Cultura

El feísmo, ¿una categoría artística?

Según la tradición metafísica, lo feo era algo que carecía de realidad propia. Hoy lo asociamos con aquello que repele, que desagrada, que provoca rechazo. ¿Es un agotamiento del canon clásico, rebeldía, provocación, hastío, protesta, subversión o moda?

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16
enero
2020

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«Así como la belleza abre el horizonte, iluminando de repente lo que existe con otra luz, la fealdad reduce, rebaja y paraliza hasta hacer desaparecer toda perspectiva, como una suerte de reclusión que incita al servilismo». Con esta contundente conclusión, la filósofa y artista Annie Le Brun –una de las mayores conocedoras, por cierto, del universo del marqués de Sade–, resume el feísmo que impera en nuestra sociedad, también en el arte.

Que lo feo sea un parámetro necesario para entender el concepto de belleza no plantea discusión alguna pero, ¿qué es lo feo? Según la tradición metafísica, era algo que carecía de realidad propia. Así como el mal era una privatio del bien, lo feo lo era de la belleza. Sin embargo, en el XVIII, Hegel asegura que es propio del mundo en que vivimos y Karl Rosenkranz lo reivindica como categoría estética, asociándolo al mal moral. Lo califica de «síndrome». Aquello que repele, que desagrada, que provoca rechazo.

Pensemos en el retrato de Inocencio X (1953), de Francis Bacon, en La duquesa fea (1513), de Massysm, en el infierno de El Bosco (dentro de su tríptico El jardín de las delicias, 1503–1515). Recordemos cómo el asentamiento de la vida en las grandes ciudades, la irrupción de la fotografía, las vanguardias y el diseño industrial transformaron lo feo en bello. Las fotografías de Diane Arbus, El grito, de Munch, La parada de los monstruos, del director Tod Brownin, en cómo Anne Sexton incluye la menstruación en sus poemas. No hay duda de que, dentro de la fealdad, hay cierta categoría estética que tiene discurso y propuesta artística.

¿Qué ocurre cuando nos adentramos en otro tipo de obras que hacen de lo feo su centro de gravedad? La singapurense Qimmyshimmy, por ejemplo. Esta artista, residente en los Países Bajos, moldea diminutas esculturas con forma de recién nacido a modo de macarons galos, cráneos de animales jibarizados, muelas, vísceras simulando chupa-chups, armadas con arcilla polimérica en beige y rojo y horneadas en la cocina de su casa, a modo de estrambote.

Dentro de la fealdad, hay cierta categoría estética que tiene discurso y propuesta artística

¿Agotamiento del canon clásico, rebeldía, provocación, hastío, protesta, subversión o moda? También cambalache. La artista estadounidense Jill Magid logró poner de acuerdo a los familiares del arquitecto mexicano Luis Barragán –uno de los más importantes de la historia moderna del país azteca– y a las autoridades de Jalisco donde reposaban sus restos, para exhumar el cadáver y quedarse con la cuarta parte de sus cenizas, que convirtió en un diamante que engarzó en un anillo que ofreció a Federica Zanco, esposa del dueño de Barragan Foundation, ubicada en Basilea (Suiza). A cambio, la artista pedía que el material del arquitecto –una colección de 13.000 dibujos, 7.500 impresiones fotográficas, 7.800 diapositivas y 290 publicaciones, además de recortes, modelos arquitectónicos, muebles, notas y manuscritos– fuera devuelto a México. Qui pro quo. Aunque había truco, no hubo trato.

Comparten ese interés por lo feo el inglés Damien Hirst y su calavera de diamantes –valoradas en 72 millones de dólares–, sus animales conservados en formol y sus vacas partidas por la mitad. En un sentido mucho más macabro, encontramos las performances del austríaco Hermann Nitsch, que a finales de los cincuenta mataba animales y pintaba con su sangre, en la que se bañaba, aún tibia, para rematar la obra.
También la israelí Ronit Baranga modela esculturas perturbadoras y siniestros juegos de té de los que sobresalen lenguas, dedos, bocas –algo que ya había experimentado, de otro modo y con otra intensidad, la surrealista Dorothea Tanning en su Habitación de hotel–. Un último ejemplo de feísmo lo encontramos en los hermanos Chapman, a quienes recordarán por sus dioramas siniestros, sanguinolentos, grotescos, feligreses del horror vacui más absoluto, con miniaturas de seres ataviados con túnicas blancas, capirotes, calcetines de colores y chanclas y rostros con pene en lugar de nariz. Su espantosa transgresión fue comprar una serie completa de Los desastres de la guerra de Goya –grabados originales, no facsímiles, impresos en 1937 durante la Guerra Civil Española– y retocarlos, algo que ya había hecho Dalí, pero sin provocar pérdidas irreparables.

Entre el uso de lo feo para provocar una tensión en quien mira y mostrar el horror con el que convivimos para realizar una crítica al sistema y la reapropiación deliberada del mal gusto por el puro artificio –para provocar al espectador sin otro propósito que escandalizar–, existe la distancia exacta entre el comienzo de Un perro andaluz y Torrente, el brazo tonto de la ley. No se olviden de que fueron tres brujas, las de Macbeth, quienes gritaron eso de que «lo bello es feo, lo feo es bello».

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