Opinión

Nueve motivos por los que España no puede pedir perdón a México

Cada cierto tiempo, sobre todo en octubre con ocasión del Día de la Hispanidad, resurge el debate de si el Estado español debería pedir perdón a México por los actos cometidos en el pasado, particularmente desde un cierto sector de la clase política mexicana que utiliza la «ideología del agravio» como blasón. Estas son nueve razones por las que esa petición debería ser desestimada, según Gonzalo Nuñez. 

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27
septiembre
2024

Cada cierto tiempo, sobre todo en octubre con ocasión del Día de la Hispanidad, resurge el debate de si el Estado español debería pedir perdón a México por los actos cometidos en el pasado, particularmente desde un cierto sector de la clase política mexicana que utiliza la «ideología del agravio» como blasón. Gonzalo Núñez señala nueve razones por las que esa petición debería ser desestimada.

1. La petición de perdón por parte de España que reclaman Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y Claudia Sheinbaum es una reivindicación artificial y populista de interés meramente político. El criollismo y el indigenismo, como la leyenda rosa en el lado contrario, responden a simplificaciones interesadas de una realidad histórica amplia y compleja. La polémica solo cuadra con la agenda interna de una clase política mexicana concreta que busca la adhesión a través del enemigo exterior. Para ello hace uso de una ideología del agravio que tiene más de 200 años de vida y que se confeccionó para dar cobertura a las ansias de autonomía de la clase dominante del propio Virreinato, no ciertamente de los indígenas, que mayoritariamente se mostraron afectos a la Corona y cuyas condiciones no mejoraron en los tiempos posteriores a la independencia.

2. España no es un territorio históricamente determinado para la violencia y la rapacidad, al menos no más que otros. Una serie de factores (demográficos, comerciales, ideológicos, azarosos…) llevaron a España a descubrir y colonizar América. Su actuación sobre el terreno no se distingue en nada de la de otros pueblos, antes y después, en igual situación. De hecho, su seña de identidad habría que buscarla en el mestizaje antes que en la depredación o suplantación puras. España no saqueó y esquilmó América con el solo objetivo de regresar a la metrópoli con el botín, sino que se estableció en ella dando pie a una nueva realidad. Una realidad traumática y a la vez generadora.

3. España no arruinó México. En el siglo XVIII, Ciudad de México y Lima eran dos de las capitales más importantes y potentes del mundo. Su pujanza comercial era incluso mayor que la de Madrid y estaba a la par de capitales como Londres. La extracción de metales durante tres siglos es infinitamente inferior a la de los últimos cien años en México. Con el paso de las décadas y los siglos, las capitales virreinales ganaron en independencia comercial frente a la metrópoli. El barroco hispanoamericano (palacios, iglesias, conventos, edificios públicos) da cuenta de la riqueza y pujanza de la sociedad mexicana del Virreinato.

4. México no existía como tal cuando Cortés desembarcó en Veracruz. El México de AMLO es deudor del proceso histórico que arrancó entonces, marcado indefectiblemente por el mestizaje. El indigenismo, hoy instrumentalizado por criollos, apela a un espejismo de pureza de sangre y se vincula arteramente a la potencia dominante en los tiempos previos a la conquista, es decir, a los azteca, un pueblo expansionista, como tantos. Esta potencia regional sometió a distintos pueblos del entorno y mantuvo largas contiendas bélicas. Fueron ellos quienes se sumaron a los españoles para derrocar a su enemigo tradicional. Los historiadores aceptan que la caída de Tenochtitlan se enmarca más en un contexto de guerra civil que de invasión propiamente dicha. Los españoles, como después en Perú, aprovecharon las contradicciones internas para descabezar ambos regímenes con apenas un puñado de soldados propios. Sin esas alianzas, que dieron pie a un nuevo estatus, hubiera sido impensable.

