Opinión

El reino de la alegría

La humanidad siempre ha anhelado encontrar el ‘reino de la alegría’ en el descubrimiento de nuevas tierras, la acumulación de riqueza o la ascensión en la jerarquía social. Sin embargo, esa búsqueda, cimentada en el miedo y una actitud de supervivencia cultural constante, difícilmente encontrará el camino correcto.

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07
julio
2021

El mar susurra su distante fiereza en el horizonte. Al observarlo desde lo alto del promontorio apenas se distingue del cielo. Ambos éteres se contemplan en su mutuo espejo, su verdad se confunde en la mirada. Por el otro lado, el murmullo de los turistas que pueblan las terrazas desdibuja lo que hace más de dos mil setecientos años fue un puesto comercial fenicio y ahora uno más de las decenas de municipios turísticos que arraigan la costa mediterránea española.

En las callejuelas empedradas, unos perezosos moscardones abanican el aire. «Como los turistas», pienso, mientras camino sólo por el placer de andar y ver, de escuchar el sonido del trasiego y de fundirme con el paisaje. Cuando termino mi recorrido regreso de nuevo al promontorio. De toda mi visita es este lugar, un poco apartado y anodino, azul y ondulado, el que me fascina de verdad. Siento que es quizá la única imagen del asentamiento que apenas ha cambiado desde que aquellos expedicionarios llegados del otro extremo del Mediterráneo decidieron construir las primeras casas, sus templos y sus calles. ¿Por qué eligieron este lugar, rugoso, dependiente del capricho de las mareas?

En verdad, nada ha cambiado en esencia, apariencias aparte. Tampoco lo hacemos los humanos a pesar de las inclemencias que agitan nuestras respectivas vidas. Durante aquel paseo me reencontré con una vieja aliada, maestra de mi niñez a la que la madurez y los contratiempos comenzaron a silenciar. Me refiero a la serena alegría de vivir, que conducía mis pasos y multiplicaba la percepción de mis sentidos. Sin prisa, sin angustia. Únicamente estábamos el paisaje y yo, el mar y la tierra fértil. Esa fecunda indiferencia debieron encontrar también los emigrantes que atravesaron el Mediterráneo en busca de un buen lugar en el que prosperar, a ser posible, en paz. La eudaimonia, probablemente. O simplemente la certeza de haber hallado un nuevo hogar.

La alegría es, quizás, el estado más hermoso al que podemos aspirar los seres humanos. Sus virtudes la avalan: sutil y precisa, gusta de los pequeños detalles cotidianos y no necesita grandes inversiones materiales para darle acomodo. Sin embargo, la alegría crepita en la libertad de la presencia de las pequeñas cosas: un paseo, el instante efímero de una mirada, el burbujeo de una cerveza bien fría. Por eso, al intentar retenerla, escapa de nuestra mente. Cuando deseamos cortejarla con lujos o prodigios, enseguida se metamorfosea en desdén y vacío. Tampoco la persecución de lo que consideramos popularmente como felicidad –aquellos estados de ser o la posesión de las cosas que en cada momento y cultura se consideran deseables– satisface a tan peculiar estado de ánimo. La alegría reside, simplemente, en nuestro reconocimiento inesperado de nosotros mismos al vivir, como en una suerte de deslumbramiento que nos embriaga sin necesidad de ninguna justificación racional. Al estar alegres nos percibimos en plenitud, aunque no vislumbremos en nuestra mente y de una manera reflexiva los entresijos de esa misma totalidad que sentimos y que, en consecuencia, sabemos que existe.

«La alegría reside, simplemente, en nuestro reconocimiento inesperado de nosotros mismos al vivir»

Por ello, la alegría es el patrimonio de los niños, de los sabios y de la mayoría de los seres vivos. Si abandonamos los límites de la adusta y rutinaria vida en civilización, la que calificamos de «adulta», y nos detenemos a observar el resto de cosas que palpitan a nuestro alrededor encontraremos el camino para regresar a su esencia. Los niños persiguen atesorar la alegría no tanto porque desconozcan la tristeza, el dolor o la desesperación, sino porque aún no han extraviado la noción natural de la existencia con la que nace cada ser vivo. La existencia permite capturar la experiencia que nombramos como «vida», que viene a ser el mismo hecho de existir enmarcado en un determinado contexto, o lo que es decir algo semejante, vivir consiste en existir en conjunto con las otras cosas que existen, en interacción, en relación. Y esta es la única disposición posible en que se produce la vida.

