Erik el Rojo, inventor de Groenlandia
Con mapa vikingo o sin él, a los islandeses les gusta sostener que Erik Thorvaldsson (siglos X-XI) fue el primer explorador de los mares e islas al oeste de Islandia. Para quienes exploraban esos mares nórdicos, los bancos de bacalao fueron su acicate principal.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2024
Artículo
En los inicios de la colonización europea de América, los negocios y la codicia fueron motivos poderosos para enrolarse en aquellas expediciones de visionarios y aventureros. Atravesaban un mar desconocido en condiciones muy precarias, acosados por el escorbuto, la malnutrición, el tifus y los piojos. Pero las miserias del viaje hacían más brillantes sus sueños: aspiraban a abrir nuevas rutas para las especias, a encontrar minas de oro y plata, a enriquecerse con el comercio de productos exóticos y a saquear un vasto territorio sin ley. Los pioneros [europeos] en lo que hoy llamamos América Central y Sudamérica no encontraron todo lo que esperaban —allí no estaban las islas de la Especiería—, pero sí muchas otras cosas de su interés. También tuvieron que vérselas con selvas inhóspitas, nativos enfadados y enfermedades tropicales.
Echemos ahora un ojo a lo que sucedía más al norte.
Para los que exploraron el mar de Terranova y Labrador en el siglo XVI, los bancos de bacalao fueron su acicate principal. Quizá hubo unos visitantes previos, a los que interesó más la caza y las pieles que el pescado: en las fábulas nórdicas se encuentran, según interpretaciones recientes, las pruebas de que los adelantados en estas costas fueron los vikingos. Para respaldar el relato mítico, se afirma que fundaron un asentamiento en el norte de Terranova, en L’Anse aux Meadows, un lugar donde quizá hubo un campamento indio o vikingo o vaya usted a saber. Se ha discutido mucho sobre la correcta lectura de los escasos restos arqueológicos de la zona, descubiertos en 1960. La Unesco los declaró Patrimonio de la Humanidad en 1978. Lo que pueden ver hoy los visitantes son atrevidas reconstrucciones, que algunos científicos prudentes consideran una «Disneylandia vikinga». No conocemos la verdad histórica, pero al repasar las conjeturas publicadas nos pasa por la cabeza la frase de aquel personaje de una película mexicana: «Confiar es bueno, pero no confiar es aún mejor».
Desde mediados del siglo XX dio vueltas por anticuarios y universidades un mapa, presuntamente muy anterior a Colón, donde se mostraba con detalle la isla de Terranova, denominada Vindland en el mapa. Parece ser que Vindland quiere decir Tierra de Vino, pero todos conocemos fincas más soleadas que la inhóspita Terranova para plantar viñedos. El mapa es un pergamino doblado, de 40 x 28 cm, de origen incierto. Llegó de manos oscuras a un anticuario y fue comprado por un filántropo. El dibujo de las costas de Vindland demostraría que los navegantes nórdicos exploraron las costas de lo que hoy llamamos Norteamérica décadas y siglos antes de la llegada de Colón a Guanahaní. Se decía que el mapa era una copia de otro del siglo XIII y sorprendía el acierto con el que estaba trazada Groenlandia, pues aparecía como una isla a pesar de que entonces nadie había recorrido y cartografiado sus costas. En realidad, la certeza de que Groenlandia es una isla no existió hasta finales del siglo XIX, gracias a las expediciones de Robert Peary.
En las fábulas nórdicas se encuentran las pruebas de que los adelantados en estas costas fueron los vikingos
El documento estuvo siempre bajo sospecha: se llegó a señalar a un jesuita alemán como autor de la falsificación. Los especialistas dedicaron años a analizar tintas, fibras, pigmentos y óxidos. Compararon los rastros dejados por los insectos con los rastros de otros pergaminos de la misma época, buscando probar o descartar su autenticidad, pero sin llegar a conclusiones definitivas. Había muchas ganas de que el mapa fuera auténtico: suponía una revelación extraordinaria sobre los primeros europeos en América. Además, su aparición coincidió con las excavaciones arqueológicas en L’Anse aux Meadows. Era como si el zapato de Cenicienta encontrara el pie en el que encajaba a la perfección. La prensa publicó que el mapa estaba valorado en 25 millones de dólares.
