Violencia digital
¿Nos vuelve internet hostiles?
No se trata de usar bien o mal la tecnología. El modelo es hostil por diseño. Las plataformas priorizan la extracción del tiempo, de la atención y de los datos. Y amplificar el conflicto y lo violento se ha convertido en la fórmula mágica de esta lógica algorítmica.
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Algo se está erosionando en la forma en que habitamos lo digital. No se trata solo de la saturación de estímulos, opiniones y alertas que nos deforman un poco más cada día, sino de una transformación más tenebrosa: la lógica de las máquinas está siendo absorbida por los humanos. Reaccionamos antes de pensar, despotricamos antes de comprender, y exhibimos sin preguntarnos si algo merece ser expuesto. Nos hemos acostumbrado a actuar como máquinas, a sentir como autómatas, a vivir al ritmo del algoritmo. O quizás algo peor: a construirnos como si fuéramos uno.
Aquello que anticipaba la llamada «teoría del internet muerto» no suena ya tan descabellado. Gran parte del contenido que circula hoy no lo producen personas, sino algoritmos: bots, deepfakes, granjas automatizadas. En New York Magazine, Max Read describía esta deriva como slop: una papilla digital de textos generados automáticamente, vídeos fabricados para satisfacer algoritmos, imágenes sin contexto y titulares diseñados para engañar al clic.
Internet se ha vuelto un sistema digestivo sin sentido que excreta información vacía a un ritmo imposible de digerir
Internet se ha vuelto un sistema digestivo sin sentido que excreta información vacía a un ritmo imposible de digerir. Y sí, hay algo tenebroso en todo esto. Porque los humanos quedamos arrinconados, desplazados por flujos automáticos que no nos necesitan, reemplazados por cosas que fingen ser humanos. Lo único que el algoritmo parece necesitar de lo humano es su parte más oscura: su hostilidad.
No se trata de usar bien o mal la tecnología. El modelo es hostil por diseño. Las plataformas priorizan la extracción del tiempo, de la atención y de los datos. Y amplificar el conflicto y lo violento se ha convertido en la fórmula mágica de esta lógica algorítmica. Esto nos mantiene enganchados, conectados, atentos. Sin pausas. Nuestra mente no descansa porque el entorno no lo permite.
Pero lo más peligroso no es solo la lógica de la máquina, sino su filtración en lo humano. Spammers, estafadores, gurús de la felicidad, influencers, criptobros… todos comparten la misma lógica que los algoritmos que los posicionan. La manipulación emocional, la capacidad de provocar ansiedad o miedo, la exageración o el engaño. En esta economía, la hostilidad es rentable.
La persona conectada no tiene tiempo para consolidar una narrativa de sí misma ni para consensuar diálogos reales
Quizás, como escribió Foucault, esta es la locura que nos ha tocado vivir. Y la nuestra es una esquizofrenia de señales inconexas, flujos que no se detienen y estímulos sin traducción coherente. La persona conectada no tiene tiempo para consolidar una narrativa de sí misma ni para consensuar diálogos reales. Vive en un presente eterno de interrupción y desorganización, donde se conforman pequeñas subjetividades narcisistas, volcadas sobre sí mismas, dependientes del reflejo inmediato y atrapadas en un ciclo de autoexposición permanente. Como en la esquizofrenia clínica, esta dinámica la deja «escuchando voces», sin posibilidad de organizarlas, en medio de un ruido constante que fragmenta el sentido.
Nuestra mente no está preparada para sostener esta sobreabundancia sin desmembrarse un poco. Y el internet de hoy no ha sido diseñado para cuidar, sino para liberar flujos de estímulos y de deseo que no construyen subjetividad, sino fragmentación. Como en la lógica del capital descrita por Deleuze y Guattari, esos flujos no nos pertenecen: son redirigidos y represados por el algoritmo. El deseo ya no circula libre, sino programado hacia objetos sin contenido: más visibilidad, más seguidores, más viralidad. Así, nos convertimos en emisores incesantes, máquinas que producen sin pausa, pero sin sentido.
En este entorno, nuestro cuerpo ya no tiene órganos, sino reflejos. Y nos conformamos, no en relación con el otro, sino frente a un espejo algorítmico que devuelve solo lo que confirma, amplifica o excita. Así, el deseo —que en su forma esquizoide pudo haber sido creativo, productivo, incluso revolucionario, como imaginaron Deleuze y Guattari— se invierte en bucles estériles de representación y consumo. El flujo ya no produce vida, sino residuos. Una economía que solo se alimenta si se expone, y que solo vale si circula. Y reconocer esta estructura hostil —no como accidente, sino como lógica— es el primer paso para poder resistirla.
Óscar Bodí es director y fundador de Folks Brands.
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