Sociedad
María Sabina, la última gran sanadora
La mexicana fue la última gran chamana, icono de miles de personas que iban a verla en peregrinación psicodélica. Pero para ella, el éxito fue el principio del fin.
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Nacida en 1894 en Huautla, a dos horas largas del estado mexicano de Oaxaca, María Sabina se convirtió en una de las chamanas más célebres del pasado siglo. El uso ceremonial y curativo que hacía con hongos alucinógenos (a los que llamaba «niños santos») la convirtió, a su pesar, no solo en la hechicera de referencia para feligreses del movimiento beat y hippie, sino en el centro del debate mundial a propósito del uso legal de sustancias psicoactivas. Pero vayamos por partes.
Desde su niñez, María Sabina Magdalena García vivió en condiciones de extrema pobreza, que le causaron una desnutrición crónica. No supo nunca qué era ir a clase, ni conoció estudios más allá de los conocimientos que asimiló de su abuelo y su padre, curanderos como ella. A los cinco años asistió al rito para curar a uno de sus tíos, e ingirió hongos por vez primera. Fue dada en matrimonio con catorce años a Serapio Martínez, con quien tuvo tres hijos. Es una manera de hablar, porque los indios, por aquel entonces, no se casaban. Quedó viuda (él murió de gripe española) y volvió a casarse con un brujo llamado Marcial, que empezó a maltratarla al percatarse de que lo había superado en aptitudes para ejercitar la magia. Los hijos de María Sabina lo mataron a golpes.
Para entonces, cantaba y preparaba los hongos para sanar a quien acudiera a ella. Convivía con el misterio: lo acogía como un don inmerecido. Para ella, estas sustancias venían de la sangre derramada de Cristo, de ahí que proporcionaran una intuición y clarividencia fúngica. Compaginaba sus labores en el campo, hilando algodón, recogiendo café y tejiendo huipiles – vestidos tradicionales de los indígenas– con largas y nocturnas veladas ahuyentando a los malos espíritus, curando enfermedades (como la de su propia hermana) y prediciendo lo que aún no había ocurrido (como la muerte del alcalde de su pueblo). También asistía a las parturientas.
Compaginaba sus labores en el campo con largas y nocturnas veladas ahuyentando a los malos espíritus
María utilizaba únicamente tres tipos de hongos de las más de doscientas especies que hay. «El Pajarito», que brota en los maizales o en la falda de las montañas, el «San Isidro», que crece entre el excremento de toro, y el «Desbarrancadero», que retoña en el bagazo de la caña de azúcar. Sus cantos sustituían al tradicional tambor del chamán. Invocaba a los Santos, al Dueño de los Cerros, al Espíritu Santo, a san Pablo y san Pedro, a la Doncella del Agua Rastrera. Mantenía a sus diez hijos, a sus nueras y yernos, a sus nietos. Practicaba el vuelo chamánico, que le permitía contemplar lo que sucede desde otro plano. Descender a los infiernos. La ubicuidad. Su boca era gruesa y elocuente; ella, menuda. Las veladas duraban cinco, seis horas, a veces más. Los hongos se comían muy despacio, mezclados con chocolate y mezcal.
Poco a poco, su nombre comenzó a ser una referencia en Europa y Estados Unidos. Huxley y Artaud habían oído hablar de ella. También Hoffman o Robert Graves, quien puso sobre la pista a Gordon Wasson, que acudió con el fotógrafo Allan Richardson para conocerla. Si querían asistir a una sesión, habían de estar los cuatro días previos sin comer huevos, tomar alcohol y manteniendo la castidad. Lo mismo que los cuatro días siguientes. Se cantaba en náhuatl, pero se rezaba el padre nuestro en castellano.
La peregrinación psicodélica
Los artículos de Wasson para la revista Life y su libro El hongo maravilloso: Teonanácatl, micología en Mesoamérica animaron a decenas de hippies y beat a presentarse ante María Sabina. Muchos psiquiatras también la visitaron. Periodistas, curiosos, bohemios encontraron su casa: comenzaba la peregrinación psicodélica. Todos querían vivir esa experiencia con alucinógenos guiados por un auriga experta. Los hongos trastocan la percepción del tiempo, refuerzan la memoria, entregan recuerdos olvidados, llevan a cada cual a su yo más íntimo.
Los hongos trastocan la percepción del tiempo, refuerzan la memoria, entregan recuerdos olvidados, llevan a cada cual a su yo más íntimo
Al tiempo que la economía le daba un respiro, sus vecinos la acusaron de lucrarse malversando el conocimiento ancestral de sus mayores y exponiendo el valor sagrado de los hongos a la comercialización banal y recreativa. En la década de los sesenta, los psilocibes (término científico para referirse a los hongos alucinógenos) pasaron a ser ilegales, por lo que la policía no dejó de rondar su casa, de amenazarla, hasta que la detuvieron. Dado el uso atávico de estas sustancias, la acabaron dejando en libertad.
María Sabina aparecía en las portadas e interiores de los periódicos y revistas más populares del momento, se hacían documentales sobre ella, miles de curiosos deseaban verla en trance… pero ella sentía que, de alguna manera, había traicionado a los «niños santos», que ya no se mostraban tan poderosos con ella. Los antiguos chamanes evitaban relacionarse con extranjeros para preservar el secreto de los hongos. Ella no había sido capaz. Le costó el rapto alucinógeno.
Cada vez más, sus facultades se veían mermadas. Dejó de recibir a gente. Falleció a los 91 años de cirrosis. Pese a la disconformidad de los «niños santos», gracias a su testimonio, el estudio de los hongos y de la medicina tradicional mexicana se documentaron con gran detalle.
Hay una banda de rock que lleva su nombre, María Sabina, y numerosas canciones la mencionan, como «Tres Marías», de Deep Forest, o «Medicina húmeda», de Héroes del Silencio. Ha protagonizado (con mayor o menor rigor) numerosos libros y ensayos y, como tantos otros inmortales, su rostro se comercializa en camisetas, tazas, infusiones.
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