Cultura

«Nadie confunde la Roma actual con el Imperio Romano, pero parece que sí la España de ahora con el Imperio Español»

Fotografía

Carlos Ruiz / Contumaz estudio
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16
junio
2023

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Carlos Ruiz / Contumaz estudio

Elvira Roca Barea (El Borge, Málaga, 1966) publicó en 2016 ‘Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español’, ensayo sobre las diferentes «leyendas negras» contra los imperios hegemónicos y cómo perviven en la lectura de la historia, que ha sido admirado por unos, denostado por otros y casi siempre utilizado para propósitos políticos muy alejado de la intención de la autora. Tras un libro de relatos y otro ensayo más, ‘Fracasología’ (2019), ahora vuelve con una novela ‘Las brujas y el inquisidor‘ (Espasa, 2023). En ella ficciona el famoso caso de las brujas de Zugarramurdi, el más numeroso y conocido en el que intervino la Inquisición española, que dio lugar al famoso auto de fe de Logroño de 1610 en el que fueron condenadas 24 personas, seis de ellas quemadas en la hoguera. La novedad es que Roca Barea huye de mitos y se ciñe escrupulosamente a la documentación histórica, narrando el caso desde el punto de vista de Alonso de Salazar y Frías (1564-1636), el inquisidor que trató de detener la histeria colectiva y consiguió que la Inquisición Española declarase que no podía perseguirse la brujería porque esta no existía, acabando con la superstición décadas o siglos antes que otros países de Europa.


¿Por qué reivindicar ahora la figura de Alonso de Salazar?

Estaba ya muy reivindicada, por investigadores como Henry C. Lee, Julio Caro Baroja o más recientemente Gustav Henningsen, que es quien más tiempo ha dedicado a investigarlo y publicó en los 80 un libro en el que explicaba todo, El abogado de las brujas. Alonso de Salazar y Frías hace mucho tiempo que debería ser conocido, la pregunta quizás es por qué no lo es. Todo el mundo que ha estudiado sus memoriales y documentos ha sentido una enorme admiración por él. ¿Que era extraordinario de él? Que en aquellas epidemias de histeria colectiva que se desataban en torno a la brujería, hubo poca gente que conservó la cabeza fría. Y él no solo logró solo eso, sino que consiguió apaciguar la situación de Zugarramurdi y producir un cambio legislativo: en 1614 la Corte Suprema de la Inquisición, y de ahí a los tribunales civiles, niega la existencia de la brujería

Las brujas y el inquisidor hace mucho hincapié en el contexto político, mostrando las persecuciones de brujas que se producían en el sur de Francia, en la región del Labort, del País Vasco francés, y cómo la histeria colectiva de esa zona se contagia a Navarra, con Zugarramurdi como máximo exponente. ¿Por qué en las versiones que solemos conocer del caso solemos ignorarlo?

Pues no lo sé, quizás porque son hechos de hace muchos siglos y en España, como país, vivimos en una extraña autarquía, en la que solo interesa lo que ocurre aquí y por eso creemos que nuestros procesos son excepcionales o únicos. Eso provoca que se pierdan los contextos de las cosas y que no se entienden las situaciones que serían explicables abriendo el foco y mirando lo que sucedía alrededor. El caso de Zugarramurdi es solo más de lo mismo. La conexión francesa es un hecho conocido que tratan todos los historiadores serios que conocen el caso. El caso de Zugarramurdi llega rebotado de las persecuciones que se están produciendo en el sur de Francia por parte del juez Pierre de Lancre, enviado del entonces rey francés, Enrique IV. Se contagian al otro lado de la frontera, no son un fenómeno español, donde los casos de brujería fueron escasísimos. Pero entre la idea de excepcionalidad española, el morbo inquisitorial y el arquetipo literario del malvado inquisidor…

«Es verdad que en España hubo poca persecución de brujería y, de hecho, no solo hubo menos casos, sino que acabaron antes»

¿Quizás Zugarramurdi es tan llamativo por ser tan único? La realidad histórica contradice la versión que nos da la cultura popular de la Inquisición Española quemando brujas, así que para una vez que se cumplió el tópico, lo explotamos una y otra vez.

