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Sociedad

Responsabilidad y otras ruinas modernas

La palabra «responsabilidad» suena solemne, casi sacra. Se invoca en cada crisis, rueda de prensa o sesión parlamentaria como si fuera un conjuro capaz de restaurar la confianza. Pero a fuerza de repetirse, se ha vaciado.

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03
diciembre
2025

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La palabra «responsabilidad» suena solemne, casi sacra. Se invoca en cada crisis, rueda de prensa o sesión parlamentaria como si fuera un conjuro capaz de restaurar la confianza. Pero a fuerza de repetirse, se ha vaciado. En la política contemporánea, «asumir responsabilidades» se ha convertido en su opuesto: una forma de escapar de ellas.

No es un fenómeno nuevo, pero sí más visible. En una época de transparencia performativa y comunicación permanente, la responsabilidad ya no se mide por los hechos, sino por el relato. No importa lo que uno haga, sino lo que logre parecer que hace. De ahí el nuevo deporte nacional de «asumir sin dimitir»: políticos que reconocen «errores de comunicación», «fallos en los procedimientos» o «malentendidos administrativos», pero que nunca traducen esas palabras en consecuencias reales. La culpa se disuelve en un océano de tecnicismos, asesores y comisiones internas.

La desaparición del sujeto responsable

Ser responsable implicaba, hasta hace poco, responder. Es decir: dar cuenta ante otros, asumir las consecuencias de los propios actos y, si era necesario, retirarse. Pero en la política de hoy, donde la exposición pública es constante y la penalización inmediata, la estrategia ha cambiado. Ya no se trata de dar la cara, sino de resistir el ciclo mediático. «Sobrevivir 72 horas» a una crisis es el nuevo indicador de éxito: si el escándalo se apaga antes del lunes siguiente, todo sigue igual.

Vivimos en sociedades que han sustituido la ética de la responsabilidad por la estética de la apariencia

Este desplazamiento tiene raíces más profundas. Vivimos en sociedades que han sustituido la ética de la responsabilidad por la estética de la apariencia. Lo que antes era deber, ahora es «gestión reputacional». El político no responde ante la ciudadanía, sino ante su marca personal. Cuanto más se banaliza la responsabilidad, más crece el cinismo: se asume que todos mienten, que todos roban, que todos encubren. En ese contexto, la ausencia de responsabilidad deja de ser un escándalo y se convierte en rutina.

De la voluntad general al cálculo electoral

Rousseau concebía la voluntad general como la expresión del interés común, no de la suma de intereses particulares. Gobernar era un ejercicio moral: buscar el bien común incluso a costa del beneficio propio. La política, en ese sentido, no consistía en gestionar opiniones, sino en orientarlas hacia un horizonte compartido.

Hoy, esa idea suena casi utópica. La voluntad general ha sido sustituida por la voluntad segmentada: algoritmos que dividen al cuerpo político en microaudiencias, partidos que deciden su postura según el sondeo más reciente y dirigentes que se preguntan menos qué es lo justo y más qué es lo rentable. En lugar de representar al pueblo, lo testean. En lugar de deliberar, calculan.

La responsabilidad, entendida a la manera de Rousseau, implica responder no solo ante los votantes, sino ante un principio: el de servir al bien común. Pero ese principio ha sido desplazado por la lógica del mercado político, donde el interés general se ha convertido en un producto adaptable a la demanda. En ese contexto, la palabra «responsabilidad» pierde su anclaje moral y se convierte en un gesto performativo, una excusa con buenas intenciones.

Responsabilidad sin consecuencias

Zygmunt Bauman hablaba de la «modernidad líquida» para describir un mundo donde los vínculos se deshacen. Algo parecido ocurre con la responsabilidad política: se evapora antes de tocar el suelo. Los partidos se comportan como start-ups del poder, donde los errores se «pivotan», las decisiones se «iteran» y los ciudadanos son stakeholders a los que se comunica un plan de mitigación reputacional.

El lenguaje empresarial ha colonizado el espacio público. Ya no hay negligencias, hay «incidencias»; no hay mentiras, hay «narrativas alternativas». La retórica del management ha reemplazado la del deber. Y lo más inquietante es que, en muchos casos, la sociedad lo premia: confundimos la capacidad de resistir con la de ser honesto, la de comunicar con la de reparar.

La irresponsabilidad como síntoma sistémico

La irresponsabilidad no es un defecto moral de individuos concretos, sino una consecuencia lógica de un sistema que premia la impunidad estructural. En un entorno donde las puertas giratorias garantizan salidas doradas, donde las sanciones políticas se diluyen en procesos judiciales eternos y donde el descrédito institucional es tan alto que ya nada sorprende, ¿por qué asumir responsabilidades si no hay coste por no hacerlo?

El resultado es una política anestesiada. Una clase dirigente que no teme perder su legitimidad porque sabe que el descrédito está ya descontado en el precio. Y una ciudadanía que, cansada de exigir, ha rebajado sus expectativas: mientras el escándalo del día no toque su bolsillo o su timeline, sigue adelante.

Recuperar el bien común

Rearmar el sentido de la responsabilidad política exige volver a esa idea fundacional de Rousseau: la política como compromiso con algo más grande que uno mismo. Pero también exige incorporar la mirada que el feminismo lleva décadas recordando: la responsabilidad no es solo rendición de cuentas, sino ética del cuidado. Cuidar de lo común, de los otros, del futuro. Lo contrario del sálvese quien pueda que domina la política actual.

La responsabilidad no es solo rendición de cuentas, sino ética del cuidado

Porque asumir responsabilidad no es aceptar culpa, sino ejercer virtud cívica. Es reconocer que la legitimidad no se hereda ni se compra: se renueva cada día con coherencia, empatía y reparación. La política del cuidado no es una política blanda, sino la más exigente: la que asume que cada decisión afecta vidas reales, cuerpos concretos, territorios agotados.

En un tiempo donde todo se puede externalizar –desde la producción hasta la culpa–, la responsabilidad es casi un acto revolucionario. Porque implica límites, humildad y reparación. Y porque, frente a la tentación de la excusa, exige coraje.

La verdadera responsabilidad política consiste en algo muy simple: responder. No ante los focos, sino ante el pueblo soberano. No para preservar el cargo, sino para cuidar lo común. Todo lo demás –comisiones, declaraciones, «errores de comunicación»– es puro teatro de sombras.

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