Opinión

Neoestoicismo: alienación emocional y la lengua de los amos

Ajuste, resiliencia, neoestoicismo… Los dueños de los medios de producción y los representantes del poder público y económico se han apoderado de nuestra lengua y la han transformado en una lengua del poder para, con ella, trasladar toda la culpa a los individuos.

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28
agosto
2024

Los antiguos estoicos se refirieron a la necesidad de entender el funcionamiento de la naturaleza (physis), es decir, al ahínco por comprender los vericuetos del lógos (de la Razón universal), para no vivir arrastrados y sometidos por ella. Ante la aparición de una catástrofe natural, de una enfermedad o de la muerte de un ser querido, explicaban los sabios de la Estoa, no resta más opción que la de aceptar –sin querer contravenir– los embates del Destino, del fatum, cuyos designios no podemos desentrañar ni mucho menos modificar. Por tanto, la más excelsa virtud estoica consistía en entrenarse concienzudamente en la capacidad para asumir de buen grado cuanto de inevitable encierra el discurrir del universo.

En este sentido, la presuntuosa intención de que todo cuanto sucede se acomode a nuestros propósitos y metas ha de ser catalogada como vana y pretenciosa y, a fin de cuentas, resulta perjudicial, en tanto que –enseñaban los estoicos– no debemos caer en las seductoras y engañosas garras del deseo, de nuestra insaciable voluntad, que nos impele a querer someter los sucesos externos a nuestro arbitrio.

Por eso invitaba Epicteto, en sus bellas y edificantes Conversaciones, a «contener» y finalmente «extirpar nuestro deseo», que nos esclaviza e invita a pensar que todo cuanto ocurre debe verse modulado por nuestras expectativas y ambiciones. También Séneca, en De vita beata (título traducido habitualmente como Sobre la felicidad), explicaba que «es el alma la que nos hace ricos». Por tanto, existen fenómenos que, por su forzosidad y necesidad, no dejarán de sobrevenir por mucho que nosotros deseemos lo contrario. Por ello resulta conveniente, para alcanzar la serenidad de ánimo (ἀταραξία) y controlar nuestros apetitos sensuales (ὀρέξις), desasirse de las continuas y extenuantes demandas de nuestro enojoso y molesto yo, como más tarde, entre los siglos XIII y XIV, invitará el Maestro Eckhart: «Quien te perturba eres tú mismo a través de las cosas, porque te comportas desordenadamente frente a ellas», escribía en uno de sus enjundiosos sermones filosóficos.

La psicología contemporánea, en el buen uso del término «resiliencia», invita igualmente a capacitarnos en la aptitud para acondicionar nuestros pensamientos y conductas a lo inevitable, de manera que, por ejemplo, el duelo por el fallecimiento de un ser querido o las consecuencias de un desastre natural no arrasen con nuestro ánimo. Entendida desde un (adecuado y beneficioso) empleo terapéutico, la resiliencia frente a lo que no puede o no podría haber sido de otra forma es una característica personal deseable y salutífera, que se traduce –si recurrimos a la terminología clínica– en la competencia subjetiva para reconvertir emociones desaforadas, suscitadas por sucesos inapelables y onerosos, en emociones adaptativas, funcionales e incluso impulsoras, de tal forma que la aparición de un hecho gravoso o doloroso no termine por destruirnos emocionalmente.

Cuando las enseñanzas estoicas quedan en manos de los amos, nos convierten en inconscientes y devotos siervos

Sin embargo, cuando aquellas enseñanzas estoicas o esta resiliencia terapéutica quedan en manos –y se pronuncian por las lenguas– de los amos, sucede una silenciosa perversión semántica mediante la cual la resiliencia y el estoicismo quedan ideológicamente secuestrados como esbirros conceptuales destinados a alienar emocional e intelectualmente a la población, o expresado de un modo más militante, que nos convierten en leales y gustosos servidores del sistema productivo. Y cabría añadir: en inconscientes y devotos siervos.

Hace unos meses, en una de las conferencias que imparto fuera de la ciudad donde resido, estuve charlando a corazón abierto con el taxista que me trasladó desde la estación de tren hasta el lugar donde tenía lugar mi intervención. En uno de los lances de la conversación, me contó que lee muchos libros de autoayuda relacionados con la resiliencia y el coaching emocional porque se siente ayudado y acompañado en sus difíciles circunstancias. Me habló de las incontables horas que tiene que dedicarse a trabajar para sacar a su familia adelante, porque su mujer está desempleada y atravesando un proceso depresivo. Me habló del centro privado al que por las tardes acude su hijo adolescente, diagnosticado TEA (trastorno del espectro autista), para ampliar sus mermadas competencias sociales. Me habló de la dependencia de sus padres, ya ancianos, y de la escasez de recursos públicos para atenderla, por lo que ha tenido que contratar a una persona que viva con ellos. Me habló de lo extenuado que se siente, de su agotamiento emocional, de su tristeza y de su impotencia. Me habló, muy emocionado, de «todo lo que tengo que aguantar para sobrevivir». ¿Cómo, inmerso en tal situación, no va a leer (¡él y cualquiera!) libros mesiánicos de autoayuda? ¿Cómo no va a sentirse seducido por quien le promete un futuro mejor si «se atreve a convertir sus heridas en oportunidades», si adecua su vida a la lógica productiva? En definitiva, ¿cómo no ser encandilado por los perversos gurús que le invitan a «gestionar sus emociones», porque, al parecer, es la única conducta posible… frente a lo que parece inevitable (precariedad, falta de perspectivas futuras, escasez de recursos públicos, trastornos psicológicos causados por eventualidades socioeconómicas, encarecimiento de la vida, etc.)?