Son cosas diferentes. En general, la idea popular que se tiene de cómo funcionaba esta superstición es errónea. Una gran deformación provocada por el cine y la literatura es que al hablar de quema de brujas, la gente proyecta una imagen centrada en la Edad Media. Por ejemplo, como aparece en El nombre de la rosa. Pero es que ese libro está contando algo que no iba a suceder hasta un siglo y medio después de la época en que se sitúa. La persecución de la brujería y los grandes casos de histeria colectiva son un fenómeno casi exclusivo de la Edad Moderna y muy relacionado con las guerras de religión en Europa. Las persecuciones más grandes, virulentas y duraderas fueron siempre en países donde había conflictividad religiosa, fuesen territorio católico o protestante. En Francia fueron tremendas, pero en el caso de España o Italia, muy raras y casi siempre en el norte de ambos países, es decir, en las fronteras con otros donde si había conflictos religiosos como Francia o Alemania.

Es verdad que en España hubo poca persecución de brujería. De hecho, no solo hubo menos casos, sino que acabaron antes. El último gran caso es en 1621, fue Pancorbo, en Burgos, llevado por un tribunal civil y en el que hubo nueve condenas a muerte. En ese momento los tribunales de la Inquisición llevan más de 10 años sin cursar denuncias por brujería. Ese mismo año la Suprema de la Inquisición intervino ante el Consejo de Castilla para que los tribunales civiles adoptaran su criterio. El caso de Zugarramurdi tiene el interés de que fue llevado por la Inquisición, cuando habitualmente los juzgaban tribunales civiles. Es lo que llamo el morbo inquisitorial. Además, el juez Pierre de Lancre publicó en Francia en 1612 el Tableau de l’inconstance des mauvais anges et démons, un libro que ya en su portada anuncia una descripción del auto de fe de Zugarramurdi y se recrea en los horrores inquisitoriales (que él en realidad desconoce). Tuvo un éxito enorme y se tradujo a varios idiomas, y él relata la terrible y cruel intervención de la Inquisición… pero no cuenta sus propias acciones en Francia, en el Labort, donde se calcula que condenó a muerte a más de 80 personas. Un matiz importante en todo esto: la Inquisición no prohibió que se persiguiera a las brujas, lo que hizo fue negar que existan. Negaron la eficacia de la brujería, mantienen que es superstición, y si algo no es verdad no se puede perseguir. Casi como respondería un juez actual si alguien le llevase una denuncia por brujería.

Entonces, ¿la imagen del inquisidor quemando brujas no es herencia de imaginarios que no son propios, las típicas historias de persecución de Alemania o el mundo anglosajón, donde sí fueron más comunes?

Es herencia de lo que yo llamo el arquetipo del malvado inquisidor. Esa mitología de la Inquisición como institución de una crueldad terrible y monstruosa nace con Don Carlos de Friedrich Schiller, que fue una obra de teatro de un éxito arrollador en la Europa del siglo XVIII y luego se transformó en una ópera de Verdi. Ahí aparece esa figura tremenda del malvado inquisidor que luego se reproduce un montón de obras maestras de la literatura universal. Lo usa Dostoievsky, Umberto Eco. Un arquetipo literario es algo de una fortaleza tan enorme que es capaz de salirse de la obra en la que fue creado y adquirir vida propia. Es como Don Juan. Nadie se creería ahora un Don Juan flaquito, vegetariano y amante de la lectura, porque entonces no sería Don Juan. El arquetipo es así. Pues lo mismo con la idea de cómo es un inquisidor, si aparece uno en una ficción, tiene que remitir a ese prototipo. Me han llegado a decir, hablando de este libro: «Me hace crack el cerebro. Está usted diciendo que un inquisidor era bueno». Y efectivamente, estoy diciendo que al menos un inquisidor, Alonso de Salazar, era bueno, culto, inteligente…Es parte también de por qué no es muy conocido: no encaja en ningún esquema.

