«Solo conviene ser dócil si es imprescindible para sobrevivir»
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‘Pequeñas heridas mortales’ (Debate). Con este título, la escritora y ensayista Belén Gopegui (Madrid, 1963) reúne siete cuestiones (lesiones, fracturas, llagas de diferente intensidad y pronóstico) sobre las que conversa con un interlocutor que es, al tiempo, presencia y no. Liarse la manta a la cabeza (bellísima expresión), la seducción de los malvados (como personajes de ficción), la importancia de la imaginación, el rencor y la fortuna, la(s) catástrofe(s) medioambiental(es), el alto jornal de cada día, los colores que impregnan nuestro vivir o el sentido de la vida como narración son los asuntos en los que nos adentramos de su mano.
Estas pequeñas heridas mortales, ¿cierran, cicatrizan o quedan abiertas para siempre?
De las siete que menciono, algunas pueden cerrarse aun cuando siempre habrá que contar con la diferencia individual. Por ejemplo, asumir que nunca podrá una persona entender por completo a quien le habla porque su caja de resonancia y, por tanto, su sentido común, son diferentes, podría cerrarse mediante la imaginación, apartando esa arrogancia que no admite el error por más que sea parte de la materia que nos hace. Otras heridas que menciono, en cambio, solo se cerrarán mediante la lucha colectiva, y otras quedarán abiertas, pero se harán, quizá, cada vez más pequeñas.
Si «no hay estructuras sociales para una persona herida», ¿qué nos queda para repararlas? ¿Los afectos? ¿Son suficientes?
No, no son suficientes. Importan, claro. Pero no reemplazan la necesidad de exigir, confrontar, reclamar esas estructuras destruidas por los recortes que son avaricia de clase, y esas otras que aún no se han construido.
«Precisamente por su importancia, los secretos hay que elegirlos bien»
¿Conviene, con estas heridas, hacer como el kintsugi, mostrarlas?
Me interesa mucho el secreto, estoy de acuerdo con Carissa Véliz cuando afirma que la privacidad es poder, y que es colectiva, porque al entregar la tuya entregas aun sin quererlo la de otras personas. Precisamente por su importancia, los secretos hay que elegirlos bien. El kintsugi muestra las heridas una vez reparadas, es su acierto y su belleza. Quizá mostrarlas en carne viva en una sociedad donde el poder está mal repartido no siempre sea conveniente.
Este ensayo tiene un interlocutor que hace acto de presencia en toda la narración. Para ser un buen interlocutor, ¿qué se hace más necesario? ¿La escucha, la predisposición de ánimo, la empatía…?
La persona a quien se dirige quien narra el ensayo es a la vez una ausencia. Una forma de convocar a quien se espera que entre en contacto con las palabras dichas, una forma de decir que el debate continúa y que esa persona interlocutora imaginada en quien habitan una y muchas construye el tono de los textos. Sobre los rasgos que dices, a lo mejor solo se trata de querer estar ahí, a la vez al otro lado y dentro.
De entre las tres maneras posibles de decidir (en condiciones de certeza, de riesgo o de incertidumbre), ¿cuánto influye el contexto de una persona, su clase social (ese rasgo que parece haber desaparecido del vocabulario)? ¿Hasta qué punto decidir con «certeza» asegura un buen resultado (sabiendo lo matizable y lábil de esa expresión)?
La edad siempre nos muestra que el azar ocupa muchísimo más espacio del que al principio le asignamos. Aun así, a la hora de tomar una decisión, sí es relevante cuánta información se disponga, por eso se expropian alegalmente los datos de miles de millones de personas. Ahora bien, hay diferencias entre dato e información, y entre información e interpretación. Forma parte de la soberbia de las corporaciones creer que son lo mismo.
«La edad siempre nos muestra que el azar ocupa muchísimo más espacio del que al principio le asignamos»
¿Qué ha ocurrido para que, hoy en día, en el debate social, la sentimentalización del discurso se imponga a la racionalidad, «no una facultad sino un método»?