Su discurso terminó de esta forma: «La culpa es mía. Tenía que haber estudiado cuando todavía podía». Cuanto más escuchaba a mi interlocutor, con quien estuve departiendo largo rato, más reparaba en la silente y normalizada violencia emocional que se ejerce contra la ciudadanía cuando, desde instancias políticas, económicas y gubernamentales, se nos insta a adaptarnos, a sacrificarnos, a aceptar, a ser resilientes –en un proceso que devora nuestras armas emocionales–. Se trata de una sutil y normativizada violencia que, como he denunciado con amplitud en mi libro Una filosofía de la resistencia, se practica en connivencia con los poderes financieros y con las más altas instituciones decisorias europeas y mundiales. Y se hace sin pudor: uno de los planes económicos de la Eurozona para afrontar la crisis económica de 2020 provocada por la pandemia de covid-19 lleva por nombre «Mecanismo Europeo de Recuperación y Resiliencia» (MRR), el cual, nos explican en su web oficial, tiene como principal misión «salir más fuertes y resilientes de la crisis actual» y «fortalecer la resiliencia y la capacidad de ajuste de los Estados Miembros».

«Capacidad de ajuste». Ajuste a la competitividad sin anestesia. Ajuste de las políticas públicas a las necesidades bancarias. Ajuste a las demandas laborales de la continua disponibilidad. Ajuste al régimen económico imperante, voraz con los individuos. Ajuste al comportamiento esperado de un «ciudadano democrático», esto es, callar y soportar. Ajuste a la creciente y ya asumida vigilancia mediante datos e implantación de la tecnología digital en todos los órdenes de nuestra vida. Ajuste a la precariedad que a cada uno le toca en suerte.

Deberíamos preguntarnos si no estaremos adaptándonos a un contexto inhabitable

Ajuste. Resiliencia. Neoestoicismo. Los dueños de los medios de producción y los representantes del poder público y económico se han apoderado de nuestra lengua y la han transformado en una lengua del poder para, con ella, trasladar toda la culpa a los individuos. Al taxista. A mí. A usted. Aristóteles apuntó, al comienzo del Libro tercero de la Metafísica (995a30) que «quien no conoce el nudo no es posible que lo desate»: primero hay que barruntar el problema para, después, poder cuestionar cómo hemos llegado a él. Por eso, ya imbuidos por la dialéctica de la resignación y de la aceptación, se hace cada vez menos posible la probabilidad de que acontezca la disidencia intelectual, pues solo cabe adecuarse a la racionalidad económica. Quien osa cuestionarla no es más que un paria, un sujeto inadaptado, un individuo no funcional.

La instauración de esta caverna global, que nos oprime en términos intelectuales y emocionales, ha dado como resultado la convicción de que solo cabe una opción ante la injusticia social y la desigualdad económica: el «empoderamiento» individual y las soluciones subjetivas, de tal forma que, si no somos capaces de aprovechar las oportunidades para medrar y triunfar que el sistema productivo pone a nuestra disposición, somos nosotros los responsables, los culpables. Una culpa que, por si fuera poco, nos hace sentir más solos, más aislados, más tristes e inoperantes. Menos capacitados para el diálogo social, para la empatía: cada cual vive, inevitablemente, en su incomunicable burbuja de culpa represiva. El totalitarismo adaptativo ha secuestrado nuestra inteligencia y la ha puesto al servicio exclusivo de los imperativos económicos.

Deberíamos preguntarnos, para poder localizar el nudo que nos atenaza, si no estaremos adaptándonos a un contexto inhabitable; si no nos estaremos dejando resbalar –en palabras de María Zambrano– por una corriente que nos impide decidir (porque nos han desacostumbrado a hacerlo). La resiliencia y la adaptación se han convertido en las virtudes cardinales del sistema productivo, en las palabras clave de la neolengua que impide la disidencia. No estaría de más que reaprendiéramos a hablar, a apropiarnos del lenguaje para decir nuestros malestares, que dejáramos de hablar la misma lengua que nos han enseñado los amos. Hoy nos jugamos la emancipación intelectual en la valentía de mirarnos a los ojos y, reconociéndonos iguales, procurarnos maneras de narrar cuánto estamos soportando sin tener que hacerlo. Porque, al fin y al cabo, somos las historias que nos contamos.

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