El indigenismo, hoy instrumentalizado por criollos, apela a un espejismo de pureza de sangre

5. La conquista y colonización de América, particularmente en los casos de México y Perú, no es un proceso de suplantación sino de hibridación. Los españoles no desalojaron y aherrojaron a todo un continente: hubiera sido imposible. El Imperio, siquiera por razones operativas o de interés político, mantuvo el estatus de la nobleza local, la formalizó y se hibridó con ella a través de casamientos fomentados por ambas partes, reconstruyó Tenochtitlán, fundó ciudades y organizó el territorio con los servicios y las infraestructuras propias: universidades, hospitales, calzadas… Además, en ningún momento albergó intereses genocidas, porque la masa de población indígena era su mano de obra insustituible. La cantidad total de españoles que pasaron a América en los siglos de dominación hispana es ridícula: ni España envió a muchos hombres ni envió, en cualquier caso, a los peores.

6. España no destruyó el legado prehispánico, sino que lo integró. Durante décadas y siglos se priorizaron las lenguas locales (náhuatl y quechua) sobre el castellano por motivos políticos, burocráticos y evangélicos. Los religiosos fueron los primeros en formarse en las lenguas, las tradiciones y los cultos locales para hacer más sencilla la evangelización. Además, todo lo que sabemos sobre incas y aztecas –su cultura, su historia, sus costumbres, su organización– lo sabemos por españoles que las investigaron, recopilaron y documentaron en primera instancia, y luego por mestizos. Por ejemplo, gracias a Cieza de León, que recorrió el viejo Tahuantinsuyo, sabemos cómo se expandió el incario en tiempo de Huaynacapac y todos los detalles sobre aquella civilización. Gracias a Bernardino de Sahagún conocemos absolutamente todo sobre los aztecas. La América prehispánica «existe» hoy gracias a ellos, y los indigenistas pueden añorar melancólicamente la grandeza de su pasado porque la conocen a través de las obras de españoles y mestizos, como nosotros sabemos de los pueblos íberos prerromanos gracias a Apiano.

7. El perdón que reclama México es una asunción de culpa extemporánea pero, en puridad, ya existe, y está ahí desde hace quinientos años. Quien busque una condena moral a la conquista solo tiene que ir a las bibliotecas. A diferencia de movimientos imperialistas de todo tiempo y lugar, la conquista hispana en América fue contestada desde sus inicios y desde dentro, desde el corazón mismo del Imperio. Ya en fecha tan temprana como 1511, el dominico Antonio de Montesinos elevó un encendido sermón en Santo Domingo: «Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué auctoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muerte y estragos nunca oídos habéis consumido?». Ese grito caló en fray Bartolomé de Las Casas, autor de la Breve historia de la destruición de las Indias, un libro que forjó una imagen idílica de los nativos en contraposición a la rapacidad europea. El propio Carlos V fue sensible a este debate humanista. AMLO y sus correligionarios no pueden ni siquiera sospechar hasta qué punto son deudores de los españoles también a la hora de interpretar críticamente la conquista desde una perspectiva humanista.

La Historia pertenece a los especialistas y a cualquiera que se acerque a ella: no corresponde a los líderes políticos juzgarla según intereses coyunturales y presentistas

8. Un mexicano solo puede reclamarse perdón a sí mismo o a sus antepasados y eso si acepta entrar en un juego neurótico de autodesprecio y ceguera selectiva. El propio AMLO es nieto de españoles, Claudia Sheinbaum es judía sefardí. Ambos son testimonio de la extraña, fecunda, vasta y variada historia de América Latina, una historia que ya no se puede entender sin los lazos con Europa, y que a su vez está condicionada y enriquecida por esos lazos. Renunciar a ellos para espolear la confrontación con calculados fines políticos es indecente y contraproducente.

9. Desde un punto de vista histórico es completamente absurdo que los españoles del siglo XXI tengan que pedir perdón por hechos sucedidos en el siglo XVI para satisfacer las necesidades internas de gobernantes del siglo XXI que leen interesadamente su propia historia. La Historia pertenece a los especialistas y a cualquiera que se acerque a ella: no corresponde a los líderes políticos juzgarla según intereses coyunturales y presentistas. En el plano moral, cada quien puede sentirse responsable de la parte de la Historia y de la condición humana que crea le incumbe.

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