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Los peligros de la nostalgia

Cualquier tiempo pasado fue mejor… O no

Pasamos horas con el móvil, hacemos varias cosas a la vez y nos cuesta leer un texto largo. ¿Las nuevas tecnologías nos han robado el tiempo o es solo una percepción?

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06
octubre
2025

Tras darse cuenta de que había estado dedicando horas a estar con su móvil sin hacer nada en concreto, Rocío García Vijande escribió una carta a la directora de El País, con una reflexión: «antes, cuando no existían los móviles ni Internet, esas horas se llenaban de vida. Se hablaba sin interrupciones, se leían libros con calma, se escribían cartas. Había tardes de paseo, de juegos, de aprendizaje. Las horas no se evaporaban; se usaban». Su carta se volvió viral. Es normal identificarse con ella. ¿Quién no ha perdido una tarde entera viendo memes y vídeos sin sentido? «Si no le regalara mis horas a las pantallas quizás escribiría más, tocaría un instrumento, tendría conversaciones sin mirar de reojo el móvil», añadía.

El problema de la concentración

Aunque hay tantos estudios sobre el tema que las cifras varían, en general, se estima que miramos el móvil más de cien veces al día y, casi siempre, mientras hacemos otra cosa. A menudo lo combinamos con otras pantallas: en Reino Unido se calculó que, durante un programa de televisión de media hora, lo consultamos unas ocho veces. Ese gesto aparentemente inocente no lo es tanto. Por ejemplo, investigaciones con adolescentes han mostrado que usar el teléfono en clase fragmenta la atención, multiplica las distracciones y acaba repercutiendo en la memoria y el aprendizaje.

En 2015, un informe de Microsoft se hizo muy popular al afirmar que, en apenas cinco años, nuestra capacidad de concentración había caído de 12 a 8 segundos. El dato ha sido muy cuestionado, pero la alarma que generó revelaba algo cierto: vivimos entre estímulos diseñados para captar nuestra atención de inmediato. Las marcas lo saben bien: compiten en un mercado saturado y necesitan engancharnos en un instante. Para conseguirlo, aprovechan lo que saben de nuestras vidas –gustos, intereses y rutinas– y, así, nos enganchan el mayor tiempo posible.

Numerosos estudios sugieren que el uso intensivo del ‘smartphone’ puede afectar a nuestra capacidad de atención sostenida

Johann Hari, autor de El valor de la atención, explica que, aunque hay muchas cosas que podemos hacer para mejorar nuestra atención, también hay «fuerzas grandes y poderosas que nos la han robado». Nuestra atención es un gran negocio para las marcas y, por eso, nuestros datos valen tanto.

La culpa, más que de los móviles, es de un sistema que quiere que siempre estemos produciendo, incluso cuando nos relajamos viendo vídeos de TikTok. La tecnología no es mala ni tenemos que renunciar a ella, pero sí necesitamos preguntarnos cómo queremos usarla. «El debate es: ¿qué tecnología se diseñó y con qué fines? ¿Trabaja en interés de quién? Quiero tecnología que funcione a nuestro favor para mejorar nuestras vidas, no tecnología que funcione en nuestra contra para enriquecer aún más a Mark Zuckerberg y Elon Musk», afirma Johann Hari.

A pesar de todo, leemos

¿Pero es todo tan malo? A pesar de que nos cueste concentrarnos en una sola tarea, también hemos desarrollado nuevos hábitos y leemos cada vez más. Según el último Informe de Hábitos de Lectura y Compra de Libros en España, siete de cada diez personas son lectoras de libros (70,3%). La lectura por ocio en el tiempo libre alcanza casi dos tercios de la población (65,5%) y la lectura por motivos laborales o educativos llega al 25,2%. En 2024, la media anual fue de 11,8 libros por persona.

Si ampliamos la mirada más allá de los libros, el dato resulta aún más significativo: el 95% de las personas mayores de 14 años lee algún tipo de material –impreso o digital– al menos una vez al trimestre. También han cambiado los formatos: para casi la mitad (49,3%) el último libro leído fue en papel rústico, un 30,3% lo hizo en formato de bolsillo, el 19% en formato electrónico y un 1,4% en audiolibro. Es decir, la lectura no desaparece: se diversifica y se adapta a nuestras rutinas y dispositivos.

Además, la evolución es positiva: en la última década, los índices de lectura han crecido de forma sostenida. A pesar de la irrupción de las pantallas, la lectura sigue siendo un hábito vivo y en transformación.

Un ejemplo paralelo de cómo cambian los hábitos culturales lo encontramos en la radio, con el auge de los pódcasts, y en la televisión, con la ampliación de canales y la llegada de las plataformas. Según un estudio de Nadia Alonso López, doctora en Comunicación por la Universitat de València, desde la llegada de la TDT en 2005 –el mismo año en que llegó YouTube– el consumo televisivo aumentó progresivamente hasta los 246 minutos diarios por persona en 2012. Este crecimiento se debió, en parte, a la proliferación de canales y a la crisis económica, que incrementó el tiempo libre disponible. Entre 2012 y 2016, el consumo descendió hasta 230 minutos diarios, vinculado a la recuperación económica, la reducción del paro y el uso creciente de dispositivos que permiten ver contenidos de forma asincrónica.

Durante el confinamiento, el consumo de la televisión llegó a máximos históricos, pero después, volvió a caer y ahora se sitúa en los 171 minutos diarios. Aunque la televisión tradicional sigue teniendo mucho peso, la llegada de plataformas como Netflix ha transformado nuestros hábitos de consumo. Estos cambios muestran también cómo el uso de nuestro tiempo está condicionado por el contexto social y económico del momento.

Entre la nostalgia y el presente

Mirar atrás con nostalgia puede confundirnos. Añoramos una infancia sin tanto postureo, con ropa heredada de hermanas o primos mayores y juegos al aire libre de los que apenas tenemos fotos. Hoy, en cambio, los móviles parecen restarnos libertad de movimiento y robarnos parte de esa espontaneidad. Sin embargo, olvidamos que en aquel pasado también había limitaciones, que también pasábamos horas delante de un televisor con muy pocos canales y que el presente ofrece otras oportunidades.

Frente a la nostalgia, conviene recordar que en el pasado había desigualdades en el acceso a la cultura y a la información

Frente a la idea nostálgica de un pasado idílico sin pantallas, conviene recordar que también entonces había desigualdades en el acceso a la cultura y a la información. La tecnología, con todos sus riesgos, ha ampliado nuestra mirada y multiplicado las posibilidades de acceso a formación, libros, películas, música o series. Además, la digitalización ha aumentado nuestra productividad: nos permite coordinar equipos a distancia, resolver dudas en segundos o contrastar diversas fuentes con un clic. Como en casi todo, no se trata de buenos o malos absolutos, sino de cómo usamos estas herramientas.

Por otro lado, las tecnologías han favorecido la democratización de la información y la creación de contenidos. Nos ofrecen la posibilidad de conectar con personas de cualquier parte del mundo, generar redes y asociaciones y visibilizar problemas que habían sido ignorados por los discursos hegemónicos.

Claro que los riesgos son reales –la difusión de noticias falsas, los mensajes de odio o la manipulación algorítmica–, pero también contamos con nuevas herramientas para contrarrestarlos y con una ciudadanía más crítica y consciente que empieza a exigir transparencia y responsabilidad.

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