Joan Miró, el genio que quiso acabar con la pintura convencional
Pintor, escultor y creador de una iconografía personal e inimitable, Joan Miró fue una figura clave en el desarrollo del arte contemporáneo y uno de los artistas imprescindibles del siglo XX.
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Mujer y pájaro, La Masía, El Carnaval del Arlequín… No hace falta ser especialmente amante del arte para recordar parte de la obra de Joan Miró, o conocer su relevancia. Pintor, escultor, grabador y ceramista, precursor del surrealismo, artista abstracto revolucionario y creador de una iconografía personal e inimitable. No hay ninguna duda de que fue una figura clave en el desarrollo del arte contemporáneo y uno de los artistas imprescindibles del siglo XX.
Y aunque es conocida su obra, se encargó de mantener su vida personal relativamente en la sombra. Hasta 2018 no contó con una biografía exhaustiva –Joan Miró. El niño que hablaba con los árboles, escrita por Josep Massot–, en la que el autor trata de desvelar lo que denomina «el enigma Miró». Gracias a eso, algunas pinceladas sobre su juventud y madurez parecen quedar más claras.
Joan Miró nació en Barcelona en 1893, en el seno de una familia de la pequeña burguesía catalana. Su padre, hijo de un herrero de Cornudella, había migrado a la ciudad y prosperado como relojero. Su madre, hija de un ebanista, procedía de Palma de Mallorca. Desde pequeño, Miró viaja frecuentemente para visitar a sus abuelos tanto en el rural tarraconense como en las Islas Baleares, y ambos lugares tendrán una influencia innegable en su obra, además de servirle como liberación frente a una infancia tediosa en Barcelona. La relación con sus padres era relativamente fría y nunca se sintió querido por ellos (para la madre fue una decepción cuando nació que no fuera una niña, y lo dejó largo tiempo abandonado sobre una mesa; el padre se burlaba de su sensibilidad artística y, en un principio, se opuso a que siguiera ese camino). Aunque, como afirmó el propio Miró ante el periodista Lluís Permanyer, «quizá no tengo derecho a contar todas estas cosas en contra de mi familia».
La soledad que sentía rodeado de su familia también la sentía en el entorno escolar, donde experimentó cierta marginación por parte de sus compañeros y rechazo por parte de sus profesores, al ser, como él mismo reconoció, «un pésimo estudiante». Para escapar de la monotonía, se apuntó a clases de dibujo, lo que para él era «como una ceremonia religiosa». Sin embargo, aunque la pintura le permitía expresarse y contribuía a su estabilidad emocional, también se encontraba con dificultades técnicas que le desmoralizaban.
Con 14 años, le pide a su padre matricularse en Dibujo en la escuela de Bellas Artes de la Llotja, a lo que su padre accede a cambio de que, por las mañanas, asista a una escuela de Contabilidad. Ambas experiencias resultan un fracaso y su padre lo obliga a entrar de aprendiz de contable en una droguería. Pero dos años después anuncia su familia que renuncia y que va a dedicarse a la pintura. Al tiempo, su padre, ya retirado, y su madre, compran una masía en Mont-roig. En ella, a los 18 años, tras sufrir una tuberculosis, Joan Miró pasa la convalecencia haciendo lo que más le gusta: observar lentamente la naturaleza, recorrerla a sus anchas y pintar.
En sus «pinturas oníricas» y sus «pinturas-poesía» se observa una mayor abstracción y el uso de formas infantiles automáticas y signos caligráficos
Tras recuperarse, prueba la Escuela de Arte dirigida por Francesc d’Assís Galí, menos convencional, y en la que, por fin, parece encontrar su sitio. Además, esto le pone en contacto con el galerista Josep Dalmau, quien organiza la primera exposición cubista de Barcelona, le presenta a Maurica Raynal y a Francis Picabia y juega un papel clave en su carrera artística. Miró continúa sus estudios de pintura en el Cercle de San Llull, su técnica mejora y en 1918 tiene lugar su primera exposición individual en la Galerías Dalmau. Él mismo define sus pinturas de esa época como «fauve», en las que predominan los paisajes naturales y el uso de pinceladas gruesas de colores muy vivos, con cierta influencia cubista.
En 1919, visita por primera vez París y, a lo largo de los años 20, pasa cada vez temporadas más largas allí, donde conoce a Picasso, quien trata de ayudarlo presentándole a artistas y marchantes. Posteriormente, y a través de André Masson, se introduce en el círculo surrealista y participa en 1925 en la primera exposición de pintura surrealista junto a Picasso, Man Ray, Arp, Klee, Masson, Ernst, Miró, Roy y De Chirico. De él diría Breton: «Quizá fuese el más surrealista de todos nosotros». En esta época, Miró crea sus «pinturas oníricas» así como sus «pinturas-poesía», donde se observa una mayor abstracción, y el uso de formas infantiles automáticas y signos caligráficos.
A finales de los años 20, comienza a experimentar con otros medios de expresión como el collage, el bajorrelieve o la escultura, en su eterna búsqueda de ir más allá de la pintura. Además, en 1928, el Museo de Arte Moderno de Nueva York adquiere dos de sus telas, en lo que fue el primer reconocimiento internacional de su obra.
A diferencia de muchos de los intelectuales con los que se codea en París, Miró quería formar una familia convencional y no le interesaba la experimentación fuera del arte. En 1929 se casa con Pilar Juncosa, una mallorquina que le presentaron su madre y su hermana a raíz de la ruptura de un compromiso de boda previo. Viven inicialmente en París, pero a partir de los años 30 residen en Barcelona, con breves temporadas en Mont-roig y Mallorca, coincidiendo con un periodo de creación de obras de difícil comercialización.
Con el estallido de la Guerra Civil en España, la familia vuelve a trasladarse a París y posteriormente a Normandía. Allí le pilla la Segunda Guerra Mundial, mientras trabaja en las 23 pinturas de Constelaciones como una liberación para no pensar en la tragedia que le rodeaba. Poco después decide volver a España, primero instalándose en Barcelona y después en Mallorca, donde permanece hasta su muerte.
En los años 40 y 50, Miró experimenta con la cerámica y el mundo textil, así como con los grabados y las litografías. En todas las disciplinas destaca por su radical libertad creativa y por mantener, al mismo tiempo, un lenguaje singular y un estilo propio. Su fama fuera de España es innegable, recibiendo importantes reconocimientos como el Premio Internacional Guggenheim (1958). Además, el prestigio va acompañado de éxito comercial, lo que le permite alcanzar un alto bienestar económico.
En su etapa final, su obra artística progresa hacia el ámbito público y monumental, y crece el mito alrededor de su figura. Cuando muere en 1983, se le reconoce como el gran artista de la España del momento, un genio libre que, a través de un lenguaje simbólico, había logrado plasmar sensaciones de una forma única.
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