Sentirse profundamente europatriota
Es del todo casual nacer donde nacemos y del todo pretencioso e irresponsable fomentar la dimensión nativista de semejante accidente.
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No solo he comprado en Amazon una bandera de la Unión Europea. La he colocado en mi escritorio como un exorcismo doméstico a la conmoción del trumpismo, como un freno a la estupefacción que se deriva de habernos soltado al dóberman de Putin para sabotear el proyecto comunitario.
La traición del magnate americano desmiente un relato común y un modelo de sociedad compartida. No solo en los marcos institucionales, la OTAN entre ellos, sino en la afinidad hacia las sociedades abiertas, los derechos humanos y laborales, las causas de las minorías, la sensibilidad medioambiental, el progreso del feminismo, la tolerancia hacia los extranjeros, las obligaciones con el estado de Derecho.
Trata de trivializarse la causa de Europa en su relación anestésica con el bienestar, pero la debilidad del continente se explica en la vulnerabilidad misma de las democracias reales. Porque existe la libertad de prensa. Porque se garantiza la separación de poderes. Y porque hemos construido un espacio supranacional de garantías y de cesión de soberanía cuyas inercias benefactoras han corregido la dialéctica fundacional de la guerra.
Hemos construido un espacio supranacional de garantías y de cesión de soberanía cuyas inercias benefactoras han corregido la dialéctica fundacional de la guerra
Y no es del todo cierto que Europa haya observado un periodo ejemplar de paz desde la II Guerra Mundial, pero la masacre identitaria del conflicto balcánico en los años noventa sirvió de recordatorio al peligro del nacionalismo. Reaparecía el fantasma de Sarajevo. Prorrumpía una matanza étnica, arcaica, como si hubieran despertado los cadáveres entre las amapolas. Tiene sentido evocar el poema del oficial John McCrae, víctima él mismo del abismo de la Gran Guerra. Y canadiense. Porque la dignidad de Europa frente al nazismo era la causa extrema de toda la Humanidad: «Contra el enemigo proseguid nuestra lucha. / Tomad la antorcha que os arrojan nuestras manos exangües. / Mantenedla bien en alto. / Si faltáis a la fe de nosotros los muertos, / jamás descansaremos, / aunque florezcan / en los campos de Flandes, / las amapolas».
Las botas de Trump han pisoteado las flores. Ha faltado el sucesor de Biden a las obligaciones con el relato común, pero la profanación también ha estimulado el fervor del europeísmo en la dimensión identitaria más noble. Y no se trata de parecer ingenuos, sino de apreciar en su magnitud la relevancia de la «meta-patria», el lugar que subordina la pulsión fraticida al proyecto incluyente, la geografía ética que abjura de la raza y la diferencia.
Es del todo casual nacer donde nacemos y del todo pretencioso e irresponsable fomentar la dimensión nativista de semejante accidente o semejante accidentalidad. Sentirse muy español reviste el mismo mérito que sentirse lituano o esloveno. Por esa misma razón resulta peligroso confundir la idea legítima de la patria con la degeneración emocional del patrioterismo.
Me acuerdo de Amin Maalouf, convoco la idoneidad de un ensayo sobre la «identidad» que recelaba de la acepción más restrictiva en beneficio de la más extensiva. Sabía de lo que hablaba el escritor franco-libanés en la propia extravagancia de sus orígenes. Lengua materna árabe, ancestros egipcios, religión cristiana maronita, francófono, influencia jesuita, afinidades judías, residencia parisina, y ciudadano de la Europa sin fronteras.
Maalouf nos habla de la identidad como una suma, no como una resta
Maalouf nos habla de la identidad como una suma, no como una resta. La concepción de una aleación multivitaminada nos permite comprender el mundo desde la complejidad y desde la tolerancia. Pensaba lo mismo Todorov cuando hablaba de la alteridad. No se trata de definir una frontera mental, psicológica o geográfica, sino se atravesarlas. Y de apreciar hasta qué punto reviste importancia la oportunidad de la Unión Europea.
No porque debamos renunciar a unos orígenes ni a una cultura, sino porque los «exponemos» a un proyecto común que tanto alivia el peso insoportable de la identidad fanática como enfatiza el cosmopolitismo. Circulamos sin fronteras en el continente que se ha desangrado por ellas. Compartimos la misma moneda. Y hasta el programa Erasmus vertebra la noción de una promiscuidad cultural (y no solo) que dilata la óptica y la mente.
Me siento europatriota. Y formo parte de una generación que ha llegado a tiempo de conocer el Muro de Berlín. Que ha vivido la solidaridad de Europa a la plena integración de España. Y que conserva en las entrañas la imagen de Mitterrand y de Helmut Kohl dándose la mano como escolares en el abismo de Verdún, allí donde no crecieron siquiera las amapolas.
Ha liberado Trump a Putin de sus cadenas. Ha roto el eje de Occidente. Porque Occidente no identifica una toponimia, sino una idea de las libertades y de los principios que observamos en Japón y en Canadá, en Australia y en Noruega, en Corea del Sur y en Chile.
La mejor noticia de la ferocidad de Trump consiste en haber estimulado la idiosincrasia dormida del continente
Es la oportunidad de construir un mundo alternativo, no solo en la coincidencia de valores y en la reivindicación de las sociedades abiertas, sino también en sus connotaciones económicas y defensivas. La mejor noticia de la ferocidad de Trump consiste en haber estimulado la idiosincrasia dormida del continente. Empezando por el camino de vuelta a casa que ha emprendido Reino Unido de la mano de Keir Starmer.
Ya sabemos que la sensibilidad a la democracia contraindica la competencia entre iguales frente a la tiranía de Putin y el capitacomunismo de China. Y estamos aprendiendo a viajar sin el viento de cola que nos proporcionaba Estados Unidos. Envejecemos los europeos. Hemos subestimado el acontecimiento de la paz y el bienestar. Hemos pervertido nuestra decencia entronizando las satrapías árabes. Y no hemos dado respuesta a los problemas de integración, seguridad ni fluidez migratoria.
Es en Europa donde las fuerzas eurófobas vampirizan las propias libertades, pero la proliferación de enemigos interiores, la insolencia de la ultraderecha y el veneno del nacionalismo no justifican el desánimo ni la capitulación.
Somos Atenas frente al imperio persa. La razón frente al oscurantismo. El derecho frente al abuso de las democracias imitativas. Y tenemos una obligación con el teniente McCrae y con todos los muertos que piden descanso eterno en las entrañas de los campos de Flandes.
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