Opinión

La belleza nos hace libres

La historia humana parece estar marcada por la búsqueda del individuo más apto para la supervivencia. Durante años, así, se ha rechazado la influencia de la atracción puramente estética. Su reivindicación supone no solo un acto de libertad, sino de igualdad: es una elección fuera de todo sesgo de género.

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08
octubre
2021

¿Por qué existes? ¿Por qué, entre tantos potenciales seres que podrían ocupar tu lugar, entre tantos fantasmas no natos –como diría Richard Dawkins– naciste tú? ¿Y tus padres y los padres de éstos?

La explicación convencional es que tus antepasados se reprodujeron porque eran los más aptos: en la feroz lucha por la existencia, tus predecesores poseían unos rasgos ‘psicofísicos’ que les permitieron sobrevivir, como piernas largas para perseguir antílopes o escapar de los leones. Tu estirpe le debe la vida a la selección natural, descrita por Charles Darwin.

Pero el ornitólogo Richard Prum, un ave errante de la teoría de la evolución, quiere poner patas arriba el modelo darwiniano clásico. Después de décadas observando la sofisticación de los plumajes, cantos y vuelos de diversas familias de pájaros, Prum ha concluido que tan importante como la selección natural es la selección sexual. Los animales –sobre todo las hembras– eligen al compañero que subjetivamente más les gusta, no solo a quien objetivamente tiene los mejores genes. Las féminas deciden qué pájaro, pato o primate se reproduce de acuerdo a un criterio estético socialmente construido (y que varía según el contexto). En algunas aves, los rasgos masculinos deseados por las hembras pueden cambiar de un valle al valle contiguo. En los humanos, a su vez, de un barrio a otro.

Según el ornitólogo norteamericano Richard Prum, tan importante es la selección natural como la selección sexual

Darwin lo anticipó también precisamente por no ser un darwinista radical. «La mera contemplación de la cola del pavo real me pone enfermo», decía. Es un ornamento demasiado grande y fastuoso; no es útil para sobrevivir a los depredadores y, sin embargo, ahí está, junto a toda la belleza inútilmente acumulada en la naturaleza. A quienes creen solo en la ley del más fuerte este mundo les reserva una belleza excesiva.

Como adición a la selección natural, Darwin postuló la teoría de la selección sexual. Para eso se enfrentó a sus propias convicciones, pues él partía de la idea que las mujeres eran inferiores a los hombres. Y la Gran Bretaña de fines del siglo XIX, imbuida de la moral victoriana, rechazó frontalmente la teoría según la cual las elecciones personales de las mujeres son clave para la evolución de la especie humana.

Y, así, la selección sexual quedó relegada en los círculos científicos hasta, seguramente no por casualidad, la eclosión del movimiento feminista. En los últimos años, y gracias entre otros a Prum, ha vuelto. Una primera consecuencia de la recuperación de esta teoría es el giro en la percepción del papel evolutivo de las féminas, sobre todo las de nuestra especie.

Las mujeres, y también los hombres, nos seleccionamos los unos a los otros en función de lo que consideramos hermoso

La visión tradicional era que el sexo femenino no tenía autonomía para elegir con quién aparearse. Serían las meras ejecutoras de un plan superior –divino o natural– escrito a fuego en los genes. Las pavas escogen a un pavo real con una cola y unos colores determinados porque esos adornos son señales de que ese macho lleva una buena carga genética, pero aunque eso fuera cierto, las hembras de cualquier especie desarrollan también gustos estéticos independientes. Algunas aves prefieren machos que trazan sinuosos bailes en el aire, mientras otras se inclinan por los que elaboran coloristas decoraciones florales; la razón es, simplemente, que los encuentran más atractivos.

Las mujeres, y también los hombres, nos seleccionamos los unos a los otros en función de lo que consideramos hermoso –un rostro, unos brazos, una voz, unas bromas– en unas determinadas circunstancias. La especie humana pues, es entre otras cosas el resultado de miles de millones de decisiones estéticas (y no estáticas). Mutan lentamente, pero sin cesar, como los gustos musicales, artísticos o la última temporada de primavera-verano. En cada lugar y tiempo imperan unas cualidades estéticas en un equilibrio inestable.

La búsqueda de la belleza, lejos de ser un lujo, es connatural al ser humano. Es una idea bonita, con implicaciones filosóficas y prácticas. Mi mujer no me eligió porque yo fuera el más apto, sano o fuerte, sino porque encontró en mí algo hermoso. No se fijó en mi por mi «calidad genética» o porque mis rasgos sean un fiel mapa de mi sistema inmunológico –gracias a Dios–, sino por algo que ni los genes ni las palabras pueden atrapar; algo tan inefable y tan cierto como un gesto o una mirada que otra persona percibe como bella. La atracción no está programada por un software cerrado, sino inspirada por un ideal de belleza abierto: la belleza nos hace libres.

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