TENDENCIAS
Opinión

Tom Bombadil

El canto del logos

¿Qué son Tom Bombadil y Baya de Oro sino el Logos y la Gracia en carne viva, el aliento primero y la vibración última, el verbo y la espuma?

Artículo

¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
11
abril
2025
Fotograma de ‘El señor de los anillos: los anillos de poder’

Artículo

Algunos espectadores se han puesto de uñas con su aparición en Rings of Power, la serie de Amazon Prime que adapta libremente El señor de los anillos. No entienden que, en vez de terminar por todo lo alto, la temporada se cierre con un tal Bombadil cantando cancioncitas junto al fuego.

¿Quién es Tom Bombadil? Tampoco es que los lectores de Tolkien sepamos mucho más. Es, por lo pronto, uno que aparece cuando la cosa se pone fea. Pero fea de verdad, como las calderas de Mordor o el maxilar de un Uruk-Hai. La Comarca queda atrás como un sueño de infancia y los hobbits dan diente con diente en medio del Viejo Bosque, cuyas raíces se alzan amenazantes, como si quisieran devorarlos. Y entonces, ¡zas!, ahí está: cantando, riendo, como si la cosa no rezara con él, como si no hubiera motivos para la alarma. Pero lo que canta no es hechizo ni sortilegio. Es puro juego. Hace volatines con el lenguaje, como el niño que juega a nombrar un mundo que apenas ha descubierto.

Entonces, ¿quién es Tom? Unos lo han querido ver como un santo; otros adivinan en él las hechuras de Al-Khidr, el misterioso guía que según el Corán instruyó a Moisés. Podría ser un jivanmukta, uno de esos sabios hindúes que han logrado la liberación, y también podría ser uno de esos estoicos que no se despeinan ni con la caída de un imperio. Tiene hechuras de Al-Ghazali y aroma de San Juan de la Cruz. Es todo y nada, porque Tom Bombadil no cabe en moldes.

«Él es», dice Baya de Oro, y la frase suena a zarza ardiente. Pero Tom Bombadil no es Dios, como afirman erradamente algunos estudiosos, y nos vemos obligados a gritarlo con la vehemencia con la que Carlos Pumares afirmaba que tampoco lo es el monolito de 2001. Simplemente, participa del Ser. Es una grieta por la que se cuela el misterio.

Bien mirado, ¿qué son Tom Bombadil y Baya de Oro sino el Logos y la Gracia en carne viva, el aliento primero y la vibración última, el verbo y la espuma, Shiva y Shakti bailando agarrados en vez de medirse a duelo como gallos en un corral de dogmas? Un connubio inexplicable entre la luz y la sombra que es, digámoslo claro, un corte de mangas al dualismo occidental, que todo lo parte, todo lo disecciona y todo lo divide.

Yerran los que, encorsetados por el jubón cartesiano y la ortopedia kantiana, identifican a uno con la razón y a otra con la emoción, como quien se empeña en servir el café en una mesa y la taza en otra. Lo que ahí late es más antiguo y más profundo: una intuición que ni es flor de yoga ni regalía de Oriente, pues ya en la cristiandad primera el Logos se hizo carne y la sabiduría llevaba el nombre de Sofía. La pregunta es obligada: ¿leyó Tolkien el Vedanta o a Shankara? Seguramente no. Y tampoco le hacía falta. Hay verdades que no hace falta aprender, porque residen en lo profundo del alma.

¿Qué hace Tom con el dichoso anillo? Lo agarra y lo mira, como quien mira una uva pocha, y lo lanza al aire sin inmutarse

Boromir porfía, Saruman cae, Gollum se pudre. ¿Y qué hace Tom con el dichoso anillo? Lo agarra y lo mira, como quien mira una uva pocha, y lo lanza al aire sin inmutarse. Es el único ser en toda la Tierra Media que no se ve afectado por su poder. Ni lo desea ni lo teme. ¿Por qué? Quizá porque en su alma no hay rendija por donde se filtre la sombra, ni blandura donde pueda clavarle espuelas el deseo. Es como un botánico que mira la flor, la admira, pero no la arranca ni la hibrida. La deja ser. Como el wali sufí, ha fundido su voluntad con la del Uno, y solo actúa cuando el mundo lo requiere. Por eso las criaturas responden a su voz, prodigada en cantos y susurros, nunca en órdenes.

Hace unos meses, en época de barbecho lector, Luis Alberto de Cuenca me regaló un consejo: vuelve a Tolkien. Obedecí. Después de releer El señor de los anillos, no me quedé con el estrépito de Mordor ni la épica de Aragorn, como a los 16 años, sino con la risa de Tom Bombadil. Cuando callan las espadas y empiezan a escribirse las leyendas, Tom sigue cantando.

¡Y pensar que algunos objetan que su capítulo es prescindible, so pretexto de que no sirve a la trama…! Tom no está ahí para empujar la acción, sino para cimentar la historia. Hasta la serie de Amazon parece haber entendido esto. Tom es, por así decirlo, el eco de algo más profundo. Santos, sufíes, yoguis y bodisatvas lo habrían reconocido en un periquete. Tanto el maestro Eckhart como Heidegger le habrían atribuido el preciado y raro Gelassenheit, porque Tom es eso: desasimiento, sí, pero con barba ensortijada y sonrisa de pillo. Su carcajada es música preternatural, pedagogía sin doctrina, extraída directamente del hondón telúrico.

Por eso emparenta, y no de lejos, con el Caballero Verde de Sir Gawain, surgido de la fronda húmeda del mito celta. El Caballero irrumpe en la corte de Arturo imponiendo un silencio luminoso (y numinoso) y Bombadil asoma trotando entre las raíces cuando los hobbits pierden la inocencia aldeana. Los dos llevan cargados de aromas arcaicos, de efluvios inexplicables. Ni Bombadil ni el Caballero son dogma, sino misterio. Son figuras liminales, tricksters de la paradoja, herméticos aguafiestas del racionalismo. En el poema artúrico, el bosque es umbral, prueba, desvío del camino recto; en la casa de Tom, el tiempo se disgrega y Frodo vislumbra Valinor como quien recuerda un sueño que aún no ha tenido. Ninguno de los dos explica lo que hace ni por qué está: simplemente están, como las piedras viejas.

Y, sin embargo, no es que Tom sea viejo: es que no entra en el calendario. Por eso los magos se encogen de hombros, los enanos se rascan la coronilla y los reyes guardan un respetuoso silencio. Con su sombrero azul y sus botas amarillas, Tom lleva ahí desde antes del Anillo, desde antes del Concilio, desde antes de que existiera la Comarca incluso. Su presente no es el nuestro, tan fugaz, sino ese otro intacto como una verdad sin nombre que no empieza ni termina.

ARTÍCULOS RELACIONADOS

El cuento griego

Jorge Freire

La Europa de las Luces quiso borrar las huellas de quienes la precedieron. Pero no hay 'logos' sin mito.

COMENTARIOS

(adsbygoogle = window.adsbygoogle || []).push({});
SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME