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«La línea entre el bien y el mal, que somos tan aficionados a trazar, es falsa»

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03
febrero
2025

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Jeosm

El hotel Palace de Madrid, uno de los lugares favoritos de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951), parecería estos días una metáfora de toda su obra: lo están reformando para que siga igual. Suena ‘La isla de la mujer dormida‘ (Alfaguara) a eso: al esplendor de regresar a la obra revertiana, al mar, al héroe, al siglo XX, a tantos lugares donde reencontrarse.


Esta novela es una vuelta a muchas cosas. Tú siempre vuelves. La primera, Grecia.

Con Grecia me está pasando un fenómeno curioso. Yo soy mediterráneo, nací en Cartagena, una ciudad donde ya existían los griegos, los fenicios… Tengo ya una memoria mediterránea desde niño. Y después, lecturas. Leí La Ilíada, La Odisea, La Eneida, y también te marcan. Además estudié nueve años de latín y tres de griego. En la memoria lectora tengo a Grecia como una de las referencias primeras. Para mí el Mediterráneo siempre ha sido la patria de verdad. Siempre he dicho que yo, bueno, soy español, soy europeo, pero sobre todo soy mediterráneo. Mi patria es el Mediterráneo. Desde Algeciras a Estambul. Ese es mi ámbito cultural, personal, biológico. De todo. Entonces, con la edad, con el tiempo, igual que uno tiende siempre con la edad a recordar la juventud, la infancia o la niñez, uno tiende a valorar más o a sublimar los recuerdos de infancia y de juventud. Entonces me he dado cuenta que en los últimos años tengo una tendencia a irme al Mediterráneo, y a Grecia como madre de todo el Mediterráneo. En la última novela está cada vez más presente esa influencia, ese pasado, esa patria mediterránea. Como dije, mi patria principal en este momento es el Mediterráneo. O quizá lo haya sido siempre y ahora soy más consciente de ello. Entonces hay una especie de retorno, de reflexión sobre esa patria original de la que vengo y por la que navego.

El tema de la novela, de su protagonista, es dejar a la familia atrás. Tú eso lo has vivido muchísimas veces. 

Uno no puede desprenderse de aquello que vive o que lee: mi clave fundamental está en que yo viví lo que había leído en los libros. Es decir, cuando yo empecé a moverme por el mundo, fui a la guerra con veintipocos años, y empecé a viajar por ahí, yo proyectaba en el mundo que vivía, que conocía, lo que había leído. Todo me sonaba allá, todo era déjà vu porque todo lo había leído. Entonces La Ilíada, La Eneida y La Odisea fueron mis libros fundamentales. Cada vez que yo veía una tragedia, un héroe, una desgracia, una mujer que se despedía de su marido, un cadáver…. Era como verlo por segunda vez, porque ya lo había visto como lector. Esos libros estuvieron en el origen de todo, me dieron las primeras claves. Creo que los libros ayudan a entender el mundo. Quien ha leído mucho, entiende mejor el mundo. Quién no ha leído, comprende peor el mundo. Y comprender el mundo es digerirlo mejor. Esos libros fueron los que me ayudaron —cuando descubrí el mundo violento, duro, que era la guerra o la vida que llevé— a mirarlo con serenidad, me ayudaron a comprender. Han sido como mis guías que me llevaron de la mano por ese mundo caótico. Después ya fui adquiriendo otra serenidad y otra certeza. El primer refugio intelectual que tuve cuando me enfrenté al mundo real fueron estos libros que había leído de jovencito. Otra cosa: traduje a Virgilio, a Homero y a Jenofonte. Los traduje verso por verso. O sea que mis clases de griego eran buenas. No era el griego que te quitas del medio. Tuve una profesora que se llamaba Gloria, que era magnífica, y el de latín que era Antonio Gil. Y traduje verso a verso. El trabajar en ese mundo no es solamente la parte mecánica, me impregné. Y a un mediterráneo como yo le era muy fácil impregnarse de eso. Reconocí en esos libros a mis antepasados de verdad. Yo soy descendiente. Tú eres un bárbaro del norte.

