Derechos Humanos

Poesía del futuro: ‘The Leftovers’ en Europa

¿Y si tu perspectiva estuviera supeditada al lado de la realidad en que te encuentres, a la realidad que tengas la fortuna de habitar? Srecko Horvat intenta responder en su último libro, ‘Poesía del futuro: Por qué un movimiento de liberación global es la última oportunidad de nuestra civilización’ (Paidós Contemporánea).

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22
julio
2020

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Como El hombre en el castillo, la serie basada en la novela de Philip K. Dick, The Leftovers explora la posibilidad de que haya realidades paralelas que no sean simples escenarios alternativos del mismo mundo, sino que existan simultáneamente: se hacen realidad distintas potencialidades al mismo tiempo. El mundo de la mayoría y el mundo de la minoría son en realidad el mismo; pero lo que importa es que ninguno es capaz de ver al otro. Además de brindarnos una amplia exploración psicológica de nuestra forma de reaccionar ante un acontecimiento inexplicable, The Leftovers nos plantea una cuestión política muy importante para el Zeitgeist actual: ¿qué pasaría si el apocalipsis no fuera algo que está por venir, sino algo ya presente? ¿Y si tu perspectiva estuviera supeditada al lado de la realidad en que te encuentres, a la realidad que tengas la fortuna de habitar?

Si algo nos ha mostrado la reciente crisis de los refugiados, esa crisis que tanto afectó a la conciencia europea en 2015 –dejando de lado, claro está, la cínica reacción de la Europa occidental ante un desastre humanitario de semejante calibre–, es que se trata de un cortocircuito entre dos realidades paralelas: la realidad occidental, que existió durante décadas en una especie de Miracle protegido, debatiéndose entre el negacionismo y el nihilismo; y la realidad del resto del mundo, que lucha por sobrevivir.

«El mundo de la mayoría y el de la minoría son el mismo, pero ninguno es capaz de ver al otro»

La analogía va incluso más allá. Porque en el momento en que el resto de la humanidad –es decir, refugiados que son el producto de nuestras propias intervenciones militares en África y Oriente Medio– quiere entrar en el preciado Milagro, la minoría privilegiada reacciona y no hace más que ampliar los muros, las vallas electrificadas y la vigilancia militar. Por primera vez en la historia después del «fin de la historia» (el concepto ideado por Francis Fukuyama, que, con la caída del Muro, convirtió la democracia liberal en la única alternativa), parece como si Occidente se estuviera enfrentando al apocalipsis que viene. Lo que sucede es que el apocalipsis ya estaba aquí: solo que no había alcanzado todavía a nuestro pequeño y protegido enclave de la realidad.

De pronto, la realidad invade nuestro Miracle particular: millones de refugiados que tratan de llegar a esta zona en apariencia segura desde países devastados por la guerra como Libia, Siria, Afganistán, Irak, Níger o el Congo; al mismo tiempo, dentro de nuestras fronteras empiezan a registrarse ataques terroristas a un ritmo terroríficamente regular: de París a Bruselas, de Múnich a Niza, de Londres a Estambul. El terrorismo adopta métodos distintos y muy variados: atropellos a viandantes en furgonetas y camiones (Londres, Niza), bombas suicidas (Mánchester), matanzas a machetazos (Londres, París), masacres en salas de conciertos (París) y centros comerciales (Múnich)… Todos ellos han dejado de ser una excepción para convertirse en la norma. Europa, a su vez, ha respondido con medidas draconianas: suspensión de la libre circulación de personas contemplada en el Acuerdo de Schengen; construcción de vallas electrificadas y torretas de vigilancia; uso de drones, sensores térmicos y «cazadores de la frontera» (equipos de voluntarios entrenados); cambio en la vigilancia de objetivos potenciales –grandes aeropuertos, almacenes comerciales y líneas de metro–, que ya no son supervisados por la policía, sino por las fuerzas especiales o por el ejército. En nuestra respuesta a las atrocidades del terror, debemos tener siempre en mente la lección aprendida en The Leftovers: siempre existen dos realidades paralelas, dos realidades siempre presentes.

«En nuestra respuesta a las atrocidades del terror, debemos tener en mente la lección aprendida en ‘The Leftovers’»

En una visita a Bruselas tras los ataques de 2015, tomé un taxi en el aeropuerto para dirigirme al centro de la ciudad. Por el camino, haciendo gala del típico eurocentrismo liberal, empecé a quejarme de que nuestras ciudades se hubiesen convertido en zonas de guerra, con soldados patrullando los aeropuertos y tanques en las calles. El taxista, de raza negra, me contestó tranquilamente: «Yo soy del Congo, allí eso es normal». Viendo que estaba ante otro «cortocircuito», repliqué, con toda ingenuidad: «Bueno, pues en Europa no era normal». Mientras que ellos han estado viviendo durante siglos en la realidad del colonialismo (no olvidemos que, durante el reinado de Leopoldo II, murieron 10 millones de congoleños en el antiguo Congo belga) y hoy en día sufren una guerra civil brutal (a causa, fundamentalmente, de la rapacidad de las grandes compañías occidentales que devoran sus recursos minerales para producir nuestros móviles inteligentes), la presencia del ejército y de la policía armada en las calles europeas se ha convertido en algo normal solo en los últimos tiempos.

Si no queremos caer en la trampa del eurocentrismo liberal, tenemos que cambiar nuestra forma de pensar. Tenemos que preguntarnos por qué todo lo citado previamente –la crisis de los refugiados, el terrorismo, la militarización de nuestras ciudades– no era normal en Europa hasta estos últimos años. O, dicho de otro modo, ¿por qué era normal en otras partes del mundo pero no en Occidente?

