Pensar la tecnología
«Estamos inmersos en la tecnología», señala el escritor Antonio Diéguez en un libro donde aborda las principales dudas que plantea el actual desarrollo tecnológico y en el que busca reivindicar el derecho a decidir cómo queremos vivir.
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Estamos inmersos en la tecnología. Es el aire que respiramos, la sobrenaturaleza de la que hablaba Ortega. El crecimiento de nuestra dependencia del desarrollo tecnológico es tal que nos cuesta creer el dato de que en el año 1999 solo la mitad de la población mundial había hecho alguna vez una llamada telefónica (Nye 2006). Hoy, en cambio, una parte sustancial de la economía de los países más pobres no sería posible sin un uso masivo del teléfono móvil. No es extraño que se haya convertido en un asunto sobre el que se habla por doquier. Pero, como siempre que se habla mucho de algo, se dicen cosas que se han oído no se sabe bien dónde y que todos repiten porque piensan que es puro sentido común o hecho bien confirmado. Estos tópicos sirven para rellenar un discurso político, o una entrevista periodística y son un recurso fácil cuando hay que improvisar algo sobre el desarrollo tecnológico. Sin embargo, en bastantes ocasiones se trata simplemente de tópicos falsos, o vacíos, o necesitados de muchas matizaciones. Quiero señalar aquí tres que me parece que han sido los más socorridos en los últimos años.
El primero de esos tópicos afirma que la tecnología no es en sí ni buena ni mala, sino que todo depende del uso que hagamos de ella. Lo dice con deje de cinismo Deckard, el protagonista de Blade Runner: «los replicantes son como otra máquina cualquiera: un beneficio o un riesgo. Si son un beneficio, no son mi problema». Desde que Ortega y Heidegger escribieran sobre esta cuestión, sabemos que esa concepción puramente instrumental de la tecnología es falsa. Ya lo hemos visto. Es todo lo falsa que puede ser una media verdad, que, como suele decirse, equivale a veces a una mentira completa. Tomándole prestado a Heidegger un juego de palabras, vale decir que se trata de una concepción «correcta», pero todavía no «verdadera». Aclaro que, como es habitual en filosofía, no todos los que han analizado la cuestión estarían de acuerdo en esto que voy a decir. Por ejemplo, el filósofo de la tecnología Joseph Pitt defiende que la tecnología es neutral, que los que tienen valores son solo los seres humanos y que no puede imaginar siquiera qué significado tiene que una cosa, un objeto, posea valores (Pitt 2023). Creo que, en lo que sigue, conseguiré mostrar adecuadamente (no sé si también convincentemente) por qué no soy de la misma opinión.
Lo que tiene de correcta la idea de la neutralidad de la tecnología es que, en efecto, podemos utilizar una herramienta, como un martillo, o un artefacto tecnológico sofisticado, como un teléfono móvil, para el bien (colgar una estantería para nuestra abuela o enviar un mensaje de consuelo a un amigo) o para el mal (partirle el cráneo a alguien en una discusión o difundir imágenes privadas robadas). La cosa se pone, sin embargo, un poco más complicada si en lugar de un martillo o de un móvil hablamos de un misil nuclear, sobre todo teniendo en cuenta las alternativas de acción posibles. No es que no quepa concebir usos benévolos de un misil nuclear (aunque no es fácil), pero no puede ignorarse que el misil está diseñado para causar una destrucción masiva cuando sea usado, incluyendo miles de muertos, y esa función, que nadie podrá negar que está valorativamente cargada, no puede ser soslayada a la hora de entender qué es el misil y por qué se fabrica y se posee.
Las tecnologías portan valores, a veces valores imprevistos por sus creadores
Las tecnologías portan valores, a veces valores imprevistos por sus creadores, pero otras, como sucede con el misil, valores con los que fueron expresamente diseñadas. Tomemos el caso de la imprenta. Es obvio que con la imprenta podían divulgarse textos portadores de conocimientos beneficiosos y textos escritos para encender pasiones bélicas y nacionalistas, pero lo cierto es que, aunque no se pudiera saber en el momento de su invención, la imprenta iba ligada a los valores de la libertad de prensa y la libertad de expresión, valores a cuya difusión contribuyó como atributos exigidos por su propio uso y propiciados por él. Algo similar puede decirse de los teléfonos inteligentes. Una persona puede emplearlos para hacer cosas moralmente buenas y otra para cosas moralmente censurables, pero lo relevante desde una perspectiva social no es ese doble uso. Lo que importa en este asunto es que la producción y el uso generalizado de la telefonía móvil ha cambiado nuestra forma de vida, nos guste o no, y ha introducido valores o disvalores que esta tecnología llevaba incorporados, como, por ejemplo, la disponibilidad inmediata, la accesibilidad permanente o la información en tiempo real. Por eso, quien no entra en el juego, es socialmente censurado por ello. Una sociedad hiperconectada, en la que el retiro y la privacidad es cada vez más difícil de mantener, no es un resultado axiológicamente neutral, ni mucho menos. Añadamos a eso los cambios económicos, políticos y estratégicos que ha propiciado la producción masiva de esa tecnología, que necesita de materiales muy especiales, cuyo control se ha vuelto prioritario para las grandes potencias, como había ocurrido antes con el petróleo.
Pero no es solo eso lo que hace cuestionable la tesis de la neutralidad de la tecnología. Al centrarse solo en el nivel de análisis correspondiente a los artefactos, a los utensilios, esta tesis olvida que la tecnología no se reduce al conjunto de los medios, de los instrumentos, de las máquinas, de los objetos, sino que es también el entramado social, industrial, económico, político, cultural, etc., que está tras todo ello y que posibilita su existencia. Es una estructura de acciones y fines, un modo de organización y de control, un sistema de objetivos económicos, y bastantes cosas más. Las grandes empresas tecnológicas y el modo en que ejercen su poder es parte tan esencial de lo que llamamos tecnología como lo es el ordenador personal o la máquina fresadora, incluso cabe decir que más, a la vista de lo que sucede en la actualidad. La tecnología, por decirlo de nuevo con Heidegger, es un horizonte de experiencia. Y, por eso, los cambios tecnológicos nos cambian también a nosotros, como personas y como sociedad, aunque no a todos por igual y no a todos para bien. Cambian el modo en el que vemos las cosas, las valoramos y actuamos sobre ellas; cambian nuestra relación con el mundo y con los demás. En un ejemplo de Peter-Paul Verbeek (2011), las ecografías han hecho del feto un paciente más para la medicina.
Este texto es un fragmento de ‘Pensar la tecnología’ (Shackleton Books, 2024), de Antonio Diéguez.
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