Opinión

Lecturas de verano

En estos tiempos, sería bueno buscar procedimientos y fórmulas para superar la tremenda fragilidad de nuestra naturaleza, como nos ha demostrado la pandemia, y ponernos a trabajar en las partes del sistema que tendríamos que transformar, no reformar ni retocar.

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14
julio
2020

Vivimos, decía Steiner, la época de la irreverencia. Triunfa –si podemos llamarlo triunfo– lo vulgar, lo zafio. La admiración ha quedado relegada a un segundo plano y hoy son aspirantes a celebrities o influencers los mercenarios que llenan sus bolsillos de dinero mientras, a través de las redes sociales (y cobrando notables estipendios), nos recomiendan, aconsejan e invitan para que usemos, compremos o consumamos las cosas mas variadas e inútiles que, seguramente, ellos nunca han probado. En el mundo actual confundimos progreso con velocidad y buscamos atajos desesperadamente para conseguir lo que sea, sobre todo fama y popularidad. Nos hemos olvidado de los referentes: aquellas personas decentes que con su esfuerzo, su trabajo y, sobre todo, con su ejemplo, son dignas de admiración y respeto. La mayoría de los influencers no son merecedores de ese reconocimiento porque, aunque han tenido acceso a la educación y saben leer y escribir, no ejercen.

Es verdad que siempre hubo analfabetos, pero algunas décadas atrás la incultura y la ignorancia se vivían como una especie de baldón, de vergüenza, y las personas carentes de estudios ansiaban salir del pozo de la incultura y se esforzaban en ese propósito, sabedoras por la realidad que percibían de que solo desde la educación podían desterrar la desigualdad, aspirar a un puesto de trabajo y convertirse en buenos profesionales. Es decir, sabían que el progreso tenia como cimientos el estudio y la cultura. Ahora, muchos de los que quieren ser destacados influencers no necesitan calentarse mucho la cabeza, ni leer libros, ni estudiar; son autodidactas, dicen. Para ellos –alentados por algunos programas de televisión– lo primario es lo importante, porque solo así pueden entender lo que ocurre y conseguir la fama y el dinero al que aspiran. No necesitan más porque, además, les pagan, incluso si hablan de tratamientos contra la pandemia sin ser médicos ni epidemiólogos ni nada que se le parezca. Ahora lo que importa a los patrocinadores de los influencers no son sus conocimientos ni su prestigio ni su reputación, sino el numero de followers en las redes sociales. Cuantos más, mejor.

«Salud y educación son dos de los pilares que sostienen la dignidad humana, aunque muchos dirigentes lo hayan olvidado»

Habla Antonio Machado por boca de Juan de Mairena: «Se dice que vivimos en un país de autodidactos. Autodidacto se llama al que aprende algo sin maestro. Sin maestro, por revelación interior o por reflexión autoinspectiva, pudimos aprender muchas cosas, de las cuales cada día vamos sabiendo menos. En cambio, hemos aprendido mal muchas otras cosas que los maestros nos hubieran enseñado bien. Desconfiad de los autodidactos, sobre todo cuando se jactan de serlo».

Tengo la fortuna de contar en mi biblioteca con una primera edición (Espasa Calpe, 1936) del Juan de Mairena de Antonio Machado, un texto al que un hombre sabio, Emilio Lledó, ha considerado como una educación para la democracia. Al ponderar este hermoso libro, subtitulado sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo, nos dice Lledó que «el diálogo con ese profesor, que habla a unos alumnos apócrifos también, es una de las mas estimulantes e iluminadores lecturas que puede hacerse para ser ciudadanos libres, para aprender a pensar y a sentir». De eso se trata.

En estos tiempos, bueno sería buscar procedimientos y fórmulas para superar la tremenda fragilidad de nuestra naturaleza, como nos ha demostrado la pandemia, y ponernos a trabajar en las partes del sistema que tendríamos que transformar, no reformar ni retocar. Habría que invertir en la enseñanza y, ahora que se estudia una nueva Ley de Educación, buscar un pacto global por el que seamos capaces de lograr la convergencia entre estudio y trabajo, aplicándonos a encontrar el punto donde el conocimiento y la acción se ayudan y se complementan. Al fin y a la postre, salud y educación son dos de los pilares que sostienen la dignidad humana, aunque muchos dirigentes lo hayan olvidado. Hay que crear sistemas educativos decentes, que garanticen la equidad y la calidad al mismo tiempo y con la misma intensidad, porque la calidad sin equidad es elitismo, pero un sistema educativo que careciera de equidad estaría condenado al fracaso. La equidad sin calidad es paternalismo, y la buena escuela no la hacen las tablets sino los buenos profesores. En ellos –y en su formación– deberíamos invertir generosamente.

Para las universidades ha llegado también la hora del cambio: además de capacitar, de educar con decencia y de fomentar el estudio y la investigación, la Universidad tiene que ser, desde la independencia, la conciencia cívica, ética y social, de los ciudadanos. Y no deberíamos olvidar que Montaigne nos advirtió en sus Ensayos de la necesidad de formar las cabezas, no de llenarlas. Hay que vincular los saberes y darles sentido, promoviendo el ejercicio de la curiosidad, sembrando dudas sobre la propia duda, como decía Antonio Machado, y ayudando a los jóvenes para que sean capaces de traducir su saber en un constante ejercicio crítico y sean capaces de formarse, vía ejemplo, en valores.

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