro al que se enfrentan es que ese loable intento desemboque en la construcción de silos étnicos, porque las cuotas fomentan que los individuos se autorrepresenten como miembros de un grupo étnico y no a partir de otras cualidades personales. Cuanto más se exacerba esta tendencia, la política buscará un mayor rédito y la división se ahondará. Ese es el gran riesgo. Y el verdadero reto, conseguir una igualdad real sin que esto ocurra.
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