Siglo XXI

Ganadores y perdedores

Interpretar la protesta populista como algo malévolo o desencaminado absuelve a la élite dirigente de toda responsabilidad, según asegura el filósofo Michael J. Sandel en ‘La tiranía del mérito’ (Debate). ¿Hemos perdido de vista la noción del bien común?

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15
octubre
2021

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Corren tiempos peligrosos para la democracia. Puede apreciarse dicha amenaza en el crecimiento de la xenofobia y del apoyo popular a figuras autocráticas que ponen a prueba los límites de las normas democráticas. Estas tendencias son preocupantes ya de por sí, pero igual de alarmante es el hecho de que los partidos y los políticos tradicionales comprendan tan poco y tan mal el descontento que está agitando las aguas de la política en todo el mundo. Hay quienes denuncian el aumento significativo del nacionalismo populista reduciéndolo a poco más que una reacción racista y xenófoba contra la inmigración y el multiculturalismo. Otros lo conciben básicamente en términos económicos y dicen que es una protesta contra la pérdida de empleos provocada por la globalización comercial y las nuevas tecnologías.

Con todo, es un error no ver más que la faceta de intolerancia y fanatismo que encierra la protesta populista, o no interpretarla más que como una queja económica. Y es que, al igual que ocurrió con el triunfo del Brexit en Reino Unido, la elección de Donald Trump fue una airada condena a décadas de desigualdad en aumento y de extensión de una versión de la globalización que beneficia a quienes ya están en la cima pero deja a los ciudadanos corrientes sumidos en una sensación de desamparo. También fue una expresión de reproche a un enfoque tecnocrático de la política que hace oídos sordos al malestar de las personas que se sienten abandonadas por la evolución de la economía y la cultura.

La dura realidad es que Trump resultó elegido porque supo explotar un abundante manantial de ansiedades, frustraciones y agravios legítimos a los que los partidos tradicionales no han sabido dar una respuesta convincente. Parecida dificultad afrontan las democracias europeas. Si alguna esperanza tienen esos partidos de recuperar el apoyo popular, esta pasa necesariamente por que se replanteen su misión y su sentido. Para ello, deberían aprender de toda esa protesta populista que los ha desplazado, pero no reproduciendo su xenofobia y su estridente nacionalismo, sino tomándose en serio los agravios legítimos que aparecen ahora entrelazados con sentimientos tan desagradables.

«Los partidos tradicionales y la élite gobernante, viéndose ahora convertidos en el blanco de la protesta populista tienen dificultades para entender lo que ocurre»

Esa reflexión debería empezar por el reconocimiento de que esos agravios no son solo económicos, sino también morales y culturales; de que no tienen que ver únicamente con los salarios y los puestos de trabajo, sino que atañen asimismo a la estima social. Los partidos tradicionales y la élite gobernante, viéndose ahora convertidos en el blanco de la protesta populista tienen dificultades para entender lo que ocurre. Lo normal es que su diagnosis del descontento vaya en alguno de los dos siguientes sentidos: o bien lo interpretan como animadversión hacia los inmigrantes y las minorías raciales y étnicas, o bien lo ven como una reacción de angustia ante la globalización y el cambio tecnológico. Ambos diagnósticos pasan por alto algo importante.

Según el primero de esos diagnósticos, el enfado populista contra la élite es principalmente una reacción adversa contra la creciente diversidad racial, étnica y de género. Acostumbrados a dominar la jerarquía social, los votantes varones blancos de clase trabajadora que apoyaron a Trump se sienten amenazados por la perspectiva de convertirse en una minoría en «su» país, «extranjeros en su propia tierra». Tienen la sensación de que ellos son más víctimas de discriminación que las mujeres o las minorías raciales y se sienten oprimidos por las exigencias del discurso público de lo «políticamente correcto». Este diagnóstico –la idea del estatus social herido– pone de relieve los rasgos más inquietantes del sentimiento populista, como el «nativismo», la misoginia y el racismo expresados en público tanto por Trump como por otros populistas nacionalistas.