«Mi patria es el Mediterráneo»

Sí, yo no pertenezco a esa cultura. 

Yo reconozco a mis abuelos. Ulises es mi abuelo. Cuando Ulises trampea, engaña, miente, seduce,… Lo he visto en los puertos de Cartagena, lo he visto en Nápoles, lo he visto en Estambul. Son mis compatriotas. Estoy mucho más cercano culturalmente, incluso biológicamente, de un turco, de un italiano, de un siciliano, de un napolitano, que de un francés, o de un alemán, o de un inglés, o de un norteamericano.

No sabía que habías traducido.

Todavía puedo traducir. A César puedo traducirlo todavía sin diccionario. A Cicerón, no, porque ya es más complicado. Y el griego, por supuesto, necesito diccionario. Pero La guerra de las Galias la puedo traducir casi sin ningún problema.

¿Cómo eres con tus traductores? 

Hay traductores que no sé lo que hacen. Por ejemplo, el chino. Yo estoy traducido a cuarenta y dos —me parece— lenguas. Me pasó el otro día una cosa muy graciosa. ¿Te he contado lo del israelí del barco?

No, no.

Íbamos en el barco todos los periodistas y al lado hay una pareja y dice: «¿Es usted novelista?». «Sí». «Pues nosotros estamos leyendo a un novelista español». Y sacan El club Dumas en israelí, que no estaba mi foto. Y digo: «Lo he escrito yo». «Es mío, soy yo».

No fastidies. 

Todos los periodistas, todos acojonados. Algunos lo han mencionado en las crónicas. Bueno, ¿cuál es la pregunta?

«Quien ha leído mucho entiende mejor el mundo»

Cómo es tu relación con la traducción y, de paso, el éxito en Francia El italiano.

Yo no sé lo que hace el griego y lo que hace el chino o el croata o el árabe o el israelí. No puedo leerlo, afortunadamente, porque creo que el chino lo traduce del francés, con lo cual ya debe ser la hostia. Pero leo las traducciones inglesa, portuguesa, francesa e italiana y las que vigilo antes de que se publiquen. Y estoy muy contento. Tengo traductores muy buenos. El traductor no se trata solamente de que traduzca, es que el traductor se adapte a la idiosincrasia del lector de cada lugar. A mí me traducía en Francia François Maspero, un hombre legendario de la izquierda francesa, un buen amigo mío y un traductor excelente. Murió, desgraciadamente. Pero Maspero era un cabrón y entonces me ponía trampas. En la novela original yo decía, tal personaje«enciende un cigarrillo». Y él añadía en la traducción que me mandó «cosa que me parece muy mal, el tabaco es malo para la salud». Me reía mucho y le contesté: «Hijo de puta, hijo de puta». Y una de estas travesuras se metió en el libro y salió en la edición. Todas mis novelas en Francia han ido muy bien. Y hay una cosa que agradezco mucho que es que me tratan bien todos, la derecha o la izquierda. Tanto Libération, como Le Monde, como Le Figaro, me tratan bien. No hay una decantación ideológica de unos u otros. Todos ellos coinciden. Me he sentido siempre muy bien arropado, muy querido.

Pérez Reverte

Aquí en España te está pasando también. Te están tratando bastante bien. 

Esto es una pedantería. No puedo hablar de esto.

Te tengo que preguntar. 

Sí, me están tratando bien. Y hay una cosa que me complace. Tengo buena relación con todos ellos. Es decir, en España hay una cierta tendencia a discriminar si este es de mi ideología o este es de aquella, lo saco o no lo saco. Si este vende mucho, no lo saco. Si este vende poco, lo saco.

O pertenece a un grupo editorial u otro.

