Educación

Ser niño y enfrentarse a la frustración

La importancia de enseñar a los más pequeños a tolerar la frustración es uno de los mantras de las teorías educativas actuales. El papel de los padres es clave en una labor en la que los posicionamientos oscilan entre la sobreprotección y la negligencia benigna.

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24
junio
2024

¿Es bueno que los niños se frustren? Esa pregunta vale un millón de euros en términos educativos. Muchas de las actuales teorías sobre la crianza de los hijos orbitan alrededor del fenómeno de la frustración como una de las claves de la construcción de una personalidad madura y preparada para enfrentarse con garantías a los retos de la vida (entendiendo «retos de la vida» como amable eufemismo del fracaso, el infortunio o cosas que, sencillamente, no salen como uno espera o desea).

Tristeza, enfado, llanto, sorpresa, impotencia o incomprensión son reacciones normales en un niño cuando no consigue lo que quiere o no obtiene un resultado acorde a sus deseos. Para combatirlas, proliferan las teorías psicológicas que tratan de desentrañar los mecanismos de la frustración infantil y las formas que tienen de enfrentarlas sus padres. ¿Por qué es tan importante desarrollar la tolerancia a la frustración en los futuros adultos? Porque en su vida, justifican los educadores, van a encontrarse con un sinfín de expectativas malogradas, y cuanto antes aprendan a gestionarlas, mucho mejor.

El papel de los padres

La permisividad y la sobreprotección de los padres son dos de los grandes males contra los que advierten los especialistas. Especialmente peligrosos son los llamados «padres helicóptero», que, en cuanto asoma la más leve dificultad en el horizonte de su progenie, acuden a su rescate para suavizar el impacto o, si es posible, borrarlo de la faz de la Tierra, como si ese contratiempo nunca hubiera sucedido. La consecuencia probable de este comportamiento son niños caprichosos, impacientes, inflexibles, impulsivos y con escaso control de sus emociones.

En el otro extremo de esta balanza están los padres que encarna la teoría de la «negligencia benigna». Esta recomienda seguir una política de abandono «controlado» del niño a su suerte en determinados asuntos. Si hay un problema, los padres se desentienden como una forma de proporcionar al pequeño una vacuna emocional que le ayude a madurar y a prepararse ya desde edad temprana frente al posible valle de lágrimas que le espera en su vida adulta.

Los educadores afirman que los niños se encontrarán con expectativas malogradas y que cuanto antes aprendan a gestionarlas, mejor

Freud ya decía que a los niños había que frustrarlos. Incluso hay un método, seguido masivamente en el mundo (el método Estivill), que anima los padres a dejar a sus bebés llorar en sus cunas hasta que aprendan a dormirse solos. Estos sistemas espartanos de crianza pueden producir futuros adultos que, en efecto, maduran con rapidez, pero con el riesgo de germinar problemas afectivos o hasta rasgos psicopáticos en el futuro.

En una posición intermedia se sitúan teorías como la «ventana de tolerancia» del norteamericano Daniel J. Siegel. Según este especialista, es un estado de equilibrio que comienza a desarrollarse en la infancia y que permite a los niños aprender a tolerar la frustración de manera paulatina. ¿Cómo se produce el milagro? A través de la ecuación límites/apego. Es decir, por un lado, la familia le marca al niño unos límites claros acerca de lo que es o no es una conducta aceptable. Y por otro, le entrega el cariño y el nivel de seguridad necesarios para que el pequeño se atreva a explorar dentro de esos márgenes.

Del «querer es poder» al «esto es lo que hay»

Sin duda, la psicología y las teorías educativas proporcionan una útil guía a los padres para ayudar a sus pequeños a manejar la frustración. Sin embargo, explicarles a sus retoños que no solo van a estrellarse en muchos de los grandes y pequeños objetivos que se plateen en la vida, sino que deberán afrontar esos fiascos con buen talante es una lección dolorosa de impartir. Al fin y al cabo, consiste en admitir que la existencia está llena de limitaciones y sinsabores, y que ellos no están exentos de experimentarlos.

Es, por otra parte, un mensaje un tanto confuso para sus receptores, en la medida en que contradice otra enseñanza que los papás y las mamás no se cansan (esta vez, entusiásticamente) de repetirles: «querer es poder», «serás lo que tú quieras ser», «el esfuerzo siempre obtiene recompensa».

Bajo ese prisma, aceptar la frustración como un inevitable compañero de viaje incluye un punto de claudicación, de resignación ante los límites que impone la realidad. Y a ningún progenitor le gusta ser portador de semejantes noticias.

Afortunadamente, la psicología también ha encontrado la forma de reconciliar estas dos líneas de pensamiento aparentemente opuestas. Lo ha hecho a través del concepto de resiliencia. Esta habilidad sería una especie de tarifa plana de tropiezos vitales amparada por la promesa (o, más bien, acto de fe) de que, si uno persevera y aprende a levantarse después de cada caída, al final llegará la recompensa.

Paradójicamente, pocas cosas frustran más a un padre o a una madre que comprobar lo mal que llevan sus hijos la frustración. Cada vez que asisten a una de esas rabietas y episodios de embargo emocional infantil, ellos mismos experimentan tristeza, enfado, llanto, sorpresa, impotencia, incomprensión… Seguramente porque intuyen, como adultos que son, que su joven progenie no está para nada preparada para afrontar lo que sin duda los años le traerán por delante. Y eso les hace sentir culpables y les trae, además, a la memoria sus propios desengaños y lo mal que se sintieron (y quizás aún se sientan) a causa de ellos. Y, lo peor de todo, les recuerda que tienen que coger a esas criaturas llenas de ilusión y entusiasmo por la vida y empezar a enseñarles el amargo sabor de la derrota y la rendición.

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