Opinión

No más Pompeyas

Estas semanas la actualidad política va desplazando poco a poco la trascendencia mediática de lo que pasó –y está pasando– en Valencia. Incluso la batalla política opaca la realidad a que se enfrentan cada mañana los valencianos que lo han perdido todo.  Pensemos en ellos cuando, en estas fechas, nos sentemos con los nuestros.

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19
diciembre
2024

Contaba Bulwer-Lytton en su magnífico relato sobre los últimos días de Pompeya cómo los pompeyanos disfrutaban de la vida vibrante y próspera ajenos a la tragedia que les acechaba por un Vesubio enfurecido, «como un hombre que duerme tranquilo al borde de un precipicio, sin sospechar el abismo que se cierne sobre él».

Pero Pompeya no solo no era intocable ni eterna, sino que ya había sufrido entremeses de destrucción. La tierra ya había temblado bajo sus pies y El Monte había rugido con fuerza antes. Pistas había, aunque la aniquilación de una ciudad bendecida por unas infraestructuras espectaculares era el elefante en la habitación que nadie quería ver.

Cuando los profesionales que saben, los de la AEMET, avisaron del peligro que suponía la DANA maldita del 29 de octubre, pocos hicieron caso. Y es muy probable que usted, que está en la tranquilidad y ajetreo de su vida diaria, escuchase eso del «aviso rojo» sin prestar atención especial. Porque ahora, casi dos meses después, se nos ponen los pelos como escarpias, pero hace meses, cuando unas alertas sonaron en nuestros móviles y luego no ocurrió el cataclismo universal, muchos se tomaron a filfa las recomendaciones de la AEMET, de Protección Civil y del gobierno autonómico de turno. Las redes se llenaron de memes y memos que se quejaban de la intromisión en la intimidad que suponía que hubiese quien velara por su vida. Qué cosas.

Pero lo del 29 de octubre no fue normal. Superó las peores previsiones y, lo que es peor, nos cogió con la guardia baja y los peores gobernantes posibles. La construcción de viviendas en zonas inundables, la dejadez burocrática y de inversión que suponía hacer frente al barranco del Poyo eran el chup chup de un guiso a punto de hacer estallar la olla exprés. Nadie quería mirarlo de frente, como si eso se fuese a solucionar solo, como si la naturaleza castigada y un Mediterráneo caliente no estuviesen echándole suficientes brasas al cazo.

Nadie quería mirarlo de frente, como si eso se fuese a solucionar solo, como si la naturaleza castigada no estuviese echando suficientes brasas al cazo

Hay honrosas excepciones. Alcaldes y alcaldesas que sí hicieron su trabajo y fueron prudentes, que pensaron en el «por si acaso». Pero un alcalde tiene las competencias que tiene y es el último mono de una cadena que empieza mucho más arriba, donde se toman esas decisiones que llevan a la gente al desastre o a la salvación. Los que con su pulgar hacia arriba o hacia abajo tienen la última palabra.

A las tres de la tarde de aquel 29 de octubre ya se buscaba a la primera persona desaparecida. Era José, un camionero de 64 años oriundo de Cuenca pero que vivía en Valencia. Estaba a punto de jubilarse y ese martes se dirigía a l’Alcúdia a un vivero. No pudo hacer su ruta. El agua le sorprendió, se bajó del camión (probablemente a pedir ayuda) y el torrente se lo llevó metros abajo del Barranco del Prado, en Guadassuar.

A esa hora, Carlos Mazón estaba comiendo en un restaurante un tomate con ventresca, unas setas de temporada, regado todo con una botella de vino y coronado con una tarta a compartir con su comensal, una periodista que no tiene la culpa de nada pero a la que estaba ofreciendo la dirección de la televisión autonómica.

Dice el presidente autonómico que estaba informado al detalle de lo que ocurría. Si esto es así, sabía ya que había ancianos en la residencia de Carlet con el agua sepultando la mitad de sus sillas de ruedas, que en Ribaroja de Turia ya había casas inundadas, que se había desbordado el barranco de La Pobla Llarga, que la N-III estaba inundada y cortada al tráfico entre Utiel y Requena o que los trenes Madrid-Valencia ya no podían circular.

Pero Mazón siguió con el postre. Se había convocado un gabinete de emergencia (ahora todos sabemos ya qué es eso del CECOPI), pero en el que él consideró que no tenía que estar. No allí, pero sí en el reservado de un restaurante intentando sacar consejo de una profesional sobre cómo tener una buena oratoria. Hasta casi las cinco y media de la tarde.

A esa hora, entre tiramisú, café y charla «profesional», José, el camionero, ya no volvería a sacar la cabeza del lodo y pasaría a engrosar la tétrica cifra de 230 víctimas mortales que se cobró la DANA.

Pero ni siquiera después de eso, ni después del aviso de la Confederación Hidrográfica del Júcar de que la presa de Forata estaba a punto de reventar de tanta agua, consideró el President relevante su presencia en el CECOPI, ni siquiera por videoconferencia. Se marchó a su despacho.

Lo de después ya lo conocen ustedes. Excusas institucionales, un organismo que se centra en un punto crítico mientras obvia otro mortífero, un ejército que no llega hasta tres días después, diputados votando sobre los consejeros de RTVE mientras se ahogaban decenas de valencianos, personas incomunicadas en sus casas durante más de un mes, una marabunta de voluntarios y una corriente de indignación, impotencia y rabia difícil de gestionar y fácil de entender.

Excusas institucionales, un organismo que se centra en un punto crítico mientras obvia otro mortífero, un ejército que no llega hasta tres días después

Esta semana, 44 días después de que la lengua furiosa de fango, cañas, agua y enseres arrasara más de medio centenar de municipios valencianos, Meri acudió con sus botas sucias al Congreso de los Diputados y dijo algo en la puerta, en el asfalto limpio de Madrid, que debería avergonzar a quienes no podrán quitarse la mancha jamás, por mucho que froten. «Yo no sé nada de la presa de Forata. Yo lo que sé es que mi padre no está». Pedía explicaciones. Por qué nadie les avisó y por qué, después del tsunami marrón, les dejaron abandonados como a perros.

¿Quién puede responder a Meri? ¿Quién puede quitarle del corazón la sensación de desamparo? ¿Cómo puede pasar esto en un país como el nuestro, rico, desarrollado y próspero? ¿Por qué nadie se hace responsable? ¿Cómo es posible que aún no hayan llegado las ayudas? ¿De verdad debemos temer lo peor, visto lo visto en tragedias naturales anteriores como la erupción del volcán de La Palma?

Estas semanas la actualidad política va desplazando poco a poco la trascendencia mediática de lo que pasó –y está pasando– en Valencia. Incluso la batalla política opaca la realidad a que se enfrentan cada mañana los valencianos que lo han perdido todo. Pensemos en ellos cuando, en estas fechas, nos sentemos con los nuestros. Pensemos en qué sillas lo harán ellos, cuántos platos tendrán que retirar y con qué perspectivas de futuro afrontarán 2025. Pensemos en su tos constante, en sus pulmones llenos de barro y en los ojos secos de lágrimas.

Decía Robert Harris: «Nos consideramos seres invencibles, como si fuéramos los amos de la naturaleza. Pero en un instante, todo puede desmoronarse».

No queremos más Pompeyas.

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