ENTREVISTAS

«Nuestra Transición es la revolución liberal sin violencia»

Javier Gomá (Bilbao, 1965) apuesta por la educación del corazón frente al exceso normativo y por el entusiasmo sincero de aspirar hacia el ideal. Atentos.

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03
febrero
2015

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Su exquisita conversación (por el modo en que teje sus argumentos, la delicadeza con la que escoge las palabras, el sosiego con el que habla), unida a lo hermoso de sus formas, intimida. Aunque suene pedestre, descubrir que usa calcetines a rayas le confiere un rasgo mundano que reconforta. Nos recibe en su despacho, desde el que dirige la Fundación Juan March, para hablar de su última publicación, Tetralogía de ejemplaridad (Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo, Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible). Javier Gomá (Bilbao, 1965) apuesta por la educación del corazón frente al exceso normativo y por el entusiasmo sincero de aspirar hacia el ideal. Atentos.

A estas alturas, ¿queda algo de ejemplar en la sociedad española?

Suelo distinguir entre el ejemplo y la ejemplaridad; el ejemplo son los hechos que observamos, hechos morales positivos o negativos, el ejemplo virtuoso de tal persona, el ejemplo deshonesto de esta otra, pero la ejemplaridad no existe, si por existir entendemos algo que sea tangible, que puedas oler, tocar o saborear, sino que tiene la existencia de los ideales morales. No existe nadie que encarne el ideal de la ejemplaridad; a lo largo de la Historia de la Filosofía, se han propuesto ideales: Aristóteles, el ideal del hombre prudente; Kant, el ideal del hombre autónomo; Nietzsche, el del superhombre… pero el ideal del prudente absoluto, del autónomo absoluto, del superhombre absoluto, si bien definido con exactitud en la literatura filosófica, no existe, no te puedes tomar un café con él. No es que no exista en nuestra sociedad, sino que no existe en ninguna. En cuanto al ideal moral que anida en el corazón de la ciudadanía o en los ojos de la mente, defiendo que la ejemplaridad está muy viva, porque es el motor o la instancia que nos permite escandalizarnos. Solo en la medida en que en nuestra conciencia está muy vigente el ideal de la ejemplaridad, podemos hacer el contraste entre la realidad que contemplamos y el ideal que tenemos en la mente y, al comprobar que la distancia entre uno y otro es muy grande, te conmocionas y escandalizas. Es decir, hay mucha corrupción, pero también mucha ejemplaridad porque nos escandalizamos.

¿Y por qué siempre encontramos una distancia espeluznante entre el ser y el deber ser?

Me gusta distinguir entre realidad y actualidad. La actualidad es lo más aparente que existe. A la filosofía le interesan los procesos estructurales permanentes, lo que tiene que ver con la condición humana. La «operación membrillo» o la «operación jaula», o como se llame el nuevo caso de corrupción que se ha destapado esta mañana, no digo que no sea elocuente de la sociedad española, pero la meditación filosófica requiere tiempo. Pienso, además, que muchas cosas que nos escandalizan merecen una lectura en varias direcciones. Por ejemplo, nos escandalizamos de los políticos y está bien que así sea, porque no tienen una responsabilidad distinta del resto de la ciudadanía, pero sí una responsabilidad mayor. Todos somos responsables de nuestro ejemplo, porque produce un impacto moralizador o desmoralizador en nuestro círculo de influencia. Por tanto, todos los ciudadanos somos responsables de que nuestro ejemplo produzca un efecto virtuoso, cívico, responsable. Como los políticos tienen un círculo de influencia mayor o más intenso, su responsabilidad es mayor. Además, su cargo está basado en la confianza, y la confianza exige una línea de conducta que merezca e inspire esa confianza. Ahora bien, hace poco se hizo público un informe según el cual había en España entre un 25 y un 30 por ciento de economía sumergida. ¿Qué es peor, sacar dinero del bote o no meter dinero en el bote? Nos escandalizamos cuando alguien coge dinero ya ingresado en la Hacienda Pública, pero hay un 30 por ciento de dinero que, debiendo tributar, no lo hace, dinero que el Estado deja de ingresar y que iría destinado a mejorar y satisfacer las necesidades sociales de acuerdo con la redistribución que son los Presupuestos Generales. Tenemos mayor tolerancia para la gente que no mete dinero en la caja, por eso hay que atemperar el discurso, escandalizarse, pero no tanto como para formar odio o furia hacia el político sin ningún atisbo de autoexamen.