La vida en su plenitud implica, por tanto, alegría. Ser uno mismo y poder serlo con las otras cosas que también lo son produce la equivalencia absoluta, la plenitud. Esto es lo que les sucede a los niños y a gran parte del resto de seres vivos, como decía. Un niño tiende a actuar como es respecto de las circunstancias que le toca experimentar. No le importa el parecer -el deseo de imposición y dominio- de los otros, sólo quiere ser. Así, los niños se niegan a asimilar esa anomalía que significa mirar la vida bajo un tapiz tejido con las hebras del miedo y de la contención interior que denominamos «supervivencia». Limitarnos a sobrevivir es ser menos, es negarse a sí mismo, un estado de emergencia donde nos hacemos daño a cambio de preservarnos un día más. La supervivencia implica vivir en una situación de indigencia que de forma natural se reduce a situaciones minoritarias. Por ejemplo, al quedarnos atrapados en medio de un desierto de hielo o arena, sin recursos y con escasas posibilidades de alcanzarlos. O al caer en un río de traviesa corriente que nos arrastre hacia las rocas sin apenas poder asomar nuestra cabeza sobre su superficie para respirar. O, algo muy habitual en el mundo animal, ante la persecución de un depredador que nos haya elegido como un apetitoso bocado y no encontremos la forma de zafarnos fácilmente de él. Si un ser humano –u otro ser vivo– consigue cuidar un poco con qué interactúa y cómo lo hace, su contexto de vida tenderá a un cierto grado de comodidad definido más por su conducta biológica que por los dictados de su entorno, no viéndose obligado al estado de supervivencia, quizá, nunca. Basta observar que las formas de vida microscópicas tienden, en numerosas especies, a formar colonias o simbiosis que les proporcionan un cierto grado de seguridad y bienestar para sus actividades vitales, como sucede entre hongos y plantas, y entre las plantas entre sí. Más accesible a la evidencia nos es comprobar la organización social de los animales superiores, formando habitualmente comunidades que les permiten sumar sus naturales capacidades individuales para buscar recursos y hábitats deseables al mismo tiempo que disuaden a posibles depredadores con gran efectividad. Una observación reflexiva de la naturaleza nos invita a asumir que la única forma digna de vivir es desde la serenidad del presente, la tranquilidad de instante y la plenitud que proporciona la alegría de, simplemente, ser.

«Limitarnos a sobrevivir es ser menos, es negarse a sí mismo, un estado de emergencia donde nos hacemos daño a cambio de preservarnos un día más»

La mayor fuente de nuestras tragedias no es la naturaleza, sino la vida en sociedad tal y como la hemos establecido. A nuestro vínculo con la materia inerte y a otros seres vivos le debemos el infortunio, en todo caso, y nuestra torpeza, influenciada por el grado de conocimiento de la realidad alcanzado, pero nada más. El resto de nuestras desgracias siempre tienen un indudable componente cultural o muy humano al estudiar su origen y el contexto en el que se producen.

Sin sucumbir a la tentación de trenzar imágenes ideales del orden natural, es cierto que en nuestra relación con él nada nos es exigido. Pueden hacer la prueba en un sencillo paseo por el campo, en una caminata serpenteando boscosas arboledas, cuidando animales o apaciguando las olas mientras navegamos. No hay juicio que nos enfrente, no hay oposición ante nuestra voluntad, sólo una constante puesta a prueba de nosotros mismos que nos desafía, en todo caso, a descubrirnos en la verdad individual y humana que nos define. Conceptos como «fracaso» o «derrota» quedan sin significado ante el entorno natural. Porque, salvaje y gigante, inmensurable en su extensión y en las posibilidades que ofrece, cualquier interacción se reduce a ser plenamente nosotros mismos, la única verdad que transitamos con seguridad y la que refleja el resto de las cosas que nos encontraremos a nuestro alrededor. La naturaleza nos recuerda que, ante todo, fuimos, somos y seremos.

En cambio, los humanos hemos constituido la vida en sociedad como una carrera hacia ninguna parte. Olvidando que más allá de los artificios culturales y de los códigos cívicos en los que nos movemos sólo queda la naturaleza en su estado puro hemos edificado una especie de burbuja mental donde todo es extraño e imaginado. La libertad que emana del propio hecho de existir queda coartada en un beneficio mutuo más que cuestionable, al menos, a día de hoy. En efecto, y como sugería muy acertadamente el filósofo neerlandés Baruj Spinoza, disfrutamos de una elitista impresión de pleno acceso a la libertad absoluta, pero se trata de un espejismo. Ya lo es la propia definición de «libertad» que predomina en el acervo común, porque libertad no podría ser jamás realizar todo aquello que se nos antoje, como se nos vende con fines muy rentables a nivel económico y de manipulación social para quienes propagan esta visión de la libertad. Si así fuera, y sin entrar a valorar el muy discutible por etéreo poder que nos otorga esa propiedad infinita por indefinida, al necesitar reconocer mediante el intelecto los deseos que estamos interpelados a realizar, ¿no seríamos entonces presos de esa misma razón?

