Biden frente a la ley de la gravedad
Ahora que se bate en su airada retirada, queremos ver el trumpismo como un universo encogido, un mundo acabado que no desemboca en nada. Pero la angustia encendida de todos los que se quedaron colgando del ascensor social sabemos que no va a desaparecer.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2020
Artículo
Se ha desplomado la noche sobre la ciudad. Las luces y el ruido son ahora más tenues allá afuera. En la tele un político advierte sobre un nuevo toque de queda. Los noticiarios aburren, y así debe ser. Cuando intentan entretener, y no digamos divertir, los resultados oscilan entre el desbarre y la ridiculez. La lluvia arrecia desde hace días contra la boina de contaminación que corona Madrid a pesar del bajón vírico de la actividad. Estamos de noche electoral y Trump –que en los ochenta, como empresario emergente, fue revelador icono del protagonista de la novela generacional de Breat Easton Ellis American Psycho–, rebuzna contra la democracia y lanza diatribas contra ese mismo sistema electoral que hace cuatro años le permitió ganar. Es, como cabía esperar, un mal perdedor. Él no puede aparcar su enloquecida vanidad pero, como ha explicado el analista Moisés Naím, las estructuras del poder son cada vez más líquidas. Asaltar los cielos del poder es hoy más fácil de lo que ha sido nunca pero, del mismo modo, también resulta más sencillo caer.
El demócrata Joe Biden ha dado el primer golpe en la mesa contra esa ola mundial de populismo que emergió tras la crisis financiera internacional. Decía Julián Marías que el pensamiento es visual: en sus años, Biden podría, como Reagan, haber protagonizado algún western, o al menos algún papel secundario, quizá de hacendado en la ahora «prohibida» Lo que el viento se llevó. También nos lo podemos imaginar, que nos perdone Judith Butler, ataviado con un batín y bebiendo champán rodeado de conejitas en la mansión Playboy. E incluso, revolver Mágnum en mano, lanzando alharacas en el escenario de un congreso de la Asociación del Rifle. Lo que uno no entendía eran las constantes críticas a su edad, que solo con su victoria ha podido acallar. Con el adanismo que supuran los «políticos jóvenes», lo de la gerontocracia la verdad es que no suena tan mal. En cualquier caso, Biden, con su sonrisa Profident y su rollito Cocoon, ha cumplido con el objetivo universal de derrocar a Trump.
«La angustia encendida de las zonas desoladas de la América rural no va a desaparecer»
La noche avanza despacio. Se han acumulado las tareas y las ideas atraviesan mi cabeza como si fueran estrellas fugaces bajo los efectos de alguna sustancia ilegal. Pienso en mi padre, entubado hace unos meses en un hospital de Madrid. Al final, libró bien la batalla contra el virus. Siempre tuvo ese poso de tipo duro y peleón tan propio de su generación. Los médicos y enfermeras cuidaron muy bien de él. «Rezad por mí, rezad por mí», nos decía por teléfono, y entonces nosotros, los renglones torcidos, ironía secular de la posteridad, buscábamos a través de Google, esa nueva deidad digital, cómo eran los versos de ese padrenuestro que tantas veces repetimos, cuando éramos niños, en el colegio del Pilar. Ahora, tras una renovada luna de miel con mi madre, que además de su mujer es su novia de toda la vida, el abuelo está en forma, luce bronceado y pasea todos los días junto a su novia de toda la vida, estrella infinita de nuestros mares, por las soleadas playas del sur. Ven a poca a gente. Dan tímidos sorbos a sus copas de vino. Aprenden a aburrirse. Y se permiten mandarnos fotos idílicas, prácticamente veraniegas, a los atribulados urbanitas, convertidos hoy en custodios de las calles otoñales de Madrid.
Ahora que se bate en su airada retirada, queremos ver el trumpismo como un universo encogido, un mundo acabado que no desemboca en nada. Pero la angustia encendida de las zonas desoladas de la América rural y las uvas de la ira de todos los que se quedaron colgando del ascensor social –aquellos para quienes se han creado etiquetas tan sutilmente clasistas y distinguidamente racistas como redneck o white trash– sabemos que no van a desaparecer. Cabe preguntarse, como hace Joe Crepúsculo en una canción de desamor, dónde irá a parar toda esa energía. Y resulta difícil creer que los demócratas la vayan a poder gestionar.
COMENTARIOS