Opinión

España y el fantasma de un Estado fallido

Tras la DANA del 29 de octubre, España está de luto, y se ha sumido en un profundo ‘shock’ emocional y en una gravísima crisis institucional.

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05
noviembre
2024

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A base de titulares a toda página, tibios comunicados de prensa, retazos de telediario, avisos de Twitter y llamadas inconsolables, nos fuimos enterando de que España había vivido –era cierto, esta vez era terriblemente cierto– una de las peores y más letales catástrofes medioambientales de su historia.

Resulta sencillo ahora mirar por el retrovisor. Desde hace décadas, los informes científicos del IPCC advierten de que uno de los efectos del cambio climático es que viviremos más fenómenos meteorológicos extremos, y que estos tendrán un impacto mucho mayor sobre la población. En España, en los últimos años, hemos sufrido varios. El año 2021 empezó con Filomena, un temporal que dejó un saldo de cuatro muertos, aunque permanezca en la memoria colectiva como un fenómeno cuasisimpático que alargó las vacaciones de Navidad y envolvió el asfalto de Madrid con el manto mágico de una nieve que resultaba ideal para sacarse unas selfies por las calles de la capital. También se han producido en los últimos veranos una serie de sequías que han puesto al campo en estado de alarma, así como sucesivas olas de calor que han batido récords, estas sí muy letales y con mucho impacto en nuestra salud y bienestar, sobre todo en las personas de más edad. Solo este verano, en España habrían muerto más de 2.000 personas debido al aumento de las temperaturas, según datos oficiales del Ministerio de Sanidad. Ahora sabemos que las impactantes imágenes de la DANA que la semana pasada sacudió varias comunidades, muy especialmente Valencia, y que tuvo su epicentro en la ya tristemente célebre localidad de Paiporta, nos acompañarán para siempre. El terrible saldo en vidas humanas y los daños materiales, cuantiosísimos, están aún pendientes de determinar. España está de luto, y se ha sumido en un profundo shock emocional y en una gravísima crisis institucional.

España, de luto

Ni que decir tiene que hoy pesan mucho, muchísimo, los muertos como consecuencia de los efectos devastadores de esta DANA, tanto los que están ya en las morgues improvisadas en la Ciudad de la Justicia y en la Feria de Valencia como los que sabemos que aparecerán en los próximos días, envueltos en lodo, según avancen esas búsquedas que tanto se demoraron debido al titubeo institucional y a una burocracia que se ha mostrado ridícula y disfuncional.

El coste humano es atroz y, como telón de fondo, observamos un fenómeno empírico, el calentamiento global, que parece que está dejando de ser una abstracción y nos enseña su cara más letal. Fue en el año 2006 cuando se publicó el Informe Stern, un estudio muy conocido en la literatura científica en el que el profesor Nicholas Stern –un doctor en Filosofía con especialidad en Matemáticas de la Universidad de Oxford– advertía del elevadísimo coste económico que la inacción frente al cambio climático puede tener. Como hemos visto al principio de este artículo, no son estas las primeras facturas que llegan a España, pero sí serán las más difíciles de pagar. Toca ahora unir esfuerzos para que Valencia pueda renacer. También tendremos que escuchar mucho más a los científicos y rearmar las políticas públicas y privadas para que las ciudades –y los ciudadanos– estemos preparados para prevenir y hacer frente a otras posibles catástrofes medioambientales. Una vez más, quien piense que esto va de izquierdas o de derechas es que anda muy desorientado –y moralmente hemipléjico, que diría Ortega– y corre el riesgo de acabar formando parte de ese ejército de terraplanistas turulatos liderado por Miguel Bosé.

El calentamiento global está dejando de parecernos una abstracción y nos enseña su cara más letal

Del negacionismo al comando Pachamama

Junto con las siempre esperanzadoras olas de solidaridad, hemos visto también estos días la cara oscura de la condición humana, aunque es justo decir que en menor medida. Más de un centenar de personas han sido detenidas por saquear tiendas, un delito que, como es lógico, cuenta con un agravante penal en un contexto de catástrofe como el que estamos viviendo.