«Solo hay planteamientos totalmente infantiles sobre si es verdad o no es verdad la leyenda negra o si es de izquierdas o es de derechas»

¿Decir que un inquisidor es bueno o malo no es aplicarle nuestros valores de ahora?

En la novela no se habla de buenos o malos. En la novela aparecen inquisidores que creían que la brujería era real, como Juan del Valle Alvarado y Alonso de Becerra y Holguín, y luego otros, como Alonso de Salazar o incluso el Inquisidor General, Bernardo de Sandoval, que no. Pero he procurado sacar el asunto de buenos y malos. En el caso de Pierre de Lancre no hace falta indagar mucho ni leer mi novela para darse cuenta de que era un fanático; y no es con el juicio del siglo XXI, sus mismos contemporáneos ya lo llamaban fanático. Yo he procurado no simplificar, porque el caso de Zugarramurdi es complejo, intervienen geopolítica y conflictos de frontera. El rey de Francia, Enrique IV, era nacido en Navarra y siempre quiso unificar el territorio integrándolo en su reino. Si tiras del caso, salen las guerras de religión, y luego otros actores como los de la histeria colectiva.

Si hablamos de un arquetipo literario, dedicarle a Salazar una novela en lugar de un ensayo, ¿era para combatirlo?

Es que esto estaba ya combatido y ganado hace mucho tiempo, aunque no nos queramos enterar. No hay nada en la novela que no esté basado en lo que decía Henningsen a principios de los 80 o, antes que él, Caro Baroja. La dificultad del ensayo era precisamente que después de la publicación de The Salazar documents, del propio Henningsen, era muy complicado o casi imposible añadir nada. Escribí la novela porque tenía un montón de cosas escritas sobre el personaje, había intentado varias veces escribirla y no le encontraba el pulso. Le puse unas velas a Benito Pérez Galdós a ver si me iluminaba y lo hizo en el sentido de que lo tomé como modelo: respetar absolutamente el marco histórico y luego crear una serie de personajes que no fuesen históricos con los que yo pudiese mover la narración con cierta libertad. Así podría explicar detalles del contexto sin decir que los personajes históricos hicieron cosas que yo no puedo saber de ninguna manera si hicieron o no.

Me refería no tanto al debate entre expertos como en la imagen dentro de la cultura popular.

Es que a mi este asunto del combate de relatos me tiene un poco aburrido. Si acaso diría que le he perdido el miedo a los arquetipos. Escribo porque me resulta más interesante el trabajo que hace Salazar en busca de la verdad que la imagen del inquisidor cruel. Me parece fascinante todo su trabajo como abogado e investigador… O ese período increíble, del que es una lástima que se perdiera la documentación: los ocho meses que dedicó a pacificar la situación en las aldeas y en los pueblos de Navarra, recorriéndola entera y acabando con la histeria colectiva. Me parece extraordinario que alguien se tomase tantas molestias para salvar a la gente de su propio fanatismo. Bueno, me parece formidable que alguien sea capaz de enfrentarse a una creencia generalizada en su tiempo. Aunque tenía gente que lo ayudaba. Si no hubiese tenido el apoyo del Inquisidor General, no habría podido derrotar a la ignorancia.

Y, volviendo a la parte ficcionada, ¿respetar tanto lo demostrable históricamente fue ponerse una dificultad extra? La novela histórica suele permitir ciertas licencias.

Es que a mi no me atraía una novela histórica que ignorase lo que está documentado. Yo no podía hacer viajar a Alonso de Salazar fuera de Logroño durante el proceso porque no hay ninguna prueba de que hiciese eso. Entonces, ¿cómo le aportó a él todo ese caudal de información que sabemos que tenía por los documentos que se han conservado, pero que no sabemos cómo lo consiguió? Ahí entran en juego los personajes que no son reales, y así se explican todo lo que sabían el propio Salazar o Antonio de Venegas, el obispo de Pamplona, que también intervino contra la persecución de las brujas. Cuento en la novela cómo viajó por Navarra porque él explicó en una carta que lo hizo. El problema es que de Zugarramurdi se han perdido muchos documentos. Tenemos los que estaban en los archivos de la Corte Suprema en Madrid, pero la sede de Logroño se quemó durante la invasión francesa de Napoleón. Suponemos algunos hechos porque llegaron a Madrid cartas en las que se entendía que habían tenido lugar, pero nada más.

