Ingrid Guardiola
«Estamos atrapados en una aceleración que nos provoca malestar»
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COLABORA2025
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Investigadora cultural, profesora de la Universidad de Girona y directora hasta hace apenas unos meses de Bòlit, Centro de Arte Contemporáneo de Girona, Ingrid Guardiola ha publicado ‘La servidumbre de los protocolos’, un ensayo en el que indaga en los protocolos burocráticos y digitales entendidos como herramientas políticas de automatización y de control.
Los protocolos no son nada nuevo.
En absoluto. Escribí el libro después del protocolo universal de la pandemia, en 2020. En ese momento, todos entendimos qué eran los protocolos, si bien estos forman históricamente parte de la organización de poder. Quien mejor ha explicado qué son los protocolos, aunque no los nombraba de manera explícita, es Lewis Mumford cuando habla del origen de la burocracia. Y, de hecho, uno de los principales protocolos que tenemos hoy en día son los técnico-administrativos, que adoptan la forma de la burocracia. Los protocolos son la base de una forma de organización muy antigua que requieren de dos procesos para que funcionen: la confiscación del conocimiento sensible, través del clero, de los chamanes o de los sacerdotes, y un sistema rígido de transmisión de la información. Este sistema sería la burocracia.
Georg Simmel decía, en efecto, que el poder se sustentaba en el secreto.
Es importante mantener el secreto, pero es todavía más importante hacer creer al resto que tienes y conoces el secreto, que tienes en tu posesión un elemento único y esencial que nadie más tiene. Si no me equivoco, era Sade quien decía que no es tan importante la gestión del secreto cuanto la transmisión de la posesión de un supuesto secreto.
Como apuntaba, el término protocolo empezó a sernos familiar durante la pandemia.
Hay muchos tipos de protocolos y, en los últimos años, hemos asistido a la constitución de protocolos tan necesarios como el protocolo contra el acoso y los abusos sexuales. Los protocolos son –o, mejor dicho, deberían ser– herramientas para facilitar la vida en común delante de situaciones de emergencia, oprobio y necesidad. El problema aparece cuando dejan de ser herramientas eficientes y comienzan a atentar en contra de nuestra libertad o en contra de la vida común. Es entonces cuando tenemos que cuestionarlos, que auditarlos, y desmontarlos, en lugar de transformarlos, como se suele hacer, en nuevos protocolos.
«Los protocolos son herramientas para facilitar la vida en común»
¿Los protocolos, sobre todo gracias a la tecnología, son el nuevo panóptico de Fourier?
Lo que sucede es que, a diferencia del panóptico teorizado por Bentham o por Fourier, es decir, a diferencia del panóptico entendido como arquitectura de vigilancia en la que el vigilante tiene la potestad de ver a todos sin ser visto, el protocolo no posee este carácter escópico: el protocolo no se define por ser una estructura de vigilancia, pero sí una estructura de control. Los protocolos obligan, sin implicaciones penales, pero sí morales, a adoptar formas de actuación basadas en la rigidez y en la impersonalidad. Si pensamos en los protocolos informáticos y en los burocráticos, veremos que todos ellos se basan en estructuras de registro y control social de forma muy directa. Por tanto, retomando la pregunta, no son una forma de vigilancia en sentido clásico, en todo caso, serían una forma de vigilancia difusa, amable; su función, evidentemente política, es la de registrar y castigar las formas de actuación que escapan de la ordenación prevista.
Habla de protocolos burocráticos y de protocolos tecnológicos, pero, en realidad, se dan la mano.