Estamos viendo, además, cómo algunos vendedores de crecepelo aprovechan la tragedia para montar su circo particular. Negacionistas, conspiranoicos y expertos en fake news chapotean en el fango de las calles de Paiporta antes de encender la cámara para que parezca, qué ironía, que ellos también arriman el hombro frente al temporal. Aunque arrastran a mucha audiencia, los conspiranoicos quizá son los menos sutiles por ser quienes más se alejan de eso que conocemos como hegemonía cultural, donde el ecologismo juega un papel principal. Del otro lado, tenemos al comando Pachamama, que tiene una gran vocación inquisitorial. Vivimos en la era de la inflación moral y en estos días trágicos, de emociones a flor de piel, no podía faltar la sobreactuación climática, que es esa que tiende a combinar elementos morales y esotéricos en su afán de denunciar. «Mirad, mirad: la naturaleza se toma su revancha», nos dicen con su cursilería habitual. Ocurrió lo mismo durante la pandemia: los nuevos puritanos también proclamaron entonces que la diosa Pachamama nos castigaba por llevar «un estilo de vida neoliberal», si me permitís usar la jerga delirante de Íñigo Errejón. Si el cambio climático es un paradigma científico (que necesita de una acción política y empresarial muy decididas), no vale envolver sus efectos con esas mitologías que orbitan en torno al castigo de Dios. Los dioses, como sabemos, siempre exigen un sacrificio. Es de suponer que el que nos demandará ahora la nueva inquisición sea el de nuestro propio progreso y bienestar. Una vez más, la tentación decrecionista. Una nueva forma de expulsar a los mercaderes del templo, de romper en mil pedazos el becerro de oro. Volvamos a la cueva, compañeros, quizá así los dioses nos perdonarán.

Polarización total

En lo que respecta a su gestión, la tragedia de Valencia empieza como una crisis de comunicación. Las autoridades no detectan la magnitud del desastre y, por tanto, no lo comunican en tiempo y forma a los ciudadanos, que en su mayoría hacen vida normal el día en el que más se tendrían que haber extremado las medidas de seguridad. Pero la catástrofe del 29 de octubre es mucho más que una crisis de comunicación. Refleja una profunda crisis institucional y de legitimidad política y social, con momentos de tensión inéditos, como los insultos y ataques a los reyes, a Pedro Sánchez y a Carlos Mazón el pasado domingo. Es cierto que el rey Felipe VI y la reina Letizia dieron la cara como representantes de un Estado que llegaba mal y tarde al fatídico lugar de los hechos. Su presencia allí, qué duda cabe, fue una apuesta arriesgada, pero demostraron una entereza y una empatía con los ciudadanos admirables. Sonroja, por otro lado, tener que decir que, por muchas que sean las diferencias con un determinado presidente de Gobierno, aplaudir a los violentos que atacaron a Pedro Sánchez y a su comitiva es algo que solo puede hacerse desde las posiciones políticas más ignominiosas. Como dijo el rey, España es una democracia. Hay líneas que simplemente no se pueden traspasar.

¿En qué piensan los grandes partidos? Su principal responsabilidad es asegurar nuestra convivencia

En cualquier caso, lo que sí parece que es un castigo de Dios (o de la Pachamama, si lo prefieren) es la polarización de alto voltaje a la que nos someten desde hace años nuestros representantes políticos. Día a día, juegan con fuego con esos discursos incendiarios manufacturados en sus war rooms; los inflaman a través de sus huestes digitales en esos parques temáticos de la crispación que son las redes sociales; deterioran sistemáticamente las instituciones que más celosamente deberían proteger, como la prensa y el poder judicial, que son esenciales en cualquier democracia liberal. Y cuando realmente vienen mal dadas, como en Valencia, acusan cara de sorpresa porque las cosas no fluyen bien. Pero antes de la terrible tormenta, hubo un trabajo muy persistente de lluvia fina para dividir a los españoles. De hecho, los muros que los políticos han levantado son tan fuertes que ni siquiera esta maldita DANA los ha podido derribar. El otro día, un amigo a quien considero un tipo sensato y educado me confesaba que ya no trata con gente que tenga otra ideología y otra forma de pensar. Todo ese ruido y esa furia acumulados son el caldo de cultivo idóneo para populistas y abanderados de la antipolítica. Y es así como España se asoma hoy al fantasma del Estado fallido.

Vienen tiempos duros. Toca unir fuerzas para dignificar a las víctimas, acompañarlas en el duelo y en esta larga travesía, devolver a miles de personas sus hogares, reconstruir las calles y que esas ciudades vuelvan a latir. España es un país solidario y no hay duda de que vamos a estar con Valencia hasta el final. ¿Pero qué pasa con nuestros representantes públicos? ¿Y con los grandes partidos que están llamados a asegurar la convivencia y acometer una suerte de nueva transición? ¿Serán capaces de una maldita vez de reformarse ellos mismos y abandonar ese marco político que han importado de los movimientos populistas y que se basa en la constante crispación? ¿Dejarán de erosionar esas instituciones que creamos entre todos y que son absolutamente fundamentales para el futuro de cualquier democracia liberal?

Mientras reconstruimos Valencia, mucho me temo que eso es lo que está por ver.

 

 

 

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