'Parthenope'
El absolutismo de la belleza
Sorrentino es un exorcista del exceso. No existe ningún sentido que permanezca intacto tras el visionado de ‘Parthenope’.
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Hay películas delicadas. También las hay sórdidas, provocadoras, serenas o surrealistas. Las virtudes y las potencias de cada objeto cultural dependen de la calidad y la vehemencia de su apuesta, pero rara vez se puede jugar a todo al mismo tiempo. Por más que Wagner soñara con una obra de arte total, para saber crear, que se lo digan a los dioses, es importante saber decir que no.
Hay muy pocas categorías absolutas que sean capaces de concentrarlo todo, porque para hacer algo semejante tendría que ser posible reunir a una cosa y su contrario casi en un mismo átomo. La belleza puede hacerlo. En su dimensión totalizante, no existe rasgo de lo real que no pueda quedar subsumido en la dictadura de la estética. Lo bello no solo es bueno, como defendiera Platón. Lo bello puede llegar a serlo todo, como evidenciaron los fascistas, porque la belleza alcanza a ser como el ángel terrible de Rilke, o como ese amor del que hablara Dante, que se encuentra no solo en el origen de las buenas acciones, sino también de las peores.
Lo trascendente nunca es la obra, sino la verdad que en ella se revela
Sorrentino es un exorcista del exceso y había una belleza más grande que la que pudo imaginar para La grande belleza. Su Parthenope no solo te vence, incluso te rinde voluntariamente ante un universo de verdades y ficciones indistinguibles para las que Nápoles parece convertirse en la capital del Mediterráneo, lo que es tanto como decir que es la capital del mejor mundo que haya existido jamás. Los palazzi desconchados, las aulas antiguas de la Federico II, las actitudes vagamente homéricas, las canciones viejas de aquella Italia romántica y embustera, los altarcillos callejeros o una calesa de Versalles que flota sobre la mar salada. Tantos artefactos nacidos de la mano del hombre se derrumbaban ante la belleza natural de una mujer que convoca y enamora a todas las gracias sidas.
Lo trascendente nunca es la obra, sino la verdad que en ella se revela. Y como aquella prisca philosophia en la que los sabios, brujos y alquimistas soñaron en reunir el todo en lo uno y lo uno en el todo, no existe ningún sentido que permanezca intacto tras el visionado de Parthenope. La convocatoria de esta belleza superlativa es total, hay espacio para la provocación y para el aburrimiento, para la espiritualidad y lo material, para el bien y para el mal. Porque le cabe todo. Y solo quien sepa acoger esa totalidad podrá confesarse indefenso ante ese rasgo divino pero del que incluso supo participar el diablo. Habrá un día en el que la belleza de las palabras y de los actos podrán salvarnos. Pero, hasta entonces, también las más íntimas tentaciones sabrán tomar el hábito y la apariencia de esa categoría total e infinita. Y Sorrentino lo sabe.
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