Sí, con el tsunami digital la burocracia es indistinguible de las infraestructuras digitales, si bien en ningún momento se nos consultó a la ciudadanía si queríamos acabar todos dentro de esta identidad digital única o si querías intentar asumir otras formas de ciudadanía. El gran peligro que esto implica es saber en las manos de quién está nuestra información. Como diría Humpty Dumpty en A través del espejo, la pregunta no es lo que podemos hacer con el lenguaje, sino quién es el amo. Lo mismo con la información, ¿quién la posee? Esto es clave desde el momento en que nos estamos dirigiendo hacia una sociedad de protocolos tecnosociales a través de las plataformas sociales y del capitalismo de plataforma. A través de estos protocolos construimos nuestras identidades y las construimos de manera muy distinta a cómo lo haríamos en el espacio público tradicional, donde la identidad quedaba diluida dentro del rol social de cada uno. No importaba tanto cómo constituíamos la identidad, sino qué tipo de interacciones posibilitábamos. Habermas, al respecto, decía que la diferencia entre el aristócrata y el burgués era esta: el primero solo representaba, el segundo producía. Lo que yo señalo en mi ensayo es que ahora la principal función de cualquier persona dentro de estos espacios tecnosociales es la de producir representación. De ahí la batalla por el relato y por los símbolos en la que estamos todos.
«En ningún momento se nos consultó a la ciudadanía si queríamos acabar todos dentro de esta identidad digital única»
¿Y la producción de representación pasa por una constante lucha por el reconocimiento en forma de likes?
Esto lo explica muy bien Boris Groys, cuando se refiere al mito de Narciso para hablar de cómo en estas plataformas sociales las imágenes y los intercambios de likes son fruto de la búsqueda del reconocimiento por parte de los otros. Todos nuestros esfuerzos están dirigidos a esta búsqueda y nosotros nos transformamos en una especie de obra de arte que busca ser reconocida a través de la contemplación y la admiración. Los narcisos contemporáneos terminan muriendo por agotamiento, pasando de la mera reproducción de identidad a la monetización de esta identidad. Por tanto, el problema ya no es tanto este juego de transformismo identitario, sino la monetización de la identidad y las consecuencias emocionales y psíquicas de este esfuerzo diario por la construcción de la Galatea digital.
Judith Butler hablaba del potencial emancipatorio de pensar la identidad como performance; sin embargo, lo digital parece haber borrado este potencial.
En los años 90, desde la antropología, Erving Goffman también habla de la performance como gesto transformador y emancipatorio de determinismos de clase, género y origen cultural. En sus primeros ensayos, Remedios Zafra hablaba de una habitación digital propia como un espacio en el que poder ser al margen de las miradas de los demás. El problema es que este espacio digital es un espacio indisociable de la mirada de los demás. La mirada, a la que podemos también llamar interacción digital, like, comentario o republicación, es la que nos valida socialmente, es lo que da valor a nuestras identidades.
Lo interesante y determinante es que, a diferencia de lo que sucede en la esfera pública tradicional, en los espacios digitales construimos las identidades sin el cuerpo.
El cuerpo es un instrumento de conocimiento de primer orden. Además, todo aquello que debía liberarnos de las operaciones del mundo físico en el mundo digital ha terminado por desconectarnos de una relación psicosomática y experiencial con nuestro cuerpo. Distintas teorías provenientes de la estética y de la filosofía del rostro nos permiten entender de dónde proviene nuestro malestar y nuestro deseo, entender que desconectarnos del cuerpo es alejarnos de las posibilidades libidinales del individuo. Estamos atrapados en una especie de aceleración de protocolos que nos provocan malestar físico, porque nos obligan a participar en estructuras de coacción, control y rendimiento.
La ausencia de los cuerpos y su falta de conexión lleva a una desarticulación de la colectividad: no solo ya no hay experiencias colectivas, sino tampoco luchas colectivas.
El cuerpo coral en la lucha colectiva no es una metáfora, es real: es un cuerpo coral hecho de cuerpos y, si perdemos los cuerpos, perdemos la capacidad de acción política y de tener incidencia pública. Es cierto que hay una parte de la lucha política que ha bebido del mundo digital; desde finales de los 90 hasta 2010, más o menos, es el periodo del auge del software libre, de la cultura colaborativa, del mundo blog y de la cultura hacker. Es decir, es una época de proyección de los deseos de emancipación y autonomía proyectados a un espacio digital. Cambiaron las infraestructuras y todo aquello se rompió. Ahora estos espacios ya no son espacios emancipatorios, por lo que es importante volver al cuerpo y a la reunión pública.
Robert Wiener, hace más de medio siglo, ya alertaba de que no debíamos entusiasmarnos en exceso.
