Ciudades

Una vida entre ‘no-lugares’

Al igual que ocurre con los centros comerciales, la posmodernidad ha sembrado nuestras ciudades con innumerables zonas frías e impersonales, vacías de cualquier rostro de humanidad.

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10
mayo
2022
Restaurante de comida rápida en la ciudad de Birmingham, Alabama (1980).

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Desde sus inicios en el llamado Siglo de las Luces, la antropología se ocupó exclusivamente de los lugares antropológicos: espacios concretos, definidos y delimitados geográficamente caracterizados por rasgos identitarios, relacionales e históricos. Identitarios por cuanto ofrecen un sentido de unidad a quienes los habitan –definen un grupo, cultura, región– frente al resto; relacionales porque permiten el entramado de afectos dinámico que conforma un grupo humano; e históricos porque en ellos transcurre la memoria del tiempo, permitiendo tomar conciencia.  

Esta concepción canónica, sin embargo, estallaría por los aires en 1992, cuando el antropólogo francés Marc Augé acuña un término con el que referirse a esos espacios propios de la posmodernidad capitalista que conocemos por su carácter desalmado y vacío: los ‘no-lugares’. Son lugares como centros comerciales, cibercafés, autopistas, salas de espera, aeropuertos, estaciones de autobuses, campos de refugiados u hospitales. Es decir, sitios de paso e impersonales que casi no son ni significan nada. Tránsitos efímeros en mayor o menor medida. 

El no-lugar no imprime característica alguna a quien lo transita, propiciando tan solo una ínfima relación personal. En definitiva, se trata de un lugar que carece de sentido. «Un no-lugar es un espacio intercambiable donde el ser humano permanece en el anonimato», explicaba Augé en 1992. No es lo mismo contemplar construcciones el Acueducto de Segovia, la Plaza de San Pedro, los canales de Venecia o la Torre Eiffel, que constituyen lugares únicos e intransferibles, con un McDonalds, cuya ubicación poco importa: son el mismo lugar (o no-lugar). Nos daría igual estar en cualquier de ellos porque apenas se significan. En este caso, ni siquiera el idioma supone una barrera: lo visual predomina y articula el lugar. 

Frente a espacios como el hogar tradicional, los no-lugares carecen de contenido emocional

El filósofo Zygmunt Bauman también se ocupó de ellos. Siguiendo las marcas de Augé, el polaco los definió como «espacios despojados de las expresiones simbólicas de la identidad, las relaciones y la historia». Frente a espacios como el hogar tradicional, donde se vive, se crece, se conversa, se llora y se ama, los no-lugares carecen de contenido emocional (como ocurre, por ejemplo, con el metro). Son zonas en las que no apetece quedarse ni arraigar. Saramago también criticó con dureza estos espacios imprecisos en La caverna: «Los grandes almacenes son, a la vez, las nuevas catedrales y las nuevas universidades. No tengo nada en contra de estos establecimientos, pero sí contra una forma de espíritu autista de consumidores obsesionados por comprar. […] La ausencia de comunicación es total en un centro comercial. El comprador no necesita intercambiar ninguna frase con el dependiente, a diferencia del diálogo inevitable que se establece en una tienda pequeña».

En los no-lugares se pierde el sentido cívico de las ciudades, vaciándose de contenido. Son territorios donde impera la mercancía. Muchos de ellos no son espacios públicos, sino espacios privados con usos públicos. Zonas efímeras, ahistóricas, anónimas e insignificantes que no dejan huella en nuestra memoria. 

Sin embargo, pese a nuestra resistencia –en algunos casos casi inherente– al mestizaje de las cosas, ni los lugares antropológicos desprenden una absoluta pureza ni los no-lugares resultan tan inanimados. De hecho, aunque pueda parecer contradictorio, la polaridad entre el lugar y el no-lugar es falsa. «Los primeros no quedan nunca completamente borrados, mientras los segundos no se cumplen totalmente: son palimpsestos donde se reinscribe sin cesar el juego intrincado de la identidad y de la relación», matiza Augé en su canónico texto, Los no-lugares. Espacios del anonimato. Antropología de la Sobremodernidad. 

A nadie se le escapa que hay grupos de amigos, de jóvenes e incluso familias que hacen de los centros comerciales su lugar de ocio. Son lugares a los que les confieren un aura de cotidianidad vinculada al placer y las relaciones sociales. Se trata de gente que se relaciona en estos lugares, en los que tienen a mano todo cuanto necesitan para disfrutar de un día de asueto. Situémonos en el metro: es un no-lugar, cierto, pero para quienes trabajan en él resulta un entramado de ilusiones y trayectorias profesionales; un intento diario por hacer más cómodo y eficaz los desplazamientos de los usuarios. Para ellos, por tanto, el metro es más que no no-lugar.

En los no-lugares se pierde el sentido cívico de las ciudades

Los campos de refugiados, si bien por su misma definición deberían constituir espacios de paso, derivan por desgracia en asentamientos definitivos. El más grande del mundo, ubicado en Bangladesh desde hace más de 30 años, aloja a 670.00 personas, casi el doble de los habitantes de Córdoba y casi el triple de los que viven en Granada. Un no-lugar convertido, por imperativo de supervivencia, en un lugar antropológico. Estos, por tanto, no lo son (o no tienen que serlo) de manera perpetua; ni siquiera tienen que ser considerados así por todos. 

Además, un problema ha surgido respecto a los lugares antropológicos: el turismo masivo ha ido despersonalizándolos. Al turista, que viene a ser como los seres anónimos de los no-lugares, no le pertenece nada de lo que ve, escucha, descubre o fotografía. Los souvenirs que compra están hechos en Taiwan y las relaciones que entabla durante esos pequeños trayectos se asemejan más a la frías y expeditivas propias de los no-lugares.    

Aunque se parte de singularidades más o menos aceptadas, la distinción entre lugares y no-lugares pasa en realidad por la interacción del lugar con el espacio, siendo este la apropiación que hace cada cual del lugar. El ágora de los griegos era un lugar definido urbanísticamente, pero los ciudadanos hicieron de él un espacio para la cultura y la política. El escritor Sándor Márai lo dijo de un modo quizás más tosco, pero desde luego lúcido: «El hombre hace suyo un lugar no solo con el pico y la pala, sino también con lo que piensa al picar y palear».

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