Claro. Los periódicos tienen, digamos, sus condicionantes, que son lógicos en todas partes. Pero a mí me pasa aquí igual que me pasa en el extranjero. Que me tratan bien todos. Siempre hay alguno que no le gusta tu libro. Es evidente. O siempre hay alguno que te ajusta cuentas que no tienen que ver con la literatura, a través del libro. En ese sentido soy transversal, curiosamente. Estoy muy contento por mi relación con la prensa cultural: casi todos me respetan, por no decir todos. Y a veces me siento sorprendido. Porque no es usual. Y eso hace que me sienta muy bien. Pero es que no sé qué más decirte sobre esto. Suena ya a pedantería o vanagloria.

«La novela es un artefacto narrativo que busca eficacia»

Eres un autor popular y respetado por la crítica. Muy raro. Se te puede encontrar en suplementos culturales y en el supermercado.

Eso es interesante. Pero no es porque yo ahora sea tuitero… Hay una cosa que tampoco puedo decirla yo, pero es que todas mis novelas, desde la tercera, desde el año 90, todas han estado en la lista de más vendidos.

Eso no es una cosa que puedes contar tú, ese es un dato objetivo. 

Pero dicho de mi boca suena pedante. Yo iba a la Feria del Libro y me sentaba y tenía público como tenía todo el mundo. Pero la prensa acabó convirtiendo la Feria del Libro en aquellos tiempos en una especie de competición. A ver quién ha vendido más. Fíjate: un día estoy firmando libros y aparece un tío con una cinta métrica para medir mi cola.

Eso es divertido y muy loco.

Me levanté, firmé el último libro y dije: «Nunca más voy a la feria». Y estuve como diez años sin ir. Al final volví otra vez porque ya no se plantea como competición. Creo que ni siquiera dicen quién ha vendido más.

No, en la Feria de Madrid se dice el número total de libros. En Sant Jordi, continúan los más vendidos.

Parecía un concurso. Aparte que eran amigos míos: Gala, Marías, Almudena… No iba a competir con ellos, iba a vender mis libros y a firmarlos. Otra cosa: todos los libreros querían que yo estuviera con ellos. Pero no podía estar con todos. Entonces algunos se ofendían. Entonces decidimos dejar de ir a casetas de libreros, ir a la carpa y hacer allí la firma. A veces me han obligado a hacer ciertas cosas que no eran para mí.

«El mar me mantiene en lucidez permanente»

Me interesa mucho esa contradicción con la que juegas con el lector de La isla de la mujer dormida: como en Falcó, haces que les caiga bien alguien que trabaja para el bando sublevado.

Estamos hablando de novelas. Eso es fundamental. No de vida personal: de novelas. La novela es un artefacto narrativo que busca eficacia. Busca que el lector, seducido por esa historia, la siga hasta el final y compre la siguiente. [Risas]. Es una definición básica de novela. Y además es la más honrada que vas a oír. Puede entrar a factores personales como aficiones, deseos, sueños… Pero es un artefacto narrativo que debe funcionar. En ese artefacto narrativo hay una cosa que aprendí en la vida y que me la llevo en mis novelas, y esto es muy importante: la línea entre el bien y el mal, que somos tan aficionados a trazar y más en los últimos tiempos, es falsa. No hay una línea que separe claramente el bien y el mal. Pero la estupidez de la sociedad nos está haciendo creer que sí. Sé que el ser humano es muy complejo, que se mueve en una gama de grises. Una novela en la cual el protagonista o los personajes tienen clara la línea que separa es muy aburrida. ¿Qué vas a esperar? Ese rollo de un tío que es republicano, pues es siempre republicano. Franquista, pues siempre franquista. Religioso, siempre religioso.

Es como literatura infantil.