Los primeros expertos que estuvieron detrás de todas estas infraestructuras tecnológicas en el siglo XX no son los niñatos de ahora de Silicon Valley que aspiran a tener un reconocimiento público y una piscina llena de amigos a la carta. Aquellos primeros expertos eran casi todos informáticos muy versados en la teoría; teorizaban y reflexionaban sobre la tecnología, no solo la desarrollaban. Era pensadores, humanistas. Günther Anders, a quien reivindico en el libro, y Robert Wiener son buen ejemplo de ello. Wiener, en los años 40 participa en ese gran entramado de infraestructuras académico-militares, piensa y trabaja en el origen de internet y de la cibernética y alerta sobre las posibilidades de control que tienen estas tecnologías por su propio diseño.
Los «niñatos» de Silicon Valley, sin embargo, son conscientes de lo que están produciendo y prueba de ello es que han exportado a Estados Unidos colegios tendencia Waldorf en los que sus hijos crecen alejados de las pantallas.
Ellos cogen modelos basados en la escuela libertaria o alternativa tipo Waldorf que les permite ofrecer una educación más integral y alejarse de las herramientas que ellos mismos promueven. Y no se trata tanto de las pantallas de por sí, porque yo fui cinéfila desde pequeña y mi manera de pensar es indisociable de las imágenes. Por tanto, las pantallas no son el problema, lo es el capitalismo de plataforma. Evidentemente hay un problema con las pantallas interactivas en edades muy tempranas y hay que estar más atentos a la relación cerebro-mano-ambiente. Más allá de las pantallas y su uso, lo preocupante de esto es que la buena educación termina siendo un privilegio para unos pocos y que esta desigualdad educativa es fruto de un absoluto cinismo: estos pocos son los que han creado unas herramientas que ellos rechazan pero que las escuelas públicas han terminado adoptando, a través también de contratos con Google y empresas tipo. Nos quejamos de la privatización de la escuela cuando se da dinero a la concertada o a la privada a través de nuestros impuestos, pero no entendemos que privatización es también delegar toda una serie de servicios educativos a las grandes corporaciones tecnológicas.
«Es importante volver a la reunión pública»
Ha hablado en varias ocasiones de capitalismo de plataformas…
Sí, cuando hablamos de capitalismo de plataformas hablamos de Netflix, pero no de Filmin. Quiero diferenciarlos porque detrás de Filmin, que es una plataforma de video a la carta, hay una vertiente cinéfila y, por tanto, hay un criterio de organización de la información, a pesar de ser una infraestructura de datos. Netflix, además de ser un exhibidor de contenidos, es productor de contenidos y lo que hace es utilizar toda esta mina de datos para entender mejor nuestros patrones de consumo y crear fórmulas narrativas que son, posteriormente, reintegradas en la plataforma y que modelan nuestro gusto audiovisual. Por tanto, Netflix nos acostumbra a un tipo de productos con narrativas, ritmos y valores que se repiten hasta que se descubre que los usuarios dejan de estar interesados por ellos y nos ofrecen nuevas fórmulas. Esta lógica ha alterado toda la cadena de producción. En cierta manera ha llevado a las últimas consecuencias lo que ya pasaba en el Hollywood clásico, que trabajaba con géneros muy concretos. Lo que pasa es que el actual estudio de patrones de consumo está hoy mucho más milimetrado con el único objetivo de que consumamos más, incluso a doble velocidad. El hecho de que los usuarios consuman más implica, a su vez, generar más datos y tener más información de cara a modificar el comportamiento del usuario. Por su parte, Instagram ofrece una zona de producción, de fascinación y de anestesia; se presenta como un espacio lúdico autónomo, pero en realidad, te saca del ágora, del espacio público.
¿Hay alguna alternativa?
Es importante entender cómo funcionan las principales infraestructuras y preguntarnos qué podemos aportar nosotras. No son pocas las personas que, actualmente, están intentando recuperar los oficios de antes y romper con la lógica del capitalismo de plataforma, desconfiando de esa idea de que las profesiones del futuro vendrán exclusivamente de la mano de estas plataformas. Debemos desoír los cantos de cisne y exigir a las instituciones democráticas que no caigan en la retórica y las dinámicas de estas empresas y que sirvan de contrapeso real a la lógica neoliberal y sus mitos.
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