Pero las últimas noticias y los actuales procedimientos de análisis revelan que las evidencias de falsificación pesan más que el entusiasmo de los crédulos. Un escritor escocés, John Paul Floyd, estudió el asunto detenidamente en su libro A Sorry Saga y asegura, con pruebas, que el mapa carece de valor. Está dibujado tardíamente sobre un pergamino (que es auténtico, del siglo XV), pero el mapa en cuestión se trazó en pleno siglo XX. La presencia de óxidos de titanio en la tinta lo delatan. El tesón detectivesco de Floyd lo llevó a conocer incluso el origen del pergamino: forma parte de unos documentos robados de la Seo de Zaragoza por traficantes profesionales.
La Universidad de Yale informó en 2021 a través de su experto Raymond Clemens de que no les quedaba ninguna duda razonable: el mapa es falso. En la actualidad se conserva en una biblioteca de Yale, como curiosa muestra de falsificación histórica y como aviso para futuros historiadores. Casi nadie cree hoy en su autenticidad, aunque algunos no se resignan.
Con mapa vikingo o sin él, a los islandeses les gusta sostener que Erik Thorvaldsson (siglos X-XI), al que conocemos como Erik el Rojo, fue el primer explorador de los mares e islas al oeste de Islandia. O el segundo, si contamos a Snaebjörn Galti (siglo X), que murió asesinado cuando trataba de crear una colonia en Groenlandia.
A Erik no le faltaban méritos como navegante y fue el primero que exploró Groenlandia con cierto éxito. Lo hizo como parte de su exilio, pues tuvo que abandonar su país, condenado por su participación en varios asesinatos. Hubo otros que hicieron antes esa ruta, si hacemos caso a las tradiciones nórdicas. Alguno de ellos, como el pionero Gunnbjörn Ulfsson(siglos IX-X), seguramente no supo nunca dónde estaba, en el supuesto de que llegara a alguna parte.
Erik el Rojo dejó su nombre asociado a los mares que serían una enorme despensa bacaladera para la Europa posmedieval
En cualquier caso, Erik pasó tres años castigado en la inhóspita isla, a la que dio nombre. La bautizó como Tierra Verde —eso es lo que quiere decir Groenlandia— y, al regresar, usó tan imaginativo nombre para convencer a sus paisanos islandeses de que acababa de encontrar una tierra fértil y feliz, de la que manaba leche y miel, todo un edén para futuros colonos. Es probable que muchos islandeses estuviesen hasta el gorro de nieve y glaciares —el nombre de Islandia significa Tierra de Hielo— y que Tierra Verde les sonara de maravilla. Podría estudiarse como ejemplo de marca exitosa en la Edad Media, aunque no sea un modelo de ética publicitaria: casi nada es verde en Groenlandia. Pero un nombre tan prometedor sirvió para empujar a algunos desgraciados a convertirse en ilusos pioneros de un territorio áspero y gélido. Quizás alrededor del siglo X el clima fuera algo más benigno en Groenlandia de lo que es ahora, pero llamarla Tierra Verde parece un poquito exagerado.
En aquella altura, el bacalao era ya un alimento imprescindible no solo para la economía, sino para la vida misma del pueblo vikingo. Los inviernos interminables y los muchos días sin apenas ver la luz del sol habrían acabado con los pobladores, causándoles todo tipo de enfermedades relacionadas con la falta de vitaminas, si no fuera porque el bacalao —con su hígado y sus huevas— suponía una poderosa dosis extra de nutrientes. Además, el bacalao secado al aire, generoso en proteínas, podía conservarse durante meses (y años) y era una mercancía interesante para el comercio o el intercambio. Por si fuera poco, podía comerse crudo, sin necesidad de cocinar, lo que era muy útil a bordo de los barcos.
Y los vikingos aprovecharon todas estas virtudes.
Uno de los cuatro hijos de Erik, Leif Erikson, navegó hacia el oeste, más allá de Groenlandia y llegó —o no— a Terranova, lugar del que se dice que ya tenía noticias a través de otros navegantes noruegos. Si es así, pudo ser el primer europeo que pisó América, quinientos años antes que Cristóbal Colón. Pero no se fíen mucho. Para los más entusiastas de esta teoría, varios estados y ciudades de Estados Unidos celebran cada 9 de octubre el Día de Leif Erikson, en el que se festeja el «descubrimiento» y la contribución de las comunidades nórdicas a la prosperidad americana.
En la Saga de Erik el Rojo y la Saga de los Groenlandeses, relatos escritos tres siglos más tarde, algunos investigadores quieren ver una narración fidedigna de los viajes y hallazgos de Erik y su familia. Otros no se atreven a tanto. Pero Erik el Rojo dejó su nombre asociado a los mares que serían una enorme despensa bacaladera para la Europa posmedieval.
Este texto es un extracto del libro ‘Un bacalao por bandera’ (Rosamerón), de Xosé Cermeño.
COMENTARIOS