Pensar cansa, leer cansa. Siempre me debato con esas campañas que insisten en el placer de la lectura como si leer fuera deslizarse por las palabras. Cada idea nueva exige una energía que no vemos, pero que podría alimentar varios fuegos. El fatalismo no cansa, dejarse llevar no cansa, pero ¿quién no ha incurrido en ambas cosas? Si las relaciones sociales, empresariales, políticas, económicas, alimentan un contexto en el que intervenir es difícil, en el que las ideas no encuentran su cauce, y se invierte dinero en evitar el pensamiento, entonces pensar cansa más, y a veces no hay fuerzas para vivir a diario contra corriente, ni condiciones de vida que lo permitan. Es difícil cambiar el contexto, la corriente, aunque tal vez ya basta, tal vez ya no debamos seguir viviendo con todo a la contra.
«El yo es una construcción hipotética a partir de múltiples episodios dispersos de conciencia». ¿Cómo saber que a ese zurcido no le falta un buen remiendo?
Bueno, a lo mejor está bien deshilacharse un poco, que ese yo se haga jirones, que algunos salgan volando, que la identidad no sea una cárcel, que la arrogancia no encuentre dónde sujetarse.
«La época en la que se nace y se vive también tiene su propio sentido común». ¿La nuestra también?
Sí, hay cosas que hoy decimos que hace años rechinarían, y otras que hoy nos parecen «de cajón» y que, dentro de unos años, a quienes vengan les parecerán limitadas o vanidosas. No está mal recordarlo de vez en cuando.
«Cada idea nueva exige una energía que no vemos, pero que podría alimentar varios fuegos»
«Es ahí donde se vive, en las intersecciones, nunca solo dentro». ¿Es indolencia, falta de pericia o miedo el que, mayoritariamente se prefiera la seguridad del adentro, la protección, antes que la intemperie, que expone mucho más?
Me resulta difícil hablar de modo general, tal vez las dos hemos leído el texto y sabemos a qué nos referimos con las frases que citas; en el librito procuro ligar las ideas a lo sensible, a materiales que pueden tocarse, pero dichas solas parecen demasiado grandes. Digamos que querer a alguien mucho nos pone a la intemperie. No querer, además, nos expone menos. Al mismo tiempo, querer mucho nos da una fuerza que no teníamos, y no querer a nadie nos vuelve más frágiles, por eso estos ensayos breves se van llevando la contraria. Porque, en otro orden de cosas, resulta que se puede querer mucho desde unas pautas erróneas, interiorizadas, patriarcales, prejuiciosas, lo que sea, que nos equivocan, y a veces decir «no» a una de esas relaciones y replegarse un poco nos trae serenidad e ímpetu. Lo que al final vengo a sugerir, supongo, es que incluso para ese decir «no» son necesarias las intersecciones, poner el pensamiento en riesgo a través de lo que otras personas nos hacen ver, recordar que los pensamientos se sienten y que en el querer se piensa todo el rato, mezclarse siempre.
¿De qué modo distinguir la bondad de la obediencia y la docilidad? ¿Conviene, en algún caso, ser dócil?
Vayamos a lo muy concreto: por ejemplo, hablar bien del patrón en un medio que pertenece al patrón es docilidad. Si a alguien le obligan a hacerlo, si realmente su sustento depende de ello, jamás le juzgaremos, pero sí le diremos que sepa que no está siendo bueno con su patrón sino dócil, y puede que un día nos pase la información necesaria para evitar esos episodios en que se obliga a alguien a decir lo que no quiere, a hacer lo que quiere, a creer en lo que no cree. De modo que, para distinguir bondad de docilidad, acudiría a la pregunta de Brecht, a quién sirve lo que haces, y añadiría que solo conviene ser dócil si es imprescindible para sobrevivir y con la vista puesta en recordar lo que se hizo para, en algún momento, evitar que vuelva a suceder mediante una estrategia no privada de enfrentamiento. Como digo, es la teoría, después hay momentos en que callamos ante gracias infames vertidas sobre personas que no las merecen, y no por eso debemos ser desterradas del mundo, aunque sí ser conscientes de que lo hicimos y la próxima vez haber reunido fuerzas con el apoyo de otras personas para no callar.
«La vida de cualquiera consiste en estar un poco en todas partes y hacer lo que se puede».