No, la libertad es un estado mucho más simple: poder hacer aquello que corresponde con nosotros mismos, con nuestras características y cualidades que nos hacen ser las personas únicas e irrepetibles que somos. La libertad verdadera se alimenta en plenitud, sin más límite que nosotros mismos; todo lo que se define externo a ese conjunto nos es en verdad indiferente. Cuando no nos lo parece así se debe a la visión del mundo que nos han transmitido, el código social que define cada época y que vamos construyendo y modificando al antojo de quienes gobiernan la sociedad. Y he aquí la clave del principal pilar sobre el que están construidas nuestras sociedades, la creencia en una consecución ciega y sin límites nos desliga del reconocimiento de nosotros mismos y nuestras genuinas necesidades, y pone en bandeja que sean otros quienes las dicten. Desde el deseo de tener un trabajo mejor remunerado -aunque nos encontremos a disgusto desempeñando unas funciones que sentimos ajenas- hasta la acumulación de bienes: toda esa carrera responde, en su fundamento, a una obsesión arcaica modelada por quienes van gobernando cada época en función de sus intereses. Hacer lo que ellos quieren que se haga para mantenerse en una posición soberana, o al menos socialmente más valorada. Quien controla la definición de libertad –y la creencia irreflexiva sobre qué implica ser libre– enarbola el dominio sobre sus semejantes.

«La mayor fuente de nuestras tragedias no es la naturaleza, sino la vida en sociedad tal y como la hemos establecido»

Sin embargo, y pese a todos los esfuerzos, incluso quienes dictan los cánones de cada periodo y regulan el deseo popular para orientarlo a sus intereses y a los de quienes le benefician son igualmente presa del ancestral temor que tomamos en herencia según crecemos y nos integramos plenamente en la sociedad. Ante la naturaleza inabarcable, que nos desafía, sólo disponemos de la característica humana de la reflexión como única herramienta para ir distinguiendo los matices de la inmensidad que representa el cosmos. Durante ese proceso milenario de conocimiento en expansión, la primera acción consiste en desarrollar un intenso temor ante lo desconocido, que es miedo a la vida en la inmensidad que representa. Ese miedo condujo a las primeras comunidades humanas al delirio que ahora hemos convertido en civilización: negando a la propia naturaleza, despojándonos de la búsqueda de nuestra propia identidad, nos lanzamos a la carrera del desamparo, de la desprotección y del dominio de nuestros semejantes. Acumulamos riqueza, fama y control sobre los demás con la esperanza de alejar el infortunio de nosotros y aplacar las consecuencias de nuestra torpeza. Pensamos que de esta manera nunca nos faltará alimento ni quienes nos asistan ante la vicisitud, pero al hacerlo nos equivocamos dos veces. La primera de ellas, la más evidente por material, porque al desproteger al semejante nos estamos desprotegiendo también a nosotros mismos. La segunda, la más importante en mi opinión, es que nos negamos a vivir en la alegría hasta convertirnos en seres que deambulan por el mundo temerosos de que unas circunstancias más poderosas que las que rigen nuestras capacidades destruyan la carcasa de seguridad que representan la cultura y el modo de vida que profesamos. Al dictar qué es y cómo debe ser nuestra libertad común e individual despertamos la apatía en nuestros semejantes, y al ser dictada nos la negamos a nosotros mismos como fruto de ese mismo temor. Desconfiando de todo y de todos, expulsamos a la alegría de nuestra vida. Y entonces, sí, nos encontramos a la intemperie, obligados a enfrentar el monstruo del egoísmo que hemos creado para defendernos de un mal que no existe, que no es azar tampoco, que es circunstancia, sin más.

Mientras hilvano cada uno de estos pensamientos sentado al abrigo del sol de mediodía y de la refrescante brisa marina me doy cuenta de que son las casas encaladas y la muralla rocosa que quiebra el mar azulado los vestigios arqueológicos de la alegría. Percibo en los fundadores del lugar donde me encuentro la eterna búsqueda del buen vivir, en un peregrinaje que los llevó hasta ese rincón de la costa, de la misma manera que los cientos de turistas que paseamos por la población ansiamos hallar un confort semejante. La diferencia entre ellos y nosotros es que nuestros motivos para buscar la dicha allí son más inocentes. Elegimos hoteles con bufetes libres y baile nocturno donde podemos desinhibirnos con alcohol, paseos junto a la playa y la acumulación de abundantes horas de exposición a la calurosa luz del sol como si de una competición se tratase. Aprovecho el jolgorio de los veraneantes para recorrer los últimos vestigios de la vida cotidiana del enclave. Bajando por la calle principal, la más ancha y por la que aún se permite el paso a algún coche o moto que aprisiona a los visitantes, se encuentra el puerto. Las redes dormitan tendidas desprendiendo su olor a yodo quemándose al sol. Los pescadores ultiman la recogida de los aparejos antes de marchar a comer. La explanada pronto queda desierta. La vida sencilla, el olor a sal seca, las paelleras rutilantes, los tópicos adjetivados al describir un paraje mundano para un habitante de tierras mediterráneas como lo soy yo. Estoy en el reino de la alegría. Y seré feliz mientras decida habitarlo, esté donde esté.

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