Opinión

Gibbon y la meritocracia

Creer en estos valores no significa creer en la ley del más fuerte, sino en una sociedad que dé medios de fortuna a los más débiles para que demuestren su mérito. Y esto empieza en el colegio: cuanto más se exija a los alumnos, más oportunidades tendrán los que tienen talento (y no apellido).

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05
julio
2022
Modificación de la obra ‘Napoleón cruzando los Alpes’ (1801-1805), por Jacques-Louis David.

«Mi suerte podría haber sido la de un esclavo, un salvaje o un campesino: no puedo reflexionar sin placer en la abundancia de la naturaleza, que propició mi nacimiento en un país libre y civilizado, en una época de ciencia y filosofía, en una familia de rango honorable y decentemente dotada con los dones de la fortuna». Así se presenta Edward Gibbon en el primer esbozo de sus memorias (recién publicadas en español, en la traducción soberbia de Antonio Lastra para la editorial Cátedra). Unas páginas antes cita a Ovidio (en latín, claro) para reafirmarse en su ideal: «Et genus et proavos et quae non fecimos ipsi Vix ea nostra voco» (no llamamos nuestro al nacimiento, a la ascendencia ni a lo que no hemos hecho). 

Era costumbre en el siglo XVIII empezar las memorias con el linaje, destacando a los antepasados más gloriosos del narrador, pero Gibbon no solo era un esquire (un escudero, un hacendado sin abolengo ni mucha fortuna), sino que considera que el único mérito que justificaba ese acto narcisista de dar a la imprenta el relato de su vida era haber escrito la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano.

Por tanto, de sus antepasados solo cuenta aquellos que dejaron una obra de la que sentir orgullo. Su favorito era lord James Fennes, barón de Say y Sele. Fue un tipo importante en el siglo XV: gobernador de Dover, guardián de las Cinco Puertas, alcaide de la Torre, lord chambelán y lord del Tesoro de Inglaterra. Le cortaron la cabeza en una revuelta que narró Shakespeare en Enrique VI, y aunque Gibbon cree que el autor de Hamlet fantasea en los cargos, le gustaría descender de un mártir de la enseñanza, pues según la obra de teatro, el insurrecto Jack Cade lo mandó al patíbulo con estas palabras: «Has corrompido traicioneramente a la juventud del reino al erigir una escuela de gramática y, mientras que antes nuestros padres no tenían más libros que el de cuentas, has hecho que se use la imprenta y, en contra del rey, su corona y su dignidad, has construido un molino de papel. Probaremos en tu cara que a tu alrededor los hombres hablaban de sustantivos, verbos y palabras tan abominables que ningún oído cristiano los soporta». ¿Quién no querría ser decapitado por enseñar gramática a los niños?, se pregunta Gibbon, que escribía con fluidez en latín desde los nueve años. Desde luego, pocos reos pueden mantener la cabeza tan alta antes del hachazo.

Las memorias de Gibbon son un alegato meritocrático en una época anterior al concepto, y leerlas hoy, cuando la palabra se ha malbaratado y politizado de tal forma, es revelador. A Gibbon le importa un carajo lo que es la gente, solo presta atención a lo que hace, y quiere ser apreciado en función de sus obras, no de su linaje. Considera el nacimiento un azar. Hay que estar agradecido por haber nacido en un país y en una época donde se le permitió ser uno de los historiadores más importantes de la historia, valga la historianza, subrayando lo aleatorio y fortuito del hecho de nacer.

«Las memorias de Gibbon son un alegato meritocrático: le importa un carajo lo que es la gente, solo presta atención a lo que hace»

Puede que los gurús del emprendimiento, los políticos neoliberales de baja estofa y los adoradores de Steve Jobs hayan convertido la meritocracia en basura filosófica, pero su formulación posmoderna en el contexto de una happycracia coelhana donde el universo conspira para que cada cual consiga sus sueños no debería emborronar su potencia revolucionaria y democrática. La meritocracia es hija de la Ilustración a la que perteneció Gibbon, y nació para sustituir a la aristocracia.

Simplificando mucho, se puede fechar el origen de la meritocracia el 15 de julio de 1804 en los Inválidos de París, cuando Napoleón –aún cónsul, no emperador– concedió las primeras legiones de honor. Bonaparte se había dado cuenta de que, de los tres valores republicanos, el de la igualdad era el más problemático, porque una sociedad necesita jerarquías, no solo funcionales, sino también simbólicas. Tiene que haber personas que encarnen el ideal de la nación y marquen su horizonte. Los aristoi eran los mejores, pero la revolución se había hecho contra ellos. ¿Cómo refundar la aristocracia? Muy sencillo: invocando el mérito. La aristocracia recobraría su sentido etimológico griego y Francia honraría a sus mejores ciudadanos mediante una distinción que no negaba su igualdad ante las leyes, pero los señalaba como faros ilustrados, personas de respeto. La legión de honor daba pompa y circunstancia a quienes se lo habían ganado por ser los mejores en lo suyo, los mejores artistas, los mejores soldados, los mejores científicos, los mejores escritores. 

El 15M demostró una fe ciega e ingenua por la meritocracia. Con la frase «nos han engañado», una generación expresaba su asombro y rabia por no ver reconocido su esfuerzo. Habían querido ser los mejores, pero la sociedad les trataba como a los peores. Por supuesto que, en nombre del mérito, se cometen abusos y se enmascaran aristocracias a la antigua. Sin apellidos ni rentas, tan solo con el mérito, no se llega muy lejos, pero la respuesta a la desigualdad y a la construcción de nuevos castillos nobles en la cima del mercado de trabajo no puede ser el cuestionamiento o la burla de un concepto tan poderoso. 

Con la frase «nos han engañado», el 15M expresaba su asombro y rabia por no ver reconocido su esfuerzo

Enarbolar la bandera del mérito no es abrirse paso a machetazos ni enorgullecerse de hacerse a uno mismo, contra las circunstancias del nacimiento. Enarbolar la bandera del mérito supone tomar conciencia de que esas circunstancias no pueden decidir la vida de nadie. El impulso de un Gibbon que agradece haber nacido en un país civilizado y libre es defender esa civilización y esa libertad, fortalecerlas y hacerlas verdad para todos. Creer en la meritocracia no es creer en la ley del más fuerte, sino en una sociedad que dé medios de fortuna a los más débiles para que demuestren su mérito. No se trata de vanagloriarse de lo que ha hecho uno mismo, sino de presionar al poder para que allane todo lo que impide a cada cual explorar y alcanzar sus talentos.

Y para ello necesitamos que los obstáculos estén en los currículos escolares. Cuanto más se exija a los alumnos, más oportunidades tendrán los que solo tienen talento, pero no apellido. Una escuela contraria al mérito, fácil, rebajada y reacia al conocimiento es una escuela que trabaja por la desigualdad, que abandona y desarma a los pobres y los devuelve a una situación estamental, donde su mérito no vale nada. 

Edward Gibbon, por cierto, fue un autodidacta que disponía de una familia con biblioteca que valoraba el conocimiento. Con otra tía y otros padres, jamás habría sido el titán intelectual que fue, porque ni la escuela ni la universidad de su tiempo estaban preparadas para formarlo. Por eso Gibbon habla de suerte, porque sabía que de ella dependía el mérito. Una meritocracia democrática no puede dejar nada en manos de la suerte. 

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