¿La España del XXI es más corrupta que la de antaño?

La dictadura es un régimen corrupto por sí mismo, estructuralmente corrupto, porque un dictador convierte no en ciudadanos, sino en súbditos, a toda la población, puesto que tienen un tutor que les impide ser mayores de edad para tomar decisiones en determinados aspectos. La sociedad española de los años 70, 80 y 90, en el ámbito político, económico y empresarial, era muy cerrada. Todos tenemos la imagen del puñado de banqueros que en los años ochenta se reunían en torno a la mesa y decidían cuáles eran los tipos de interés de la política financiera de este país; ahora hay más competencia, más apertura, más transparencia y más intolerancia ante las corrupciones. Algunas de las corrupciones que ahora nos escandalizan formaron parte durante mucho tiempo de las reglas de juego de la política, de la sociedad, por eso han pillado a tantos responsables con el pie cambiado. El sobreentendido es que formaban parte de la reglas de juego. En una situación de crisis, en la que además el dolor está mal repartido, la corrupción produce una enorme indignación. Pero no me parece más corrupta la España de 2014 que la de hace diez años, al contrario, está en una catarsis general de una situación que formaba parte de las reglas del juego. En los años 80, el Estado tuvo que tomar  medias contra personajes populares que no pagaban el IRPF.

Y, después de esa catarsis, ¿la corrupción dejará de ser un mal endémico? 

En la condición humana están determinados comportamientos reprochables; para mí, la principal solución a la corrupción no son más leyes coactivas, sino, utilizando un concepto de Tocqueville, la educación del corazón. La ley no te puede obligar a ser decente ni a ser honesto, porque estas cualidades tienen que ver con decisiones íntimas sobre qué tipo de persona quieres ser. La primera solución a la corrupción sería que pudiéramos conseguir una sociedad en la que a la gente le apetezca lo bueno sin necesidad de premio y le repugne lo malo sin necesidad de castigo; esa sociedad, dotada de buen gusto, conformaría la mayoría selecta, no una minoría selecta que pretende regenerar al resto de la sociedad llamada masa, sino una sociedad enteramente llamada a la ejemplaridad, a la virtud pública y a la responsabilidad y dotada de ese buen gusto, de esa educación del corazón que quiere lo bueno y repugna lo malo. Por otra parte, hay experiencias colectivas, y España ha sido un país en el que ha habido muy insuficiente educación para la libertad como experiencia colectiva, en comparación con Inglaterra, Francia o los países escandinavos, que han sido capaces de evolucionar de sistemas autoritarios a sistemas democráticos abiertos y liberales. Ten en cuenta que todas las revoluciones liberales en España han fracasado. Nuestra Transición es la revolución liberal sin violencia. Hacer una experiencia colectiva de la libertad requiere tiempo, y nosotros llevamos poco. Aparte de la educación del corazón y de la experiencia colectiva, para acabar con la corrupción ha de haber un sistema y un marco jurídico adecuado que regule unas instituciones que se vigilen mutuamente, separación de poderes…

¿Qué nos enseñará esta crisis?

Sirve de catarsis. No es la panacea, pero sí dejará la convicción de que determinados comportamientos que eran tolerables en los años 80 y 90, aun cuando volviera la prosperidad, ya no se darían, serían inaceptables, comportamientos del nuevorriquismo, dinero fácil y exhibido… Está habiendo un aprendizaje colectivo a través el dolor; ahora bien, insisto, la condición humana seguirá siendo la que es, debe trabajarse sobre ella para educarla, y están pendientes reformas legislativas e institucionales que establezcan un marco de convivencia donde la corrupción sea menos viable y mucho más difícil.

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¿Aquiles hizo lo correcto al preferir la gloria a la longevidad?