El segundo diagnóstico atribuye el malestar de la clase trabajadora a la perplejidad y el desencajamiento causados por el veloz ritmo de los cambios en una era de globalización y tecnología. En el nuevo orden económico, la noción del trabajo vinculado a una carrera laboral para toda la vida es ya cosa del pasado; lo que ahora importa es la innovación, la flexibilidad, el emprendimiento y la disposición meten contra los inmigrantes, el libre comercio y la élite dirigente. Pero la suya es una furia descaminada, pues no se dan cuenta de que están clamando contra fuerzas imperturbables. El mejor modo de abordar su preocupación es poniendo en marcha programas de formación laboral y otras medidas indicadas para ayudarles a adaptarse a los imperativos del cambio global y tecnológico.

«La verdadera división política, sostenían, ya no era la que separaba a la izquierda de la derecha, sino a lo abierto de lo cerrado»

Cada uno de estos diagnósticos contiene una parte de verdad, pero ninguno de ellos hace verdadera justicia al populismo. Interpretar la protesta populista como algo malévolo o desencaminado absuelve a la élite dirigente de toda responsabilidad por haber creado las condiciones que han erosionado la dignidad del trabajo e infundido en muchas personas una sensación de afrenta y de impotencia. La rebaja de la categoría económica y cultural de la población trabajadora en décadas recientes no es el resultado de unas fuerzas inexorables, sino la consecuencia del modo en que han gobernado la élite y los partidos políticos tradicionales.

Esa élite está ahora alarmada, y con razón, ante la amenaza que Trump y otros autócratas con respaldo populista representan para las normas democráticas, pero no admite su papel como causante del resentimiento que desembocó en la reacción populista representan para las normas democráticas, pero no admite su papel como causante del resentimiento que desembocó en la reacción populista. No ve que las turbulencias que ahora estamos presenciando son una respuesta política a un fracaso igualmente político de proporciones históricas. En el centro mismo de ese fracaso encontramos el modo en que los partidos tradicionales han concebido y aplicado el proyecto de la globalización durante las cuatro últimas décadas. Dos son los aspectos de ese proyecto que originaron las condiciones que hoy alimentan la protesta populista. Uno es su forma tecnocrática de concebir el bien público; el otro es su modo meritocrático de definir a los ganadores y a los perdedores.

La concepción tecnocrática de la política está ligada a una fe en los mercados; no necesariamente en un capitalismo sin límites, de laissez faire, pero sí en la idea más general de que los mecanismos de mercado son los instrumentos primordiales para conseguir el bien público. Este modo de concebir la política es tecnocrático por cuanto vacía el discurso público de argumentos morales sustantivos y trata materias susceptibles de discusión ideológica como si fueran simples cuestiones de eficiencia económica y, por lo tanto, un coto reservado a los expertos.

No es difícil ver en qué sentido la fe tecnocrática en los mercados preparó el camino para la llegada del descontento populista. Esta globalización impulsada por el mercado trajo consigo desigualdad, y también devaluó las identidades y las lealtades nacionales. Con la libre circulación de bienes y capitales a través de las fronteras de los estados, quienes sacaban provecho de la economía globalizada ponían en valor las identidades cosmopolitas por considerarlas una alternativa progresista e ilustrada a los modos de hacer estrechos, provincianos, del proteccionismo, el tribalismo y el conflicto. La verdadera división política, sostenían, ya no era la que separaba a la izquierda de la derecha, sino a lo abierto de lo cerrado. Eso implicaba que las críticas a las deslocalizaciones, los acuerdos de libre comercio y los flujos ilimitados de capital fuesen consideradas como propias de una mentalidad cerrada más que abierta, y tribal más que global.


Este es un fragmento de ‘La tiranía del mérito: ¿Qué ha sido del bien común? (Debate), por Michael J. Sandel.

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