Pensamiento
Desempolvar la reflexión
Frente al mundo de apariencias que gobierna la era digital, ¿utilizamos nuestra capacidad de reflexión tanto como deberíamos?
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Sobrevivió incompleto al curso de los milenios, pero su deterioro no ha impedido que su esencia haya llegado hasta nosotros. Un escriba egipcio de hace más de tres mil años copió un peculiar cuento que, es probable, fuese popular entre los habitantes del Nilo. La narración es, en realidad, un diálogo entre la cabeza y el cuerpo humano. La cabeza ha declarado su hegemonía sobre el cuerpo quien, al mismo tiempo, ha acudido al tribunal divino a demostrar su superioridad. «Mi subordinada la cabeza chilla con su boca excelentemente; yo estoy impregnado de verdad, mientras que en ella habitan miasmas contra mí», dice el cuerpo. «Pero soy yo quien hace vivir…».
No sabemos qué hace vivir la cabeza. Puede que el ba mitológico, puede que el recuerdo y la memoria. Sea como fuere, el texto, que termina ahí, ofrece una verdad tan antigua como perspicaz: de nuestra cabeza brotan numerosos males; también, a modo de botica, gran parte de su solución. No me refiero únicamente a cierto abanico de trastornos psiquiátricos, cuyo estudio delego, por ahora, a los especialistas, sino a las constantes afrentas que nos causamos a nosotros mismos cuando empleamos nuestra inteligencia como un medio y no como un fin. Es decir, cuando vivimos a remolque de las circunstancias, sin pensarlas y sin analizarlas, en «piloto automático». Sin reflexionar.
Las personas nos hemos acostumbrado a instrumentalizar el intelecto. No hablo de ser útiles para un fin concreto como, por ejemplo, para la actividad laboral, sino a emplear nuestros atributos y estados (conciencia, inteligencia, pensamiento, etcétera) como medio comparativo. Es cierto que los seres humanos, en nuestra condición animal, no podemos evitar juzgar cada circunstancia que acontece a nuestro alrededor. La evolución biológica ha diseñado nuestro sistema nervioso durante millones de años para procesar los datos que nos llegan a través de los sentidos en busca de potenciales y constantes peligros. Para este análisis empleamos el instinto y la memoria, las experiencias que hemos vivido o que tenemos noticia de que otros seres parecidos a nosotros han sufrido con anterioridad. De aquí nace el deseo de que nos cuenten historias: al escuchar o leer un relato solemos integrarlo como una experiencia personal, hasta el punto de que el poso de narraciones recibidas en la niñez o bastantes años atrás se disuelven en nuestra memoria, con la misma intensidad que si las hubiésemos vivido nosotros mismos.
Casi siempre nos es más cómodo hacer encaje de impresiones que asumir el reto del conocimiento
De esta manera, construimos nuestra existencia como una gran narración en la que nuestras vidas y las ajenas encajan con una coherencia a menudo impuesta según nuestro sentido de la coherencia. Los hechos desnudos nos desagradan. De primeras, no significan nada. Entonces, ¿cómo saber con celeridad si algo es «bueno» o es «malo» para nosotros? Aquí nace una peculiar doble posibilidad: o bien interpretamos los sucesos respecto de una referencia previa (una visión del mundo que nos han transmitido a través de la educación recibida y de nuestras experiencias vitales) o bien los analizamos en busca de certezas sobre su genuina naturaleza. Dicho con otras palabras, podemos elegir encajar la realidad en el relato que nos contamos a nosotros mismos o intentar que nuestra propia ficción mental concuerde lo máximo posible con lo que es cierto. Casi siempre nos es más cómodo hacer encaje de impresiones que asumir el reto del conocimiento.
Por eso mismo es tan fácil convencer en la sociedad de nuestros días. Usamos las redes sociales para exhibirnos y tratar de imponer nuestro criterio, no para compartir información con la lúcida inocencia de quien le importa alcanzar certeza. Los conflictos dialécticos requieren ciertas dotes: manejo de la palabra, respeto al interlocutor y estrategia. Estar expuestos a personas que con frecuencia destacan por su vulgaridad agota nuestras fuerzas. Trampas de los algoritmos al margen, somos nosotros mismos quienes, ya sea con plena consciencia volitiva o por inercia, vamos favoreciendo a quienes piensan como nosotros o nos hacen sentir reconfortados con nuestras publicaciones. Inflamos así las burbujas informativas, aunque nos alejemos del ideal del intercambio más o menos limpio de pareceres. Cada vez son menos los usuarios que escogen la variedad informativa y la discusión heterogénea. Esta decisión es comprensible: a fin de cuentas, los humanos aspiramos a una larga vida y a la prosperidad, como el deseo del saludo vulcano, no pasar mal rato, tensar nuestro carácter y permanecer en alerta.
Para la persona reflexiva, sus creencias no importan, solo lo hace la verdad objetiva y universal que es capaz de discernir
Toda esta situación cambia cuando desempolvamos la reflexión y entrenamos la suspensión del juicio. Al reflexionar, nuestra pretensión cambia. Ya no nos importa evaluar la conveniencia o el peligro de una determinada realidad, sino comprenderla. El proceso también nos produce un reajuste inmediato de la capacidad para juzgar: el adjetivo calificativo queda progresivamente limitado a una descripción mental de los acontecimientos donde nuestros sentimientos y la verdad que lentamente vamos descubriendo quedan claramente diferenciadas. Para la persona reflexiva, sus creencias no importan, solo lo hace la verdad objetiva y universal que es capaz de discernir.
Desempolvar la reflexión ofrece también otros aspectos positivos. Por ejemplo, dejar de ser esclavos de la palabra para liberarnos mediante la escucha activa. Al escuchar a los demás nos es más fácil ponernos en piel ajena y percibir al otro con plena dignidad, rompiendo las diferencias culturales que a menudo imaginamos que nos separan entre nosotros. Porque, en definitiva, todos los humanos somos seres reflexivos, si queremos hacer uso de nuestra común capacidad. El respeto, entonces, emana por sí solo.
También, al concedemos tiempo para escuchar y comprender al semejante estamos defendiendo la comunicación, la libertad de expresión y la libertad de pensamiento. Siempre que las ideas se defiendan desde el respeto, la discordancia es abrazada como lo que es, un estímulo para perfeccionar nuestras ideas en busca de ese fin superior que supone alcanzar la verdad, ya que gracias a la diferencia de impresiones podemos aspirar a pulir más rápidamente nuestro pensamiento. Solo así es posible desarrollar una libertad de pensamiento real y trascender de la reacción a la acción, del estímulo animal a la estrategia consciente y del estar sin saber al saber estar.
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