Absolutamente sí. En realidad, el famoso dilema, tal y como se insinúa, que no se desarrolla, en la Ilíada entre vida corta pero con gloria y vida larga pero sin gloria lo reformulo, prefiero hablar de vida corta pero con nombre, con individualidad, con destino, con identidad. Sí, Aquiles prefiere ser mortal pero ser Aquiles, el mejor de los griegos, el mejor de los hombres, con un destino, una individualidad, con un nombre, siendo un ejemplo luminoso para la sociedad, prefiere eso aun a precio de ser mortal. En realidad, no es un precio, sino un privilegio; mortal es la piedra, la piedra se destruye y la idea de piedra sigue tan vigente como antes, mientras que el individuo que realmente lo es, cuando muere hace que el universo entero se empobrezca, porque pierde algo único, con lo cual ese individuo tiene como privilegio su mortalidad, que lo distingue de la mortalidad abstracta, impersonal, robótica, de los seres que no son seres humanos. Y me gusta ese ejemplo precisamente en esta época, particularmente cínica y descreída, desenamorada y de vuelta de todo antes de haber ido a ningún sitio, y que ni se plantea la posibilidad de ago sublime, heroico. El ideal en nuestra época, trato de insistir en ello en mis libros, es la vida de un hombre o una mujer que realiza la doble especialización: la del oficio (encontrar un oficio con el que ganarse la vida) y la del corazón (fundar un hogar con alguien), producción y reproducción. Eso ya es elegir la mortalidad, aprender a ser mortal, una vida sin extravagancia. En esa medianía sin relieve que somos todos, veo algo grandioso, la actualización del dilema de Aquiles.

¿Por qué hay que escoger la virtud frente a la barbarie?

Es una pregunta pertinente. A veces, lo más interesante es formular bien una pregunta y ver si es o no pertinente. Hace cincuenta años no era pertinente, porque era demasiado obvia la respuesta, era una sociedad muy jerárquica, patriarcal, donde una minoría que estaba en el vértice del triángulo social se proponía a ella misma como modelo de comportamiento y era el ejemplo que debía ser imitado, tenía el poder económico, social, jurídico, cultural, religioso, y transmitía al resto de la sociedad un imperativo de que eso era lo bueno, se conformaba como modelo eterno de comportamiento, incuestionable. ¿Por qué la virtud? Todo conspiraba para forzar a la sociedad a cohesionarse imitando unos modelos establecidos por esa minoría aristocrática. La respuesta era tan obvia (ideas de patriotismo, mandatos religiosos, etc.) que la pregunta no tenía lugar de formularse. El desmoronamiento de esta sociedad jerárquica a finales del XX ha reventado el tinglado y ahora vivimos en los primeros pasos de una sociedad distinta, sustentada en dos pilares, la igualdad y la finitud o historicidad. Nada es eterno, todo lo humano es cambiante, y una serie de personas, mayores de edad, iguales entre sí, acuerdan determinadas decisiones sobre la convivencia que no tienen más fundamento que ellos mismos. Eso hace que en esta sociedad postideológica, en la que los patrones ya no son claros, quepa la pregunta de por qué tengo que hacer lo bueno y no lo malo. Ahí se inserta una teoría de la ejemplaridad donde el ejemplo se propone como algo persuasivo y no coactivo, donde, con gran naturalidad, en una sociedad, como digo, potsjerárquica, postideológica, potspatriarcal, postautoritaria, aparece una teoría de la ejemplaridad igualitaria, donde se sustituye el poder de unos pocos por la persuasión de lo armónico. Lo bueno te atrae, te seduce, te enamora, porque los ejemplos atraen, empujan, arrastran. Introducir el elemento de la persuasión en vez del de la coacción es un acierto.

Habla de llegar a acuerdos. Acuerdo, concordia, coraje… vienen del mismo lugar etimológico: corazón. Y, sin embargo, si uno echa un vistazo, no parece que se vaya a disipar esta desidia, este desencanto extendido…

Sí, pero el desencanto es una pose, es epidérmico. La gente está desencantada, pero se sigue enamorando. Es la hora de educar al corazón, se ha insistido tanto en la educación inteligente que ha llegado el momento de cambiar el foco. La sociedad sería mejor si estuviera compuesta por ciudadanos de corazón educado y buen gusto.

La elegancia y la elección también provienen de la misma raíz…

Exacto. El buen uso de elección como elegancia, sin necesidad de mandato de la normativa. Kant dijo en el siglo XVIII aquello de «atrévete a saber», porque en el Siglo de la Luces eso era lo importante. En el XXI, más importante todavía es otro enunciado: «atrévete a sentir», a sentir cosas grandes, entusiasmo, atrévete a elevarte hacia el ideal.

La ejemplaridad, ¿se puede aplicar a la empresa?