Pero lo interesante narrativamente para mí está en los grises, en la contradicción. Te pongo un ejemplo claro. Una novela en la cual un personaje es cliente de la prostitución. Ese tío no es un personaje recomendable. Está claro. Paga dinero por acostarse con mujeres. Está claro. Pero resulta que ese personaje se enamora de una prostituta y decide salvarla. Entonces, deja ya de ser blanco o negro. Entra en los grises. Está enamorado. Se juega la vida por ella. Intenta rescatarla. Se enamora. Entra ya en un territorio gris donde las posibilidades narrativas son muy superiores. Los grises te dan más posibilidades narrativas que los blancos y negros. Y, además, se parecen más a la vida real. Yo prefiero moverme en la gama de grises en mis novelas. En Falcó aparece un franquista que te cae bien. Aquí, un marino mercante que trabaja con los franquistas pero en realidad no lo es ideológicamente. Hay dos espías, uno de cada bando, que juegan al ajedrez y se llevan bien. Lo gracioso es que no me lo invento. La vida es así. Esa parte de la vida la utilizo para situar mi territorio narrativo. Elijo esos grises. Ahí está el núcleo básico de todas mis novelas. Como Línea de fuego. La República tiene razón. Los franquistas no la tienen. Pero cuando te acercas al ser humano encuentras gente de todo tipo. Un tío que está porque está obligado, otro que quiere desertar, uno que es un fascista pero que tiene buenos sentimientos o un comunista que mata… Ese es mi territorio. Esa ambigüedad que es muy fértil narrativamente. En ese sentido, esta novela es arquetípica. Está justo en el centro de esa concepción de la novela.

«La palabra ‘anciano’ a mí no me da ningún complejo»

Esa contradicción para el mundo actual: la camaradería entre enemigos.

Hay una escena en mi novela Línea de Fuego con la que se rayaron mucho los franceses. Uno está fumando y oye al otro que dice: «Rojo, que te veo». Y en vez de pegarle un tiro, le da un cigarro. «Gracias». «De nada». No me lo invento. Era así. Mi padre, mi abuelo, hicieron la guerra y me lo contaron. Ahora te venden una especie de producto.

Dices en una página de La isla de la mujer dormida: «En asuntos de riesgos en el mar nunca se sabe». En asuntos de riesgos nunca se sabe en general, pero parece que vivamos ajenos.

Por eso me gusta tanto el mar. Porque yo mismo a veces olvido que el mundo es un lugar hostil y peligroso. Yo mismo lo olvido. Y eso que tengo experiencia. Me dejo llevar por el confort. Funciona la luz. Se enciende y se apaga. El camarero. La calle. El semáforo. El niño. El inválido. La señora. El abuelito. Pero cuando estás en la guerra no es así. El mar me recuerda —ya no puedo ir a la guerra, ya no tengo edad para ir a la guerra y además la guerra ya me dio lo que me tenía que dar— que estoy en un lugar peligroso. Me produce una saludable incertidumbre. Me devuelve la certeza de que si me descuido, si no estoy atento, si no soy buen marino, si no miro el tiempo, la luz, el barómetro y tal, el mar me puede matar a mí y a los que están a mi cargo como tripulantes. Entonces, el mar me mantiene en lucidez permanente. Es una especie de recordatorio. Hago 73 años, me devuelve mi propia estimación de vida. Yo soy un anciano ya. La palabra anciano a mí no me da ningún complejo. A mí edad se es anciano. Estoy en buena forma física, pero soy viejo y anciano. Cuando en el mar hago frente a una situación mala, a un temporal de varios días, a un problema, a una avería de agua y me comporto adecuadamente, soy marino. Dejo de ser el anciano que ya soy, o que empiezo a ser. Y veo que todavía conservo cosas de las que puedo estar orgulloso de mí mismo. El mar me es muy útil en ese sentido, en lo personal.

¿Y te gusta celebrar los cumpleaños? 

No. Ni los santos, ni las Navidades, ni la Nochebuena. Es una razón muy simple. Pasé toda mi vida afuera. Pasé mis cumpleaños solo en un hotel de mierda, con fiebre, tomando aspirinas, o en el desierto, o en mitad de la guerra… Y mi infancia está muy lejos. No tengo esa vinculación emocional que hay con las fechas familiares, de la familia, Nochebuena, el árbol de Navidad, el Belén, los Reyes… Tengo mis recuerdos de infancia que son muy bonitos, como todos los críos. Todas esas fechas para un niño son maravillosas. Pero pasé demasiado tiempo solo en lugares extraños y no tengo ese vínculo.

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