Opinión

¿Democradura?

La esencia misma de la democracia liberal se tambalea sobre los escombros de las crisis del siglo XXI y parece estar cada vez más cerca de adoptar nuevas adjetivaciones vinculadas al populismo, que la tiñen de un aura autoritaria profundamente iliberal.

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26
mayo
2021

El 16 de enero de 2021, el tsunami populista impactó sobre la fachada del Capitolio norteamericano. Afortunadamente, la colina sobre la que se erige es alta y el oleaje insurreccional no logró anegar definitivamente las dependencias del edificio que simboliza la democracia moderna. Con todo, las imágenes que vimos quedarán registradas para la historia como una advertencia. Confirman lo que sabíamos, aunque todavía no había sido explicitado: que la democracia liberal ya no es querida por una parte muy significativa del pueblo.

Nos enfrentamos a un fenómeno que no es exclusivo de Estados Unidos. La práctica totalidad de las democracias liberales lo sufren también. Es consecuencia de sumar sobre la cubierta institucional de la democracia el peso de las crisis que acompañan la marcha del siglo XXI. Este ofrece el rostro de un período profundamente antiliberal, ya que en dos décadas ha provocado tres poderosas sacudidas que han roto las esclusas que nos protegían del populismo: el 11-S, la crisis financiera de 2008 y la pandemia del coronavirus.

Cada una de ellas ha superado a la anterior en sus efectos negativos y ha acelerado e intensificado la crisis sistémica de la democracia liberal. La consecuencia es que vivimos, como dice Pierre Rosanvallon, en la era del populismo; una época dominada por una sensación colectiva de miedo, incertidumbre y vulnerabilidad. De hecho, sufrimos el desenlace político de interiorizar psicológicamente los impactos sociales de haber perdido la seguridad después de 2001, la prosperidad tras la crisis de 2008 y, ahora, la salud con la de 2020.

«En dos décadas, el 11-S, la crisis de 2008 y la pandemia han roto las esclusas que nos protegían del populismo»

Estas circunstancias hacen que nos asomemos a un momento histórico donde la impotencia y la fragilidad van juntas, y nos abocan a una mentalidad colectiva favorable a los redentores. Aquí es donde emerge el populismo como un poderoso relato que culpa a la democracia liberal de ser un modelo fallido al demostrar, con hechos que promueve aquel, que ninguno de los principios de la modernidad política logra imponerse: la verdad cede ante la mentira, la razón pierde frente a las pasiones, los consensos se deshacen víctimas de los conflictos y la unidad se rompe con la polarización.

Al carecer de certidumbres conforme a las herramientas de una modernidad que se muestra cada día más impotente, el pueblo se ve cada vez más vulnerable, como dice Judith Butler. Y la sensación constante de precariedad le lleva a disolverse como experiencia cívica y a transformarse en una multitud a la que cohesiona y moviliza el miedo y, con él, su respuesta práctica: el odio. Empujado por la poderosa fuerza de este último, el viejo dilema «seguridad o libertad» resurge, aunque transformado en otro más radical e inquietante: ¿orden o caos?

Un dilema abrupto e irresoluble a la sombra de la institucionalidad de una democracia liberal que pierde pie ante los abismos posmodernos de una sociedad ingobernable y a la que agitan las emociones. Si esta experiencia de incertidumbre sistémica no obtiene respuestas adecuadas que restablezcan la confianza colectiva, entonces el momento posterior a la pandemia puede ser el percutor del estallido de la crisis definitiva. Si fuera así, se estarían dando las condiciones sociales para una desmoralización generalizada que podría quebrar el espinazo de la modernidad residual, que aún está en pie después de las sacudidas que ha sufrido con las crisis vividas desde 2001.

 «Empujado por la poderosa fuerza del miedo, el viejo dilema ‘seguridad o libertad’ resurge»

Nos adentramos en una era hostil a los valores que acompañaron la construcción liberal de la democracia. Una época que anuncia que el eje de legitimidad de esta se desplaza, quizá irreversiblemente. Tanto, que se insinúa una democracia distinta, que sigue siéndolo en apariencia, pero que resignifica sus presupuestos y modifica sus bases y fundamentos mediante un giro autoritario que verticaliza el poder. Entrado el siglo XXI, la democracia está cada vez más cerca de adoptar nuevas adjetivaciones vinculadas al populismo. Un fenómeno de relegitimación de los Gobiernos que estará dominado por las pasiones y por una multitud acechante que reclamará ser gobernada a golpes de autoridad y sin más limitaciones que el alcance de la seducción populista de sus líderes.

Rosanvallon nos ofrece un nombre para definirlo: democradura. A cada uno de nosotros nos corresponderá decidir si estamos dispuestos a aceptarla –o no– como destino irreversible a la crisis de la democracia liberal que padecemos. Un dilema que tendrá que abordar nuestra fatigada mente de adultos kantianos a los que una nueva prueba de resistencia cívica nos obligará a decidir si queremos que decidan por nosotros o queremos hacerlo nosotros mismos.

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