Moderaditos
No hay nada más radical que la mesura bien entendida. En las páginas de su último ensayo, ‘Moderaditos’ (Debate), el filósofo Diego S. Garrocho constata que, en un contexto profundamente marcado por la irracionalidad identitaria, la moderación es, ante todo, un acto de valentía política.
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La moderación se ha considerado tradicionalmente como una virtud, timbre de mesura y cierta distinción. Sin embargo, en algunos contextos, las actitudes contenidas y prudentes también han sido objeto de críticas, en ocasiones justificadas. Si debemos abordar la defensa de los derechos humanos o censurar una práctica cruel, ciertas formas de moderación podrían resultar decepcionantes. Hay circunstancias que exigen posiciones vehementes y radicales, y es innegable que bajo la coartada de la moderación se intentan esconder, a menudo, posiciones equidistantes ante dilemas que requerirían asumir actitudes mucho más decididas. La tibieza, la prudencia o la conciliación pueden ser aliadas de las peores prácticas si se disponen de forma sesgada u oportunista. Sería absurdo que alguien se opusiera con moderación a la pena de muerte o que un partido político ensayara una defensa tibia de las garantías constitucionales. De ambos absurdos, por cierto, existen precedentes. Y no tendríamos que ir a montañas ni a desiertos muy lejanos para encontrarlos.
Creo, pese a todo, que la vehemencia o incluso cierta radicalidad en algunos planteamientos no están reñidas con la moderación, sino con su simulacro. El moralista LaRochefoucauld ya escribió en 1665 que la hipocresía es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud, y parece obvio que quienes intentan escamotear su responsabilidad bajo la coartada de la moderación encarnan cualquier cosa menos una actitud ponderada. Ninguna virtud debería sucumbir ante el abuso de sus trampantojos, y la moderación bien entendida siempre será compatible con las firmes convicciones y con la asertividad en temas que así lo requieran.
El término intenta desacreditar cualquier posición política que decepcione, en su mesura, a quien profiere el insulto
Frente a esta crítica, sólida y fundada, en el último tiempo ha proliferado otra que parte de un principio muy distinto de los que suelen inspirar una objeción justificada. La expresión no es ni mucho menos nueva, pero sí ha cobrado una renovada vigencia a través del uso de las redes sociales. En la antigua Twitter, así como en columnas de prensa o en polémicas más o menos alimentadas de forma artificial, se ha extendido el término «moderaditos» para intentar desacreditar cualquier posición política que decepcione, en su mesura, a quien profiere el insulto. El moderadito, para sus críticos, no es un representante de la contención ni de la prudencia, sino una suerte de hipócrita timorato que no es capaz de defender sus principios con el fuste y la rotundidad que al acusador le gustaría que mostrara. El moderadito, siempre según este diagnóstico parcial, sería un acomplejado incapaz de llevar hasta las últimas consecuencias sus propios principios para negociar con un adversario imaginario los fundamentos de sus creencias.
El término «moderadito» ha arraigado, sobre todo, en círculos conservadores normalmente cebados por la cobertura y el confort epistémico que brindan las cámaras de eco. En la izquierda también se hacen acusaciones semejantes contra quienes defienden posturas más o menos conciliadoras y el lenguaje testosterónico se ha hecho presente entre los que se dicen progresistas.
Recordemos, por ejemplo, que en 2016 Pablo Iglesias retó a Pedro Sánchez a pronunciarse, «si tenía agallas», sobre un eventual apoyo a Mariano Rajoy; apoyo que, por cierto, no solo no se prestó, sino que su negativa acabó impulsando la carrera política del hoy presidente del Gobierno. El propio Sánchez no es ajeno a ese discurso gonádico y valentón, pues en septiembre de 2023 él mismo apeló a las agallas de sus barones –a los que ha llegado a tildar de «baroncitos», habría que preguntarse si el término lo imaginó con be o con uve– a la hora de criticar el concierto económico catalán en un Comité Federal del Partido Socialista.
Quienes critican la moderación olvidan que hay personas que no suscriben las formas radicales o sus tesis no por cobardía, sino por estricto rechazo o repugnancia intelectual
Aunque puedan compartir ciertos rasgos semejantes, el uso despectivo del diminutivo para desprestigiar a la moderación incorpora matices específicos que no están presentes en los otros discursos pretendidamente corajudos. La exhibición de una fingida valentía y la hipertrofia de los gestos que expresan una supuesta bravura ideológica forman parte del elenco ritual que acompaña a quienes critican la moderación, hasta tal punto que llegan a conceder un protagonismo específico al atrevimiento como virtud política. Según estos críticos, por ejemplo, si alguien conservador está dispuesto a escuchar y a ponderar las razones de sus adversarios ideológicos, lo estará haciendo por pura apariencia y nunca por una convicción genuina en el valor del disenso. El moderadito se retrataría, pues, como un blando o un pusilánime incapaz de competir en coraje y principios con quien sí se muestra abiertamente radical. Recordemos, además, que el apelativo «moderadito» siempre se emplea en el interior de una misma familia ideológica y jamás podría saltar de orilla: es la derecha radical la que tilda de «moderadita» a esa otra supuesta derecha incapaz de asumir sus hipótesis más ultramontanas. En tiempos, Vox, recuérdenlo, llegó a hablar de la «derechita cobarde» para referirse al Partido Popular. Del mismo modo, en el espectro progresista, la moderación reformista será interpretada como una concesión al enemigo y como una forma de debilidad.
Quienes critican la moderación olvidan que hay personas que no suscriben las formas radicales o sus tesis no por cobardía, sino por estricto rechazo o repugnancia intelectual. Por ejemplo, si desde el espectro conservador alguien expresa que es conveniente preservar la dignidad de las personas migrantes y desarrollar políticas públicas destinadas a atender las necesidades de quienes llegan a nuestro territorio, el «radicalito» considerará que el «moderadito», sencillamente, no se atreve a abrazar sus políticas xenófobas. Es más, el radical sospecha que la persona moderada piensa, en el fondo, como él y que, sin embargo, la corrección política y el miedo al qué dirán llevan al taimado moderado a no atreverse a expresar su verdadera convicción.
Este texto es un fragmento del libro ‘Moderaditos’ (Debate, 2025), de Diego S. Garrocho.
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