Sociedad

Cuando los buenos actúan

La bondad, para que sea efectiva, necesita huir de la palabrería y anclarse en el silencio de la acción. Como decía el filósofo Edmund Burke, «cuando los perversos se juntan, los buenos deben asociarse».

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05
julio
2024

Suele citarse una frase que se atribuye popularmente al filósofo Edmund Burke que, en verdad, es una reducción de una referencia más rica. En su ensayo Reflexiones sobre la causa del presente malestar, publicado en 1770, escribió: «Cuando los perversos se juntan, los buenos tienen el deber de asociarse. De lo contrario, caerán, uno por uno; un sacrificio implacable en una lucha despreciable». Ese silencio de los «hombres buenos» que el presidente John F. Kennedy le atribuyó a Burke en un discurso hace sesenta años tampoco es desafortunado.

Cuando el irlandés escribió aquellas palabras, Europa se encontraba al borde del colapso de una era. Las ideas ilustradas, en especial las más radicales, como la separación de poderes, el contrato social o la defensa de la tolerancia estaban tensionando el Antiguo Régimen. En las naciones de aquel siglo, como España, gobernaban monarcas que habían abrazado los principios de la Ilustración a su manera. Los gobiernos que se resistían a abrirse a los cambios amenazaban con desplomarse. Burke, profundamente conservador y apoyado en un docto dominio de los clásicos, defendió un cierto grado de despotismo ilustrado que permitiese aliviar las evidentes desigualdades sociales. No erró. Cinco años después de escribir las Reflexiones sobre la causa del presente malestar estalló la guerra de independencia de Estados Unidos. Una década más tarde, la cólera de la Revolución Francesa cambió para siempre el destino político del Viejo Continente.

La advertencia de Edmund Burke sobre el «sacrificio implacable» de los «hombres buenos» tenía un doble sentido. Por un lado, se refería a un sentido político. Los «malos», es decir, los revolucionarios, harían arder el proyecto más sosegado de quienes defendían la concordia en la nación. El filósofo era un buen orador y gustaba de la arenga tanto en sus discursos como en sus libros en favor de las denominadas «mayorías oprimidas». Pero Burke, hijo de padre anglicano y madre católica, había aprendido no solo la herencia clásica de los pensadores e historiadores griegos y romanos; su pensamiento estaba impregnado de un sentido moral de una notable influencia religiosa. En una de sus piezas, el poeta William Wordsworth dejó escrito que «los hombres buenos mueren primero, y aquellos cuyo corazón está seco como el polvo del verano arden hasta el último instante».

El bien es trivial, simplemente se hace

Ese es el desafío de toda persona que aspire a albergar una cierta bondad en su interior. Un doble deber que, quien conoce el bien, sabe perfectamente que es placer: hacer el bien como individuo y defender un genuino y reflexionado progreso social. Este reto es atemporal. Debe desarrollarse a lo largo de la experiencia vital, moldeando la conciencia de la realidad. El bondadoso sitúa la ética, en su carácter universal, como la única ley natural, superior a todas las impuestas por hombres y mujeres. Tampoco se trata de una decisión obcecada, como la que suele asumir que acoge una determinada ideología: practicar el bien hacia los demás implica distinción de matices y verdades mediante nuestra capacidad individual para pensar, y es este proceso de distinción el que nos libera de las ataduras de seguir instrucciones.

Quienes dudan de la correcta inclinación de una independencia ética –que no necesariamente moral­– olvidan que el Estado de Derecho y los Derechos Humanos que hoy disfrutan no son el fruto exclusivo de un pacto entre juristas y fuerzas con poder, sino la consecuencia de unas circunstancias determinadas que hicieron posible la aplicación de unos principios que cuando unas pocas personas los enunciaron fueron considerados, como mínimo, atrevidos, cuando no ideas subversivas.

Así se construye el verdadero progreso, ese mismo avance humano y humanístico que, con toda su carga de dificultad para socializarse, posee siempre un potente signo ético positivo. Es la banalidad del bien. El bien es trivial, simplemente se hace. Nadie es loado por ayudar a un desconocido en un apuro cuando el auxilio está en su mano, salvo en los casos heroicos o que han cambiado las creencias de nuestro tiempo. Cuando los eruditos de la Escuela de Salamanca defendieron un compromiso legal de la Corona hispánica en favor de la igualdad entre europeos e indígenas americanos enunciaron las bases de los derechos universales que dos siglos después defendieron los revolucionarios franceses.

Derechos como la inviolabilidad del domicilio, el habeas corpus, el feminismo o la no discriminación por razones biológicas, culturales o de cualquier otra índole, entre tantos, han surgido de la mano de personas con una pizca de bondad y sentido de lo común que tuvieron el coraje de no mirar hacia otro lado y hablar claro. O actuar con determinación, como por ejemplo, los casos de Irena Sendlerowa, Oskar Schindler y Ángel Sanz Briz, quienes ayudaron a miles de judíos a escapar de una muerte segura de la mano del régimen nazi en un desafío frontal a las leyes de su época y territorio. A nuestro alrededor seguimos teniendo retos cotidianos en los que participar como personas y como ciudadanos. No es la historia que se repite, sino que continúa hasta que la resolvamos o nos extingamos como especie.

 

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