Opinión

La complejidad de una pandemia

Conocer y designar adecuadamente la naturaleza de la crisis es una condición necesaria para que tomemos las mejores decisiones. En ‘Pandemocracia: Una filosofía de la crisis del coronavirus’ (Galaxia Gutenberg), el filósofo Daniel Innerarity reflexiona sobre un momento excepcional de nuestra historia, una pandemia que provoca otras desigualdades y pone a prueba la solidez de nuestras democracias.

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18
junio
2020

En los momentos de crisis las urgencias ponen en un primer plano a las personas prácticas, a quienes organizan y deciden, asumiendo unos riesgos que a cualquiera le sobrepasarían. Sin ser la voz más importante, creo que es necesario escuchar también a quienes hacen algo en apariencia tan poco resolutivo como interpretar lo que nos está pasando. Una teoría de la crisis no es, ni siquiera en estos momentos de prioridad y triajes, algo ocioso. Conocer y designar adecuadamente la naturaleza de la crisis es una condición necesaria para que tomemos las mejores decisiones. Pensemos que detrás de muchas decisiones equivocadas había más ignorancia que falta de resolución: designar la crisis como una guerra, calificar al virus de extranjero, confundirse con la función que les corresponde a los expertos en una crisis, por no mencionar nuestras faltas de atención colectiva a la realidad cuando se trata de dimensiones latentes y que solo son visibles a largo plazo. Si buena parte de nuestros errores prácticos se deben a fallos teóricos, no deberíamos considerar a la teoría como una pérdida de tiempo, ni siquiera en estos momentos.

Cuando comenzamos a verificar la profundidad de la crisis se nos agolpan las preguntas que remiten a una teoría de la sociedad tras el coronavirus: todo lo que hemos teorizado hasta ahora sobre la democracia y la política, acerca de la relación entre lo público y lo privado, el sentido de las naciones y la justificación de Europa o, más aún, sobre la naturaleza del mundo en el que vivimos requiere una nueva interrogación. Es posible que las cosas no se transformen tanto como hubiéramos temido o deseado; puede que cambien hasta el punto de que no nos sea posible siquiera concebirlo. En cualquier caso, conocer es cada vez menos aprenderse un listado de acontecimientos gloriosos del pasado y tiene que ver con el aprendizaje, es decir, con el conocimiento del futuro. En civilizaciones dinámicas y volátiles la sabiduría debida a la experiencia no tiene más remedio que ser progresivamente sustituida por operaciones que podrían caracterizarse como aprender del futuro: previsión, prevención, anticipación, precaución…

Una de mis preocupaciones desde hace años es que debemos pensar en términos de complejidad sistémica y transformar nuestras instituciones para gobernar los sistemas complejos y sus dinámicas, especialmente cuando nos enfrentamos a riesgos encadenados, es decir, cuando múltiples cosas pueden salir mal juntas. A estas alturas es evidente que la crisis no ha sido abordada con esta perspectiva en todas sus fases. Al comienzo de la crisis muchos actores políticos y analistas la consideraron algo parecido a una gripe estacional, localizada en una región de un país lejano, y nos advertían de que lo único que debíamos temer es a la sobrerreacción del pánico. Se manejaban unas cantidades de contagios y fallecimientos que sugerían algo de limitadas dimensiones, sin caer en la cuenta de que los números apenas permiten calcular el riesgo en los sistemas complejos. Esos números deben ser entendidos en el contexto de un sistema general que incluye la consideración del modo en que una epidemia actúa sobre las infraestructuras sanitarias, así como la reverberación de esos impactos. Si no se piensa en términos sistémicos, si los datos se toman aisladamente, las tasas de contagio y mortalidad podían considerarse como no alarmantes. Vistas las cosas desde una perspectiva sistémica, incluso unas cifras pequeñas anuncian un posible desastre. Es cierto que la gripe mata anualmente a muchísimas personas, pero la comparación no era esa. El problema era lo que podía significar añadir una pandemia de coronavirus a una gripe estacional en su momento más álgido y hasta qué punto esto podía colapsar el sistema sanitario.

«Conocer es cada vez menos aprenderse un listado de acontecimientos gloriosos del pasado y tiene que ver con el conocimiento del futuro»

La teoría de los sistemas complejos distingue entre las interacciones lineales y las no lineales o complejas. En las primeras podemos sumar cantidades para adivinar el impacto combinado. Estamos manejando sucesos predecibles que corresponden a nuestras expectativas e infraestructuras, de manera que podemos anticiparnos preventivamente. En cambio, dinámicas no lineales son aquellas en las que una cosa no se añade simplemente a otra, sino que se generan efectos de cascada de manera que pequeños cambios acaban convirtiéndose en transformaciones masivas. El coronavirus es un evento de este segundo tipo. ¿Por qué?

Nuestros sistemas sanitarios tienen una capacidad limitada: no pueden tratar a la vez más que a un número determinado de personas y sus unidades especializadas (como las UCI) actúan como cuellos de botella cuando hay una avalancha de enfermos graves. Una enfermedad viral inesperada que coincide con la gripe estacional no es simplemente el doble de trágica que la gripe, sino que es potencialmente catastrófica. Las características del coronavirus ponen de manifiesto que los pacientes necesitan recursos especialmente costosos. Lo relevante a efectos de entender la gravedad de la pandemia no era la tasa que arrojaba, sino que una sobrecarga de las UCI por el coronavirus provocaría también muertes debidas a otra causa: desde infartos, accidentes de tráfico o ictus, es decir, todo aquello que requiere una respuesta inmediata para garantizar la supervivencia y que no podía ser atendido como se merecía en un momento de colapso.

La expresión «aplanar la curva» es un ejemplo de pensamiento sistémico. El confinamiento y la distancia que decretan las autoridades no se debe al riesgo que cada uno de nosotros podemos correr individualmente, sino que sirve para que no se produzca un contagio masivo que colapse los hospitales. Para identificar este tipo de medidas y para entenderlas es necesario pensar sistémicamente. Los titubeos de los primeros momentos de la crisis manifiestan que nuestro pensamiento dominante es lineal y la manera de diseñar nuestras instituciones (alerta, gestión, atención sanitaria, logística, comunicación…) es todavía deudora de un modo de pensar muy simple que tiene dificultades para hacerse cargo de fenómenos complejos, como la crisis climática o la inestabilidad de una economía financiarizada, que ya nos han dado alguna señal de alerta.

Los aprendizajes nunca están asegurados y puede haber lecciones que no sean atendidas. Habrá enseñanzas prácticas de diverso tipo, pero también alguna teórica, y entre ellas me atrevo a señalar como una de las más importantes la de pensar en clave de complejidad. La crisis del coronavirus es uno de esos acontecimientos que no se pueden comprender ni gestionar sin un pensamiento complejo, pero hay otros muchos que nos están exigiendo una nueva manera de pensar la realidad.


Este es un extracto de ‘Pandemocracia: Una filosofía de la crisis del coronavirus’, de Daniel Innerarity (Galaxia Gutenberg). 

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