Internacional

La audacia de la esperanza

Algo nos ha empujado siempre a seguir hacia adelante, a no desfallecer. El expresidente demócrata de Estados Unidos, Barack Obama, recoge esta idea para plantear en ‘La audacia de la esperanza: Reflexiones para restaurar el sueño americano’ (DeBolsillo) una nueva forma de hacer política desde la inclusión y la nobleza.

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16
julio
2021

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Mi esposa le dirá que no soy de los que dejan que las cosas le saquen de sus casillas. Cuando veo a Ann Coulter o a Sean Hannity aullando por televisión me cuesta mucho tomármelos en serio; doy por sentado que dicen las cosas que dicen para mejorar las ventas de sus libros o la audiencia de sus programas, aunque en ocasiones me pregunto quién querrá pasar sus valiosas tardes con esos amargados.

Cuando los demócratas se abalanzan sobre mí en algún acto y me dicen y repiten que vivimos en el peor momento político de la historia, que un fascismo incipiente está apretando el nudo alrededor de nuestros cuellos, puede que les mencione el internamiento de japoneses americanos bajo Roosevelt, las Leyes de Extranjería y Sedición bajo John Adams, o los cien años de linchamientos bajo varias decenas de administraciones, y trato de hacerles ver que probablemente fueron momentos peores para a continuación sugerirles que respiremos hondo y nos tranquilicemos.

Cuando la gente en las fiestas del partido me pregunta cómo puedo trabajar en el actual ambiente político, con tantas campañas negativas y ataques personales, les hablo de Nelson Mandela, Aleksandr Solzhenitsyn o algún tipo en una prisión china o egipcia. Después de todo, que te llamen cosas feas no es lo peor que te puede pasar. Aun así, no soy inmune a la angustia y, al igual que la mayoría de los americanos, me cuesta librarme de la sensación de que algo va muy mal en nuestra democracia.

«Lo preocupante es la facilidad con la que nos distrae lo insignificante y trivial, nuestro pavor crónico a las decisiones difíciles»

No se trata simplemente de la distancia que hay entre los ideales que profesamos como nación y la realidad que contemplamos cada día. De una forma u otra, esa distancia ha existido desde el mismísimo nacimiento de nuestra nación. A lo largo de nuestra historia se han luchado guerras, aprobado leyes, reformado sistemas, creado sindicatos y organizado protestas para acercar la realidad a las promesas.

No es eso lo preocupante, sino la enorme distancia entre los grandes desafíos a los que nos enfrentamos y la pequeñez de nuestros políticos. Lo preocupante es la facilidad con la que nos distrae lo insignificante y trivial, nuestro pavor crónico a las decisiones difíciles, nuestra aparente incapacidad de alcanzar un consenso para acometer los grandes problemas.

Sabemos que la competencia global –por no hablar ya de cualquier voluntad auténtica de hacer realidad la igualdad de oportunidades y la movilidad social ascendente– obliga a reformar el sistema educativo de arriba abajo, a reforzar el cuerpo docente, a apretar a fondo en matemáticas y ciencia, y a rescatar del analfabetismo a los chicos de los barrios pobres de las ciudades. Y, sin embargo, el debate reciente sobre educación parece atascado en la disputa entre los que quieren desmantelar el sistema de educación pública y los que pretenden defender un indefendible statu quo, entre los que dicen que el dinero no es la solución y aquellos que piden más dinero sin dar garantías de que lo utilizarán bien.

«Si se sigue el debate sobre la política exterior, parece que los Estados Unidos solo tengan dos opciones: la guerra o el aislacionismo»

Sabemos que el sistema de salud no funciona: es brutalmente costoso, terriblemente ineficiente y no está adaptado a una economía en la que ya no hay empleos para toda la vida. Se ha convertido en un sistema que somete a los americanos que trabajan duro a una inseguridad crónica y quizá a la indigencia. Pero año tras año, toda la esgrima ideológica y política alrededor de su reforma acaba en nada o en algo peor, como en 2003, cuando se aprobó una ley sobre recetas médicas que combinaba lo peor del sector público y lo peor del sector privado: precios abusivos e incomprensible burocracia, amplios sectores sin cobertura y un coste descomunal para los contribuyentes.

