Thomas Mann y la libertad
Thomas Mann fue un genio. Y supo aprovecharlo. Gracias a su talento y férrea disciplina de trabajo, se consagró prontamente como una referencia intelectual, ganó el Nobel de Literatura con 34 años y se convirtió en uno de los mayores críticos del nazismo en defensa de la libertad.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2025

Artículo
«La civilización occidental está obligada a hacer frente a cualquier enemigo de la libertad». Una afirmación que encaja en los tiempos que corren, como también lo hizo hace más de setenta años. Porque estas palabras las pronunció Thomas Mann (Lübeck, Alemania, 1875 – Zúrich, Suiza, 1955) en una conferencia contra el nazismo en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos en 1943.
En esa época, el escritor era ya una celebridad intelectual, contaba con el Nobel de Literatura y tenía innumerables intervenciones a sus espaldas. Nacido en el seno de una familia aristócrata acomodada, pronto desarrolló una fuerte conciencia sobre el mundo que le rodeaba. Durante sus primeros años, defendió el nacionalismo que caracterizó la política alemana de la primera década del siglo XX; pero tras lo acaecido en la Primera Guerra Mundial, cambió su forma de entender la realidad, su pensamiento se volvió más humanista y en 1922 dio una conferencia en Berlín, Sobre la República alemana, en la que instaba a las juventudes académicas —que consideraba el futuro de la nación— a defender la república de Weimar. Se declaraba así a favor de unas ideas democráticas en un acto que le sirvió para despuntar como referente intelectual, además de para ponerse en el punto de mira de un nacionalsocialismo en auge.
Cabe destacar que a estas alturas ya había escrito Los Buddenbrock (1901) —que publicó con 25 años y le valió el premio Nobel en 1929—, además de otras obras como Tonio Kröger (1903), Alteza real (1909) o La muerte en Venecia (1912).
Ironía y libertad
«El artista es un ser que absorbe todos los movimientos y tendencias intelectuales, […] les da forma y de este modo pinta la imagen cultural de su época», continuaba en su discurso estadounidense. «No predica ni hace propaganda; da a las cosas una realidad plástica, que no es indiferente a nada ni se compromete con ninguna causa salvo la de la libertad, la de la objetividad irónica».
Mann era «tremendamente irónico», afirma Isabel García Adánez, profesora de Filología Alemana en la Universidad Complutense de Madrid y traductora al español de incontables obras en alemán, entre ellas las de Thomas Mann. «No en la tradición histórica de caricatura, sino en detalles pequeños, en algo más sutil». Esta destreza literaria le permitía hacer «malabarismos semánticos y lingüísticos» y desplegar una «ironía romántica» que hace que todo fluya en sus novelas con ritmo. «Como gran melómano y buen conocedor de la teoría y la técnica musical [también tocaba el violín], los motivos de sus obras están interrelacionados, todo tiene un ritmo especial y produce un efecto imponente cuando se lee», apunta la traductora. De hecho, decía el propio autor, «para mí, la novela es como una sinfonía, un trabajo de contrapunto, un tejido temático; la idea del motivo musical desempeña un papel muy importante».
Mann decía que el artista no se compromete con ninguna causa «salvo la de la objetividad irónica»
Junto a la música, la ironía es un recurso retórico que va más allá de su literatura: es un talante vital que utiliza como técnica para analizar las complejas contradicciones humanas que plasma en sus personajes, así como la convulsa realidad que le tocó vivir. Algo que se aprecia con especial claridad en La montaña mágica (1924), su novela por excelencia, consagrada como una de las obras maestras de la literatura universal. Aunque empezó a escribirla en 1912, la aparcó al estallar la Primera Guerra Mundial y la retomó al acabar el conflicto. El Mann que la empezó no era el mismo que la terminó.
Es precisamente a lo largo de sus más de mil páginas donde se detecta esta transformación. De hecho, son épicas las conversaciones entre dos de sus personajes más intelectuales, que exponen visiones antagónicas del mundo: la corriente humanista europea, el progreso, la democracia liberal (Settembrini) frente a la más conservadora, intolerante y defensora del totalitarismo (Naphta). Para Mann, «el artista debe ser apolítico, su problema es el arte», según explica García Adánez; pero la guerra le hizo ver que no podía obviar los acontecimientos. «El objetivo del principio crítico no puede ni debe ser más que una sola cosa: la idea del deber y el deber de vivir», se lee en la novela. Afrontar la vida sin apartar la vista de la realidad se volvió una obligación moral.
Con su publicación, emergió un Mann demócrata y liberal acérrimo, defensor a ultranza de la socialdemocracia y gran opositor del nazismo, que consideraba una amenaza contra la libertad individual y la democracia. La preocupación por el devenir de su país le llevó a dar en 1930 otra conferencia, Un llamamiento a la razón, también en Berlín, en la que urgía al pueblo alemán a unirse contra el nacionalsocialismo, animando a la burguesía y a la clase obrera a aunar fuerzas para derrocarlo. Mann se convirtió así en blanco de las amenazas nazis y el mismo año que Hitler alcanzó el poder, su hija Erika —secretaria y albacea— le instó a abandonar Alemania e instalarse en Suiza.
Al filo del abismo
Mann luchó siempre por encontrar cosas «a las que agarrarse para no caer en el abismo», afirma García Adánez. La disciplina en la escritura era su antídoto para no «caer en el peligro», que era «entregarse al disfrute del arte y dejarse llevar». La escritura fue una disciplina no solo vital, sino intelectual. De hecho, «el juego intelectual es su anclaje» en el mundo, añade la experta.
«La democracia social y el humanismo tienen el valor de distinguir entre el bien y el mal», afirmaba el escritor
En 1938 se trasladó a Estados Unidos; primero a Princeton, donde coincidió con Albert Einstein, y después a California. A esas alturas, Mann era ya el mayor representante de la cultura alemana fuera de su país. De hecho, dicen que de esta época es su frase «la cultura alemana está donde estoy yo». En cierta manera, pudiera serlo, pues encarnaba «la otra Alemania», la de los germanos exiliados a los que se dirigía semanalmente a través del programa de radio de la BBC Deutsche, horer! (¡Oíd, alemanes!), expresión con la que arrancaba cada emisión, instándolos con discursos humanistas y antibelicistas a mantener su cultura viva por encima de los nazis.
La decadencia moral y cultural de su país le llevó a escribir la que sin duda es su novela más intelectual, Doctor Faustus (1947), una compleja crítica sin piedad a los horrores del nazismo. Supone, además, un cambio en su manera de tratar los temas capitales de su tiempo, más en la forma que en el fondo: el mal y la enfermedad ya no se representan en sus personajes, sino en todo un pueblo y las consecuencias pueden acarrear la destrucción.
«Es un espectáculo terrible contemplar la aceptación popular de la irracionalidad», señalaba Mann en su discurso en Estados Unidos. «Uno siente que el desastre es inminente […] La mente más privilegiada distingue que […] lo que el espíritu vivo está llamado a servir es […] a la democracia social y el humanismo, que lejos de dejarse atrapar por un relativismo cobarde, tienen una vez más el valor de distinguir entre el bien y el mal».
Si algo no le faltó nunca a Thomas Mann fue valor: para defender la libertad y la democracia, para denunciar los peligros acuciantes que las ponían en jaque y para mantener una férrea disciplina de trabajo que le permitió publicar incontables novelas, relatos y ensayos hasta el último de sus días.
COMENTARIOS