Después de cancelar a Errejón, ¿qué hacemos?
El activismo feminista, que tanto ha inspirado a nuevas y no tan nuevas generaciones, ha dejado de ser un movimiento transformador para convertirse en un circo mediático que anima al linchamiento en redes y a la infantilización de las mujeres.
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La única forma de tratar una noticia sobre los posibles hechos delictivos de una persona, conocida o anónima, ligada a la política u a otro ámbito de la vida social, de izquierdas o derechas, casada o con pareja, es a partir de un compromiso previo y acérrimo con objetivos externos como la justicia, los derechos humanos y la ética. Esto es algo que vienen olvidando tanto los medios de comunicación como muchas voces feministas, sobre todo, cuando salta a la opinión pública un supuesto caso de violencia sexual que tiene como posible victimario a una persona socialmente influyente.
Íñigo Errejón es el nuevo demonio popular, pero no el último. Las informaciones sobre su conducta sexual y supuestamente delictiva se han expuesto a lo largo de esta semana de forma desproporcionada, exagerada y animando a la ansiedad colectiva. La polémica periodista Cristina Fallarás alentaba en sus redes sociales a la denuncia social y, como si fuera la lotería de Navidad, parecía salir el Premio Gordo. Un rostro conocido, una figura aparentemente comprometida con el feminismo, un progresista que había sabido conquistar el liderazgo de la izquierda, una persona cuya trayectoria pública le hacía ciertamente confiable. El nombre de Errejón dejaba a medio país en shock y al otro medio, incluido a varios compañeros de tertulias y batallas, exclamando un vergonzoso «lo sabía».
La reacción social de Errejón no se hizo esperar. A golpe de comunicado, exponía su dimisión y adiós a la política, así como culpaba al patriarcado, al neoliberalismo y a la intensidad de la exposición mediática de fragmentarlo en persona y personaje. Errejón se había roto en contradicciones y esto había afectado a su salud mental y a la forma de relacionarse. Ninguna explicación podía salvarle de la cancelación y el consecuente linchamiento. El testimonio anónimo, que parecía ser un secreto a voces, se asimilaba a uno de los temas que más sanción colectiva tiene en la actualidad: el machismo y/o la violencia sexual.
La forma y contenido de dicho testimonio, así como las opiniones colectivas sobre el mismo, servían para validar una línea de acción concreta: el sujeto desviado, un Dr. Jekyll y Mr. Hyde con la simpática y afable apariencia de Milhouse. No hay que obviar que en la cadena de la asimilación hay preconcepciones, cuya responsabilidad se encuentra actualmente repartida entre los medios de comunicación y el activismo feminista. Casos como el de Jesús Vázquez en los años noventa o más recientemente, los señalamientos al director Carlos Vermut son ejemplo de ello.
No hay que obviar que en la cadena de la asimilación hay preconcepciones, cuya responsabilidad se encuentra actualmente repartida entre los medios de comunicación y el activismo feminista
Ahora bien, lo que le interesa a los medios no es tanto la veracidad del testimonio como la reacción social. El sistema de creencias de la ciudadanía es un activo para el consumo de noticias. Quizá por ello, pese a que muchos medios disponen de manuales de estilo sobre cómo tratar la violencia de género y la violencia sexual, ignoran tales recomendaciones y dan absoluta prioridad a los detalles sensacionalistas y morbosos de los testimonios anónimos. Si los medios están convencidos de que tales revelaciones narran supuestas agresiones sexuales, ¿por qué presentan la violencia como un espectáculo, como si fuera un burdo relato pornográfico? ¿Se protege así la dignidad de las víctimas? ¿Es extensible esta opción a aquellas mujeres cuyos agresores no son conocidos? ¿Qué apoyos reciben esas mujeres una vez que la prensa ha hecho caja con su historia?
Para quienes sostienen posturas políticas radicales y se encargan de levantar barricadas morales, Errejón era un blanco fácil. Sin embargo, la «dramatización del mal» que se seguía del testimonio que publicó Fallarás no solo era alimentada por voces feministas, también por una variedad de agentes, como compañeros de militancia, políticos de otras formaciones y oportunistas que, de repente, creían en la violencia de género y en la veracidad de un testimonio anónimo. El popular lema «Hermana, yo sí te creo» parecía ahora una reivindicación compartida entre activistas feministas, representantes de ultraderecha y usuarios acérrimos de la manosfera.
El activismo feminista, que tanto ha inspirado a nuevas y no tan nuevas generaciones, ha dejado de ser un movimiento transformador. Hoy lo que tenemos es un circo mediático que anima al linchamiento en redes, la infantilización de las mujeres, la desconfianza en las instituciones y la domesticación de Eros. Puede que esta tendencia sea una consecuencia de los excesos del Me Too, pero también evidencia la influencia del conservadurismo sexual, presente tanto en la derecha política como en los espacios feministas más influyentes.
El activismo feminista, que tanto ha inspirado a nuevas y no tan nuevas generaciones, ha dejado de ser un movimiento transformador
El feminismo debería ampliar la libertad y autonomía sexual de las mujeres, no sacralizar algunos marcos de deseabilidad y criminalizar aquellos que no resultan románticos, normativos o satisfactorios. No todos los comportamientos sexuales son deseables para las mujeres, pero siempre que medie el consentimiento, el sexo no debería calificarse por sucio que sea como una agresión sexista. De la misma forma, la lucha feminista debería priorizar los aspectos preventivos de la violencia contra las mujeres y no confiar las soluciones al punitivismo y la denuncia en redes.
La indefinición de lo que hoy es agresión, sin distinción entre un beso sin consentimiento a una violación múltiple; la confusión entre violencia sexual y mal sexo, la confianza plena en la denuncia social anónima en detrimento de los canales de justicia formales, la creencia sobre que la violencia sexual es solo «por machismo» o la caza de brujas, en el nombre de la igualdad, no son más que propuestas que buscan controlar y disciplinar las relaciones entre mujeres y hombres. Tristemente, ninguna de estas pretensiones nos ha hecho más felices, más libres, más igualitarios.
Sin embargo, a lo que sí han contribuido es a crear un ambiente hostil y paranoico en la convivencia social; y a reavivar viejos estereotipos de género: las mujeres son irracionales, las mujeres son débiles, las mujeres son tan infantiles que necesitan ser protegidas ya no del acoso o la violencia sexual sino de la seducción, la iniciativa masculina y las experiencias sexuales que no cumplen con las particulares expectativas eróticas o románticas. Paradójicamente, estereotipos que el machismo ha venido utilizando tradicionalmente para negar a las mujeres el derecho al voto, el libre movimiento sin la vigilancia masculina, los derechos sexuales o la racionalidad de nuestro pensamiento.
En relación a lo anterior, se podría argumentar si la deriva del feminismo responde también a un desgaste a la hora de afrontar otros problemas de género. Presentar a las mujeres exentas de capacidad de agencia, vaciar sus actuaciones de responsabilidad o denominarlas víctimas por vivenciar un mal polvo o un vínculo sin responsabilidad afectiva puede opacar los verdaderos desafíos del feminismo: la situación de las trabajadoras sexuales, la feminización de la pobreza, la conciliación, la educación sexual, la precarización de actividades relacionadas con los cuidados o la creencia de que todas las violencias contras las mujeres deben aplacarse a través del Código Penal y, además, sin posibilidad real de reeducación y reinserción. Quizá a esto último también haya que darle una vuelta, Dios sería capaz de perdonar al mismo demonio, pero ¿y el feminismo?
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