Sabemos que la batalla contra el terrorismo internacional es a la vez un conflicto armado y una batalla ideológica; sabemos que nuestra seguridad a largo plazo depende no solo de que utilicemos nuestro poder militar de forma acertada sino también de que aumentemos la cooperación con otras naciones, y sabemos que acabar con la pobreza vital no es solo un acto de caridad, sino algo vital para nuestros intereses como nación. En cambio, si se sigue el debate sobre la política exterior, parece que los Estados Unidos solo tengan dos opciones: la guerra o el aislacionismo.

Vemos la fe como una fuente de consuelo y comprensión, pero nuestras expresiones de fe a menudo siembran la discordia; nos creemos un pueblo tolerante a pesar de que las tensiones raciales, religiosas y culturales se perciben por doquier. Y en lugar de mitigar esas tensiones o de mediar en esos conflictos, nuestros políticos los alimentan y se aprovechan de ellos a pesar de que así aumentan la enorme brecha que nos separa.

(…)

Aun así apenas hay examen de conciencia en ninguno de los dos bandos. De hecho, nadie reconoce su parte de culpa por haber llegado al actual punto muerto. Tanto en las campañas como en las editoriales de los periódicos, las librerías o incluso desde el universo en expansión de los blogs, solo vemos a gente que no acepta la menor crítica y siempre echa la culpa de todo a otro. Según el gusto de cada uno, la situación actual es el resultado natural del conservadurismo radical o del liberalismo perverso, de Tom DeLay o Nancy Pelosi, de las grandes petroleras o de los avariciosos abogados, de los fanáticos religiosos o de los activistas gay, de Fox News o del New York Times.

Según quien las cuente, estas historias están mejor o peor contadas y sus argumentos son más o menos sutiles. No negaré que prefiero la historia que cuentan los demócratas ni tampoco mi convencimiento de que los liberales basan más sus argumentos en la razón y en los hechos que sus adversarios. Pero si se les desnuda de todo artificio, las explicaciones que da la izquierda y la derecha son el mero reflejo la una de la otra. Son teorías conspirativas que afirman que los Estados Unidos han sido secuestrados por un conciliábulo malvado. Como todas las buenas teorías conspirativas, ambas historias contienen la brizna de verdad suficiente como para satisfacer a aquellos predispuestos a creer en ellas sin plantearse las contradicciones que podrían poner en duda sus convicciones. El propósito de estas historias no es de convencer al otro bando, sino de motivar a los suyos y garantizarles que su causa es la correcta, al tiempo que atraen suficientes nuevos adeptos como para forzar al otro bando a someterse.

«Habrá que construir la política a partir de lo mejor de nuestras tradiciones teniendo en cuenta los aspectos más oscuros de nuestro pasado»

Por supuesto, los millones de americanos que cada día se ocupan de sus asuntos cuentan una historia distinta. Están trabajando o buscando en qué trabajar, fundando negocios o empresas, ayudando a sus hijos a hacer sus deberes y lidiando con la alta factura del gas, la insuficiente cobertura de salud y una pensión que una bancarrota decretada por un juzgado ha convertido en incobrable. En ocasiones miran el futuro con esperanza y en otras con temor. Sus vidas están llenas de contradicciones y ambigüedades. Y puesto que la política parece tener tan poco que ver con lo que les sucede a ellos –puesto que comprenden que la política es hoy un negocio y no una vocación y que lo que pasa por debate es poco más que entretenimiento–, se vuelcan sobre sí mismos y se alejan de todo ese ruido y furia y palabrería interminable.

Un gobierno que realmente representa a estos americanos –que realmente trabaja para ellos– necesita una forma distinta de hacer política. Esa forma de hacer política tendrá que reflejar nuestras vidas tal y como las vivimos hoy. No será prefabricada, lista para usar. Habrá que construirla a partir de lo mejor de nuestras tradiciones y tendrá que tener en cuenta los aspectos más oscuros de nuestro pasado. Será necesario que comprendamos cómo hemos llegado a la situación actual, cómo nos hemos convertido en una tierra de facciones enfrentadas y odios tribales. Y tendremos que esforzarnos por recordar lo mucho que tenemos en común a pesar de todas nuestras diferencias: tenemos esperanzas comunes, sueños comunes y nos une un vínculo indestructible.


Este es un fragmento de ‘La audacia de la esperanza: Reflexiones para restaurar el sueño americano’ (DeBolsillo), por Barack Obama.

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