«La mayor leyenda rosa es la del “nosotros”»

Es curioso que con esa cantidad de pruebas la propia Iglesia no haya combatido esa imagen «quemabrujas» de la Inquisición.

Es que hay que tener en cuenta que una parte importante de la mala fama de la Inquisición se la da la propia Iglesia. La Inquisición Española era una hija de su tiempo en una época en la que todos los países tenían instituciones que vigilaban la pureza de su religión, fuesen católicos o protestantes. Sus formas de perseguir delitos no eran más crueles que otros tribunales de su entorno, e incluso ofrecía unas garantías que los demás no tenían. Pero también era un órgano de la monarquía, con su propio fuero, independiente del de la Iglesia. Al Inquisidor General lo nombraba el rey. Para la Iglesia, era una especie de asuntos internos. Los clérigos que no eran de la Inquisición la odiaban porque si, por ejemplo, un cura practicaba la usura o usaba lo que recibía en el confesionario para beneficio propio, el tribunal competente que lo perseguía era la Inquisición. Por eso algunos de los textos más tremendos sobre la crueldad inquisitorial los escriben otros curas. Y a eso se le une que en el siglo XVIII llegan los Borbones a España y, para poder decir que vienen a mejorar las cosas respecto a los Habsburgo, usan la leyenda negra que ya existía en el resto de Europa, y parte de ella es ese morbo inquisitorial.

¿No es posible un debate sosegado sobre esa misma leyenda negra?

Hay un chillerio enorme, eso desde luego, pero en las últimas décadas no existe un avance en cuanto a firmeza de conocimiento. Solo hay planteamientos totalmente infantiles sobre si es verdad o no es verdad o si es de izquierdas o es de derechas. Es un planteamiento… estúpido, en el que la documentación de los hechos ha pasado a ser lo último. Con tanto ruido ambiente, es casi imposible hacer o decir nada que tenga un mínimo de racionalidad. Y es muy difícil salir de ahí, por una serie de cuestiones estructurales. El historiador Rafael Altamira, que murió en el exilio en México en 1954, no usaba el término leyenda negra, sino hispanofobia, que acuñó él mismo, y decía que era un instrumento de lucha política, y como cualquier herramienta, puede ser utilizada de maneras diversas. El problema es que todavía tiene uso y por eso genera esos enconos, porque se considera un argumento válido.

¿Y existe lo contrario, la leyenda rosa?

La mayor leyenda rosa, colosal, la que más me gusta de todas, es la del «nosotros». Cuando la gente habla del imperio y dice «no fuimos tan malos» o «fuimos muy malos». Y entonces, en ese nosotros, es un suponer, digo yo, que nos incluye a los españoles del siglo XXI, como si fuésemos inmortales y responsables de las acciones de nuestros antepasados hace 500 años. Esa leyenda es absolutamente formidable, la de no haber salido del imperio, para bien o para mal. Nadie confunde la Roma actual con el Imperio Romano, pero parece que sí la España de ahora con el Imperio Español. Es esa idea de la «España Eterna», que se expande y se contrae pero es siempre la misma España. Como si la palabra España no tuviera sentidos distintos en función de las épocas. ¿Es lo mismo cuando Antonio de Nebrija habla de España en el siglo XV, Luis de Camoes en el XVII o Manuel Hidalgo en el XIX? ¿Son esas tres Españas la misma y la de ahora? Es imposible casar todos esos conceptos entre sí. Es absorber esta idea del romanticismo del espíritu del pueblo como algo eterno que se mantiene más allá de las evoluciones y los cambios, un concepto que lleva al nacionalismo como ideología y fin en sí mismo. Es decir, un disparate.

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