Un mundo de ciudades-espejo (o la arquitectura de lo igual)
La similitud urbana puede fomentar la orientación y la supervivencia, pero ¿qué ocurre cuando nos sentimos aplastados por la cotidianidad estética de nuestras ciudades?
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Les propongo un pequeño acertijo:
¿Qué tiene baldosines desgastados y construcciones interminables? ¿O ríos que parten la ciudad al lado de obras inconmensurables? ¿Qué tiene estatuas con emperadores y pensadores memorables e iglesias de hace cientos de años y rascacielos a pares? Aunque pensándolo mejor, ¿no es complicado adivinar de este modo dónde estamos? Si no especificamos los rasgos identitarios del lugar en cuestión, lo más probable es que, efectivamente, no sepamos la solución del acertijo: por poder, podríamos estar en cualquier parte de este mundo, si bien distintivamente en una «ciudad». Imaginemos que deciden vendarnos los ojos y soltarnos, sin saber nosotros nada, en medio de una ancha calle con adoquines de piedra y rasgos ibéricos. Una calle que tiene historia, pero también reflejos de escaparates y brillos de metales; que no dice nada del lugar, pero que es la más transitada: que nos lleva de casa al trabajo, de un abrazo a otro o del metro al colegio. Si su vida dependiera de ello, ¿sabría decir dónde está usted, si en Madrid, Londres o Milán?
Claro que no, pero la razón no tiene nada que ver con este confuso acertijo. A veces no hace falta dar una vaga descripción para confundir al transeúnte. El mero hecho de vivir en torno a los núcleos urbanos y su arquitectura similar es suficiente como para sentirse confundido. A este fenómeno de coincidencia entre un espacio –teóricamente diferente– y otro se le conoce como ciudades-espejo. El concepto recalca la coincidencia física entre un lugar y otro, cuya consecuencia es la similitud entre diferentes espacios; es decir, se trata de ciudades que imitan o evocan a otras, lo que ocurre debido a que la forma física de las ciudades es increíblemente similar entre sí. Se trata de lugares abarrotados de gente que tienen un cierto toque de liminalidad y que, por tanto, siguen un modelo a la hora de ser fabricados. Esos núcleos suelen ser reconocidos, por ejemplo, como las calles centrales o los polígonos comerciales, lo cual nos hace relacionar el hábito del consumo con una arquitectura del consumo, alrededor de un entorno que nos incita a comprar.
La arquitectura de lo igual es, por un lado, un punto seguro a la hora de desarrollar la conciencia espacial, pero también es un despropósito
Construimos las ciudades basados en un mismo patrón, agrupando en torno a una plaza o un monumento aquel lugar de tránsito en el que depositamos todo nuestro tiempo, pero también nuestro dinero: lo normal es que gastemos más tiempo yendo a alguna parte que en el mismo sitio. Esta idea nos puede llegar a dar una sensación de familiaridad a la hora de transitar dichos espacios: caminar por una calle de Milán puede ser similar a hacerlo por Madrid central. Y es normal: salvo por los carteles en italiano, ¿qué puede diferenciar un lugar de otro?
Evidentemente, esta es una pregunta trampa. Cada ciudad tiene su esencia, su aquel que le hace nuestro lugar o, por el contrario, una identidad que es tan suya que siempre nos va a hacer sentir apátridas si somos los forasteros. No obstante, este parecido es tan intuitivo que siempre nos va a permitir saber hacia dónde se dirige la gente, cuánto falta para llegar a los intereses turísticos o por dónde se aglutina la fiesta. La arquitectura de lo igual es, por un lado, un punto seguro, un espacio que nos aporta un refuerzo a la hora de desarrollar la conciencia espacial que nos permite saber dónde nos encontramos y hacia dónde vamos, pero por otro lado también es un tremendo rompecabezas y un despropósito.
Claro que nos permite ser independientes con respecto al entorno y funcionar como una brújula andante. De ahí esa ventaja espacial de la que os hablaba. Si nos perdemos en mitad de una ciudad europea cualquiera seríamos capaces, casi al cien por cien, de llegar a un punto de información o un interés cultural transitado, cosa que no pasaría si nos encontráramos en medio de una selva sin saber a dónde ir. Hablamos de ciudades tan similares que, sin importar el desde dónde, podemos establecer un hacia dónde. La familiaridad nos permite fomentar la orientación y la supervivencia. No obstante, esta idea puede encerrar un despropósito, incluso lo que alguno considera la mayor catástrofe de la ciudad: vivir encerrado en la aplastante cotidianidad. Formar parte, como los muebles de una cocina, de una casa; ser, de manera literal, el mobiliario urbano.
La identidad de un lugar reside en la diferencia
Existe un dilema dentro de la metafísica posmoderna en torno a los conceptos de lugar y no-lugar, pudiendo entender, de manera muy simplista, que el no-lugar es un sitio de mero tránsito y donde nos encontramos en un constante ir hacia, mientras que los lugares son, por ende, todo lo demás. El no-lugar es un término acuñado por el antropólogo francés Marc Augé, quien lo utilizó para describir los lugares de transitoriedad que no tienen suficiente importancia como para ser considerados «lugares». Así, nuestro hogar es un lugar, mientras que un no-lugar es, por ejemplo, el destino de vacaciones, el trabajo o el colegio, así como cualquier espacio indeterminado al que no acudamos con asiduidad (o dicho de otro modo, que no sea la esfera de lo privado). Las ciudades se han construido como no-lugares de tránsito cuya esencia se esparce no por las calles abarrotadas, sino por aquellos lugares que le hacen destacar del resto. Para saber si estamos en Roma necesitamos ver la Fontana di Trevi o el Coliseo; si no los viéramos, podríamos pensar que nos encontramos en cualquier otra ciudad mediterránea. Y aunque la mayor parte del tiempo la pasemos en las ciudades-espejo, la identidad del lugar reside en la diferencia (aunque esta no sea el lugar, sino el transeúnte).
Este debate plantea una encrucijada: ¿estamos completamente atrapados en lo igual o nos sentimos como en casa? Además, ¿la única forma de escapar de la ciudad liminal es huir al no-lugar que está «ahí fuera»? Para poder elaborar una respuesta tan solo hay que pararse a pensar en la idea de escapar, y es que por poder, somos capaces de llegar a todos los lugares del mundo, pero solo hay un mundo transitable; todo lo conocido es abarcable, y puede que el único resquicio de pura libertad se encuentre en el asombro, en aquello que no hemos sido capaz de identificar con nada antes. La novedad –que no tiene por qué ser nuevo per se sino solo desconocido para uno mismo– puede que sea la clave para esconderse de lo igual. Las ciudades-espejo están localizadas en aquellas superficies superpobladas y económicamente rentables. Quizás es por eso que cuando queremos marcharnos de vacaciones buscamos oasis, naturaleza y «escapadas»: no deseamos sentirnos en un constante escaparate; seguir formando parte del mobiliario de la ciudad. Es el alivio de no ser por unos días ciudadanos-espejos.
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