Para responder a esta cuestión tenemos que desmontar primero la narrativa ideológica que han adoptado gobiernos y grandes medios de comunicación, y hasta organizaciones de derechos humanos, en los años en que empezaron a registrarse corrientes de refugiados verdaderamente importantes. En efecto, el uso de términos aparentemente neutrales, como corrientes o empezaron, nos muestra el fundamento ideológico de la crisis de los refugiados del año 2015. A los refugiados se los presentaba invariablemente como «oleadas» o «avalanchas» que estaban «inundando» o «desbordando» Europa. El entonces primer ministro británico, David Cameron, llegó a describirlos como un «enjambre». Tales términos, aunque fuesen empleados en forma inocente, acababan generando una imagen negativa al asociar la crisis con alguna clase de desastre natural: todas esas repentinas, inesperadas, oleadas de inmigrantes estaban inundando el corazón de Europa.

«La crisis de los refugiados no fue –no es– un desastre natural»

Así es justamente como funciona la ideología. Lo que esta hace, invariablemente, es incorporar hechos a un discurso que parece natural. Si hay una lección que podemos extraer del filósofo francés Roland Barthes en lo que concierne a esta materia, es algo tan trascendental como que la ideología no hace más que transformar la historia (un proceso que es político y social a la vez) en «naturaleza». Partiendo de este marco, podemos afirmar con rotundidad que la crisis de los refugiados no fue –no es– un desastre natural. Es algo que tiene raíces históricas y políticas muy específicas.

[… ] La ideología está asimismo presente en el discurso relativo a la inmigración, sobre todo en la sempiterna batalla semántica en torno a la diferencia entre «migrantes económicos» y «refugiados».

Aunque haya una diferencia clara entre las personas que huyen de una guerra y los migrantes que buscan un empleo mejor (o simplemente un empleo), debemos tener en mente que la pobreza («la búsqueda de mejores trabajos») es el resultado de un problema estructural. Ahora que, en apariencia, solamente se concede a los sirios el derecho a ser considerados refugiados, cerramos una vez más los ojos al resto de los conflictos bélicos aún en marcha, desde Afganistán e Irak hasta Níger y Mali, Sudán y Somalia. A las personas que están tratando de salir de estos países se las reúne enseguida bajo la categoría de migrantes económicos. Pero la pobreza y la devastación de Afganistán e Irak son también consecuencia de las guerras y de una lógica económica salvaje, de lo que la socióloga Saskia Sassen denominaría «expulsiones» y el geógrafo marxista David Harvey llamaría «acumulación por desposesión».

En tiempos de guerra, ¿qué es un migrante económico sino un refugiado? Y a la inversa: todo refugiado es, de partida, un migrante económico, pues la crisis de los refugiados es producto de la economía mundial capitalista. Su origen se halla en siglos y siglos de colonialismo que hicieron precipitarse a muchos países del Sur Global en el abismo del subdesarrollo y la dependencia de Occidente (sea de instituciones financieras como el FMI, sea de grandes compañías transnacionales), y a cambio las naciones occidentales hicieron cuanto pudieron –incluso apoyar a dictadores brutales– para que siguieran siendo países subdesarrollados, porque querían sacar partido a su mano de obra barata o explotar sus preciados recursos naturales. Las intervenciones militares y las guerras del siglo XXI, en estos países que ya sufrían los efectos del colonialismo, no mejoraron un ápice su situación. Hoy en día, la población de un sinfín de países de África, América Latina y Oriente Medio no tiene otra opción que la huida a Occidente.

«A menos que seamos libres, no vamos a dejar que la máquina funcione en modo alguno»

[…] Hay, por supuesto, una vuelta más en esta historia. Aquellos refugiados que tuvieron la fortuna de llegar al ansiado Miracle y de establecerse en el lugar acabaron dándose cuenta de que la Unión Europea era en realidad un paraíso perdido mucho tiempo atrás (si es que alguna vez existió). En lugar de ofrecer solidaridad, empleo y paz, este lugar llamado «Europa» se encuentra ahora en un estado de excepción permanente. No hay escapatoria posible. Salvo, quizá, para los muy ricos.

Uno de los ejemplos paradigmáticos de este estado de las cosas es lo que en sueco se conoce como Uppgivenhets­ syndrom, «síndrome de resignación». Es una afección psicológica que se ha detectado recientemente y que empezó a manifestarse en los niños refugiados –fundamentalmente, los de países soviéticos y la antigua Yugoslavia– que llegaban a Suecia. Tras un viaje a Europa tortuoso y traumático, y después de aguardar en vano que se les concediese el asilo en el país, los niños refugiados se mostraban «totalmente pasivos, inmóviles, carentes de tono, retraídos, callados, incapaces de comer y beber, incontinentes y sin reaccionar a los estímulos físicos o al dolor», según informa la revista médica sueca Acta Paediatrica.

Aunque, según los estudios realizados, el Uppgivenhets­ syndrom solo se manifiesta en Suecia, y única y exclusivamente entre refugiados, ¿no es justamente el síndrome de resignación, la incapacidad, real, del individuo para levantarse de la cama o para salir de casa –y, metafórica, en el sentido de claudicación, de desesperanza absoluta– algo cada vez más característico de nuestra época?


Este es un fragmento de ‘Poesía del futuro: Por qué un movimiento de liberación global es la última oportunidad de nuestra civilización’ de Srecko Horvat (Paidós Contemporánea)

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