Esto viene de una comparación entre la vida diaria de las personas y las vidas de personajes literarios o de película en quienes se concentra la intensidad. Hay, por ejemplo, una clase de personajes novelescos que se caracterizan por perseguir un solo objetivo en la vida, pongamos recuperar un amor perdido, ser geniales en una actividad artística, vengarse. Y las personas, a veces, nos refugiamos en sus historias porque, por un momento, vislumbramos lo fácil que podría ser jugárselo todo a una sola carta, en lugar de estar atentas a los mil pormenores, a lo obligado, a lo querido, y a lo querido aunque obligado, y a las cosas que se van quedando a medias. Sabemos que, en realidad, la vida está en lo que Merleau-Ponty llamaba el infinito pormenor, pero quién no sueña con algo que le permita partir «hasta el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo», que decía el poeta. Aunque a menudo ese sueño esconde algunas traiciones, o miedo a quedarse, o falta de fuerzas quizá porque nos las robaron. Entonces llega el momento de trazar esa finísima línea entre las historias de consuelo falso que engañan y debilitan, y las que dan el aliento que a veces falta.
Entre «el yo que vive las cosas» y el «yo que las recuerda y las narra», ¿qué nos jugamos?
Algunos experimentos dan a entender que esos yoes tienen percepciones diferentes de un mismo hecho. Si hay que elegir, casi me quedaría con el que vive las cosas, porque el que las recuerda y las narra ha tenido demasiado tiempo para embadurnarlas de influencias impuestas, del deseo de venderse o de dar la mejor versión de uno mismo, del deseo que creer que fueron de otra manera. Me quedaría con esa punzada única, que nunca volverá a repetirse: la percepción se unió al pensamiento y de algún modo sentimos lo que estábamos pensando que vivíamos y algo se nos quedó, una certeza de haberlo hecho bien o, por el contrario, de haber podido hacerlo mejor. Me parece una guía más fiable que tantas reelaboraciones como nos piden hoy.
Que la suerte del mérito es eso mismo, pura casualidad, queda claro en este diálogo suyo pero, ¿hasta qué punto el azar es determinante para cualquier vida?
Ah, la gran pregunta. Hace poco leía un artículo magnífico de Jesús Méndez, «Contra el libre albedrío: un bajón, una oportunidad y una fiesta», sobre el libro de Sapolsky Decidido. (Paréntesis, quien busque el artículo haga abstracción de que en algún momento me cita porque es que, si no, a veces no puedo hablar de textos que me han interesado porque me citan y lo único que pasa es que lógicamente tenemos intereses comunes pero el texto sería tan bueno, o mejor, si una no apareciera). Ya en Compórtate, Sapolsky planteó el problema del libre albedrío abogando por su inexistencia. Al hilo de su pregunta diría que todo es azar. En Decidido desarrolla esta idea y la fundamenta. Como bien señala Méndez, es una idea bastante útil para acabar con la ideología de la meritocracia. El problema es que resulta fácil para Sapolsky o para cualquiera con cierto éxito social decir que en realidad no se lo merece, que si hubiera nacido en otra parte con otras hormonas, etcétera, no habría llegado a donde está ahora. Pero una cosa es decirlo y otra asumir las consecuencias; por ejemplo, asumir con hechos que ningún trabajo merecería más sueldo que otro; no sé ni siquiera si Sapolsky lo asumiría. Aun así, tenemos que saberlo, nuestras capacidades no son nuestras, las transportamos, y un día no estarán.
«Nuestras capacidades no son nuestras, las transportamos, y un día no estarán»
Hay un problema más grave todavía: ¿cómo asumirá quien está en una mala situación que su destino ya está jugado? La falta de libre albedrío puede ser liberadora para personas acusadas de ser responsables de lo que luego se supo que era un desarreglo químico, pero ¿sería liberadora para quienes luchan por su emancipación? En este sentido, pienso que tal vez no exista libre albedrío individual pero sí existe algo parecido a aplicar a nuestra acción colectiva la conciencia que tenemos de querer levantar una mano y levantarla. Hemos visto que las luchas logran mejoras, aunque a veces se pierda. Tal vez el azar condujo a las personas a estar involucradas en esas luchas. Sin embargo, lo que allí vivieron ya se hizo parte de su experiencia y causa, o digamos, parte de una causa de sus futuras acciones.
«Quien se acostumbra a la impotencia de su acción deja de actuar». ¿Cómo no sucumbir al desaliento, «para que el hambre no se repita»?
Me gusta bastante una cita de Bernard Shaw que aparece en el texto, algo así como que nadie acepta nunca verdades incómodas «hasta que la posibilidad de una escapatoria las ilumina», o siguiendo ahora a los hermanos Cubero: creadoras (personas creadoras) de recuerdos/ fabricando buenos tiempos. Fabriquemos pues futuro con el presente, iluminemos escapatorias haciéndolas posibles.
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