Opinión
Crítica de la víctima
Si solo tiene valor la víctima, si esta solo ‘es’ un valor, la posibilidad de declararse tal es una posición estratégica para ser ocupada a toda costa. No responde de nada y no tiene necesidad de justificarse: es el sueño de cualquier tipo de poder.
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La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable o responsable de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece. En la víctima se articulan carencia y reivindicación, debilidad y pretensión, deseo de tener y deseo de ser. No somos lo que hacemos, sino lo que hemos padecido, lo que podemos perder, lo que nos han quitado.
Es una palinodia de la modernidad, caracterizada por sus onerosos preceptos: ¡anda erguido, abandona la minoría de edad! (lo cual rige para todos; véase Kant, Qué es la Ilustración, 1784). Con la víctima rige más bien el lema contrario; en efecto, la minoría de edad, la pasividad y la impotencia son cosas buenas, y tanto peor para quien actúe. Si el criterio para distinguir lo justo de lo injusto es necesariamente ambiguo, quien está con la víctima no se equivoca nunca. En una época en la que todas las identidades se hallan en crisis, o son manifiestamente postizas, ser víctima da lugar a un suplemento de sí mismo. Solo en la forma hueca de la víctima encontramos hoy una imagen verosímil, aunque invertida, de la plenitud a la que aspiramos, una máquina mitológica que, a partir del centro vacío de una falta, carencia o ausencia, genera incesantemente un repertorio de figuras capaz de satisfacer una necesidad que tiene su origen precisamente en ese vacío. Lo indeseado se torna deseable.
«En una época en la que todas las identidades se hallan en crisis, ser víctima da lugar a un suplemento de sí mismo»
Pero, como ha explicado Furio Jesi, quien controla una máquina mitológica tiene en su mano la palanca del poder. La ideología victimista es hoy el primer disfraz de las razones de los fuertes, como vemos en la fábula de Fedro: «Superior stábat lupus…». Si solo tiene valor la víctima, si esta solo es un valor, la posibilidad de declararse tal es una casamata, un fortín, una posición estratégica para ser ocupada a toda costa. La víctima es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse: es el sueño de cualquier tipo de poder. En su erigirse como una identidad indiscutida, absoluta, en su reducir el ser a una propiedad que nadie pueda disputarle, realiza paródicamente la promesa imposible del individualismo propietario. No en vano es objeto de guerras, so pretexto de establecer quién es más víctima, quién lo ha sido antes y quién durante más tiempo. Las guerras necesitan de ejércitos, y los ejércitos de jefes. La víctima genera liderazgo. ¿Quién habla en su nombre, quién tiene derecho a hacerlo, quién la representa, quién transforma la impotencia en poder? ¿Puede realmente hablar el subalterno?, se preguntó Gayatri Spivak en un ensayo famoso. El subalterno que sube a la tribuna en nombre de sus semejantes, ¿sigue siendo tal o ha pasado ya a la otra parte?
No nos apresuremos a contestar, no disipemos demasiado deprisa la desorientación que es deseable que generen consideraciones como estas. De las víctimas reales a las imaginarias, el trayecto es largo y accidentado. Que esta desorientación sea más bien nuestro piloto luminoso, por no decir incluso nuestra guía. Piloto luminoso y síntoma de una incapacidad más general, en la que la mitología de la víctima encuentra su razón de ser: la desaparición de una idea del bien creíble, positiva. Algo se ha hecho mal. El mundo antiguo, el cristianismo y la modernidad pretendieron dar una respuesta a la pregunta sobre qué es justo y necesario para una vida buena; una respuesta más bien ética que moral, fundada en una ratio y no solo en valores. Una polis bien ordenada, una ciudad humana como imagen de la ciudad celeste; la libertad-igualdad-fraternidad no era solo un llamamiento al deber ser: creaba una ensambladura entre ontología y deontología, señalaba una elección posible, la mejor, en la categoría o clase de lo que es. Hoy, en cambio, nos vemos pillados entre la preceptiva del mal menor, que informa el pensamiento político liberal (la célebre frase de Churchill «la democracia es el peor gobierno posible, si no consideramos todos los demás») y el mysterium iniquitatis, que eleva a santo o mártir a quien ha sido golpeado (o desearía o lo pretende) para legitimar su estatus.
Pésima alternativa, con su correlato de afectos inevitables: resentimiento, envidia, miedo… Centrada en la repetición del pasado, la posición victimista excluye cualquier visión de futuro. Todos nos consideramos, escribe Christopher Lasch en El yo mínimo, «al mismo tiempo supervivientes y víctimas, o víctimas potenciales […]. La herida más profunda causada por la victimización es precisamente esta: que acabamos afrontando la vida no como sujetos éticos activos, sino solo como víctimas pasivas, y la protesta política degenera entonces en un lloriqueo de autoconmiseración». Y, para abundar más, Richard Sennet dice esto en Autoridad: «La necesidad de legitimar las propias opiniones en términos de la ofensa o el sufrimiento padecidos une a los hombres cada vez más a las propias ofensas […]. Eso que necesito se define entonces en términos de eso que me ha sido negado».
«Centrada en la repetición del pasado, la posición victimista excluye cualquier visión de futuro»
Que nuestro tiempo guste de verse representado por una fórmula de pathos en la que se separa radicalmente el sentir del hacer es un motivo de malestar. Para reaccionar contra ese malestar se necesita una crítica de la víctima. La crítica presupone siempre –inevitablemente– cierto grado de crueldad. El objetivo polémico no lo constituyen aquí, como es obvio, las víctimas reales, sino más bien la transformación del imaginario de la víctima en un instrumentum regni y en el estigma de impotencia e irresponsabilidad que este deja en los dominados. Pero para deconstruir una máquina mitológica es esencial hundir el cuchillo en el ambiguo entrelazarse de falso y verdadero que constituye la razón última de su fuerza. Las figuras imaginarias se construyen siempre seleccionando y combinando materiales verdaderos. El mundo es más complicado que cualquier fábula de Fedro y, en esto estriba el trabajo de la crítica. En la acepción más amplia del término, la crítica no es solo reproche o juicio, sino también –por no decir más bien o ante todo–, como ya dijo Kant, discernimiento, criba, tamiz, delimitación de lo que se puede y no se puede decir; fundación de un campo, apertura de un espacio, individuación de un terreno sobre el que razonar en común. Pero la crítica es también, como ha escrito Foucault comentando precisamente a Kant, conocimiento del límite y búsqueda de superación de este, en el intento por aprovechar «en la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos, la posibilidad de ser –o de no pensar más en– lo que somos o pensamos». La crítica de la víctima no puede hacerse desde el exterior. El resentimiento, la humillación, la debilidad y el chantaje son unos datos primarios de la experiencia general.
Este es un el prólogo del libro ‘Crítica de la víctima’ de Daniel Giglioli (Herder). Puedes comprar un ejemplar y seguir leyendo en este enlace.
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