Sí, la ejemplaridad tiene un primer momento en que es estructural, allí donde encuentres un grupo humano. Todo el mundo sabe de la importancia del ejemplo, moraliza, cohesiona, así como el ejemplo negativo distorsiona, atomiza, desmoraliza, deprime. Lo saben los padres, los educadores, los políticos, cualquier jefe cuidará de ser un ejemplo positivo y destacar ejemplos favorables a los objetivos de ese grupo. Por eso, la ejemplaridad también está calando en las escuelas de negocio, porque forman a responsables, a directivos, y está claro que en las empresas el concepto de ejemplaridad tiene algo que decir.

¿Hemos relajado nuestras aspiraciones como seres humanos?

Planteas un tema que ha sido objeto de mi reflexión, el problema de una democracia sin ideal, no en plural, ideales, ni tampoco hablo de «sueños», un término que no está en mi vocabulario…

¿Por qué?

Porque tiene una connotación un poco infantil. No digo que no haya que tener ilusiones, aspiraciones, pero el de sueño es un concepto que no me gusta. Te decía que una sociedad tiene un modelo de perfección, uno, no muchos. La democracia ¿tiene un modelo de perfección al que aspirar aunque no llegue? Así como lo tuvieron los griegos, el barroco, la edad media, ¿o es un sistema que tiene que renunciar al ideal por ser libre, tiene que prescindir de lo sublime, el motor del progreso de los pueblos? Sin ideal las sociedades no progresan, sin ideal no puedes ejercer la crítica del presente; el escándalo ante la corrupción se produce cuando se contrasta lo que ocurre con el ideal que está en nuestras mentes, lo que crees que debe ser. Una democracia sin ideal no podría desarrollar una crítica salvo la de la desesperación o la del Apocalipsis. Todo esto teniendo en cuenta que el ideal, que la perfección, nunca se cumple, sino que es un horizonte que se aleja a medida que avanzas en el camino. El deber ser no existe históricamente, pero sí apunta una dirección, y moviliza el entusiasmo y propone una oferta de sentido que ilumina la experiencia individual, así que corremos el riesgo en una democracia de que, con el pretexto del exceso de especialización, de multiculturalismo, creamos que los grandes relatos son imposibles, y con ese pretexto se renuncie al ideal.

¿Qué pierde el hombre moderno al renunciar al trasmundo?

Cabe plantearse que, como ser individual en este mundo, uno camina hacia una individualidad ejemplar; si todos imitan ese ejemplo, será más virtuoso y propicio para la convivencia. La cuestión es: ¿puede continuar la ejemplaridad fuera de los límites de este mundo? ¿Es pertinente preguntarse si la historia de la individualidad termina en este mundo o si hay posibilidad de continuar en el trasmundo? Yo creo que sí, aunque esta es una cuestión de la que no puede hablarse con la misma legitimidad que de otras cuestiones, sino que se formula no tanto como un tema de verdad, sino de veracidad, de algo plausible. Se trata de recuperar el tratado de la inmortalidad del alma, un tratado sustantivo en la tradición filosófica occidental desde los presocráticos hasta Kant y que después de Kant la filosofía perdió, con poquitas excepciones. Es a partir de finales del XVIII cuando el individuo se desgaja del todo cósmico y se constituye él mismo en una totalidad. Ese individuo naciente descubre que está dotado de una dignidad infinita, pero abocado a la indignidad de la muerte, y si hay alguien que puede preguntarse de manera razonable acerca de si su historia termina con la muerte o hay alguna hipótesis sobre su continuidad es el individuo moderno. Lo anómalo no es preguntarse eso, sino la clausura de la pregunta en el XIX y XX.

De todos los grandes hombres que cita en su tetralogía como ejemplares, de uno u otro modo (Jüng, Platón, Cristo, etc.), ¿cuál sería su modelo ideal?

Una cosa es Aquiles, paradigma de lo humano, fundamento mítico, y otra cosa distinta la larga tradición de pensadores y escritores que menciono en mis libros; soy un escritor sin maestros, como puede ser un poeta o un novelista. La filosofía para mí es un género literario, aunque trabaja con los conceptos y no con la sugerencia y la evocación, pero es literatura al fin y al cabo. Un verdadero filósofo es una persona enamorada y el Eros antecede al Logos y la pasión antecede a la definición. Cuando tengo una duda, no me remito a un autor concreto, sino a mi propia visión, trato de recuperar la visión originaria de aquello sobre lo que medito. Mi fuente de verdad es el contraste.

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