Cultura

Camus y la heroicidad del hombre común

‘La peste’, del Nobel de Literatura Albert Camus, usa el marco atemporal de una crisis social para defender la solidaridad y la heroicidad del hombre común.

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15
junio
2017

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La mañana del 16 de abril de 1947, el doctor Bernard Rieux encuentra una rata muerta en el rellano de la escalera. Más allá de lo inquietante de la escena, una amenaza se despierta en su interior. Una sospecha aún sin forma concreta. Atento a cómo la anécdota se sucede en otros puntos del barrio, cuando fallece el encargado del edificio donde tiene su consulta pone nombre a su recelo. Para entonces, decenas de cadáveres de ratas alfombran la ciudad. Las autoridades se resisten a aceptar lo real.

Lo real tiene una palabra que lo conjura, pero admitirla es proclamar el problema y encarar sus consecuencias. Lo que no se nombra no existe. La trampa funciona. Los franceses mantuvieron la versión canónica de haber resistido con bravura y decisión a los nazis en vez de suscribir la vergonzante (pero humana) realidad de haber permitido una tibia colaboración de Petáin junto a la aquiescencia de tantos franceses que miraron hacia otro lado. Preguntado por los miembros de la comisión sanitaria, «¿está seguro de que se trata de peste?», la respuesta del doctor Rieux es tan incisiva como filosófica: «No es una cuestión de vocabulario, es una cuestión de tiempo».

La peste ha infectado la ciudad de Orán, confinada a sus fronteras y límites, aislada del resto del mundo, en cuarentena de abastos, afectos, comunicaciones externas. La peste se ha apoderado de sus calles y arterias, del ánimo de sus habitantes y de su presente. Comienza la tragedia.

Así se resume el libro más luminoso del Nobel de Literatura Albert Camus (Argelia, 1913, Villeblevin, 1960), el más joven de sus compañeros de izquierdas (Sartre, Beauvoir, Merleau-Ponty, Barthes…). La peste se publicó en junio de 1947, hace exactamente setenta años, y mantiene su capacidad simbólica, su apuesta por la solidaridad, la fraternidad y la heroicidad del hombre común. «En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio», afirma uno de los protagonistas. Resulta difícil no escuchar al propio autor detrás de esta sentencia.

La epidemia sitúa en estado de máxima fragilidad a los personajes. Sin un dios al que elevar las plegarias, sin un dios que procure consuelo, sin moral universal que proteja de los excesos y los abusos, Camus apuesta por valorar la vida humana por sí misma, un ethos sustentado en el apoyo mutuo y la libertad individual.

Así, fuerzas contrapuestas se mantienen en tensión. Mientas las autoridades aprovechan el riesgo y el peligro de contraer la peste para limitar los movimientos de sus ciudadanos, socavando sus derechos y libertades con la excusa de protegerlos, los personajes van dándose cuenta de que la peste es un asunto de todos, y de que tendrán que actuar juntos porque no hay salvación personal posible. La lucha ha de ser común, o no será.

Mientras los puertos de la ciudad de Orán se convierten en lugares pesadillescos por la ausencia de trasiego, los trenes también adquieren tintes fantasmales. No todos dejan de circular. Se mantiene el tránsito de uno de ellos, el que lleva cadáveres hacinados al inmenso crematorio (la metáfora de Camus es transparente, apenas habían pasado un par de años desde que los judíos llegaban a los campos de exterminio por este medio). Los cines mantienen su clientela, pero terminan por proyectar una y otra vez la misma película, como si se tratase del mito de Sísifo.

Los estadios de fútbol se transforman en un híbrido de hospital de campaña y campo de concentración. Imposible no pensar en lo ocurrido en el Velódromo d’hiver de París, donde miles de judíos fueron congregados antes de ser deportados a Auschwitz. La historia se repite, como el filme que ven una y otra vez los oraneses. También acude a la memoria del lector el Estadio Chile, centro de detención política y tortura militar donde murió, entre otros muchos, el cantante Víctor Jara. Camus no vivió para comprobar que el horror se repite. Como la película recurrente que se proyecta en su novela.

Orán es «la más común de las ciudades», lo que nos invita a recodar que la peste puede irrumpir en cualquier latitud, cuando menos se la espera. Ningún país está a salvo. Hombres pertrechados de artefactos que estallan en la red de cercanías, un atentado en un concierto para público adolescente, asesinos que siembran el terror en una sala de fiestas, un atropello masivo en un puente mítico…

Muchas familias quedan separadas. Tantas parejas en suspenso. La peste. Rambert, un joven periodista parisino, se maldice porque cree que el asunto no le concierte, y qué le importa a él que se muera la gente si su amada está lejos. Él quiere huir. No es su guerra. No es su gente. Después de ciertas vicisitudes, consigue la ayuda de unos guardias. Pero cuando está a punto de abandonar Orán, decide quedarse y seguir ayudando. Se da cuenta de que la peste es un problema que concierne a todos.

El doctor Rieux, que mantiene la necesaria esperanza, nos enseña que la solidaridad se sintetiza en cualquier trabajo bien desempeñado, además de ser una vía de ascesis; Tarrou nos habla de la necesidad de ser sincero, con uno mismo y con el otro, y recuerda que lo único que ilumina y permite comprender el presente es el pasado; Paneloux es el cura que nos enseña que el auténtico compromiso es incómodo y nunca indolente; Cottard, la indiferencia ante el sufrimiento de los otros, y Grand, el funcionario bondadoso que entiende que no se trata de colocarse en el lugar del otro, sino de entender que el otro somos cada uno de nosotros.

La peste. Los personajes de Camus dudan, retroceden, se desdicen, pero también se convierten en héroes modernos al dar lo mejor de sí mismos en lo que hacen. No todos. Porque también acampa el egoísmo, y la inacción, y el aprovechamiento de la miseria ajena para hacer negocio siniestro… Pero si algo emerge en esta historia, en esta fábula tan actual, setenta años después, es la decencia como báculo, como piedra base de una sociedad digna. Es, precisamente, la decencia lo que consigue derrotar la peste. Al menos, momentáneamente. Rieux lo verbaliza: «Puede parecer una idea ridícula, pero la única manera de combatir la plaga es la decencia».

Poco a poco, las ratas vuelven a aparecer; esta vez vivas. La peste remite. Y el hombre olvida. El hombre quiere retomar su vida de cuando antes de la peste. Siempre del mismo modo: después de las tragedias, el hombre trata de pasar página cuanto antes. Y el hombre olvida.

Pero la admonición de Camus es lúcida: «El bacilo de la peste nunca muere o desaparece, puede permanecer dormido durante décadas en los muebles o en las camas, aguardando pacientemente en los dormitorios, los sótanos, los cajones, los pañuelos y los papeles viejos, y quizás un día, solo para enseñarles a los hombres una lección y volverlos desdichados, la peste despertará a sus ratas y las enviará a morir en alguna ciudad feliz».

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