Sociedad

Por qué necesitamos recordar que el emperador va desnudo

En tiempos de redes sociales y literalidad a la hora de entender el humor, la ironía podría ser incluso más importante. Ayuda a desmantelar los discursos falsos o impostados.

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18
septiembre
2023

John Cleese, el conocido cómico británico fundador de los Monty Python, lleva unos años algo irritado, o al menos con su paciencia al límite. Está cansado de que todo el mundo se escandalice ante el humor por entenderlo de manera literal. En 2020 la BBC estuvo a punto de cancelar uno de sus shows porque hacía chistes que entendieron que podían interpretarse de forma racista. En 2023 la prensa inglesa publicó la noticia falsa de que había aceptado estrenar una versión teatral de La vida de Brian eliminando a un personaje que los nuevos públicos consideraban tránsfobo. El humorista contestó con bromas, pero visiblemente molesto porque ni un solo periodista hubiese levantado el teléfono para preguntarle.

Aún no le había pasado nada de eso cuando, en una entrevista con Bill Maher en 2015, él mismo se adelantaba a los acontecimientos. El problema, según Cleese, es que estamos empezando a interpretar todo de manera literal, que es lo contrario a la manera en que piensan las personas inteligentes. En su ejemplo, hablaba de los fanáticos que interpretan textos religiosos como El Corán o la Biblia, pero en 2023 lo ampliaba. Cuando protegemos a un colectivo de recibir bromas, venía a decir, estamos tratándolo como si fuese idiota, como si no pudiese distinguir la realidad de una metáfora como es el humor.

Para Cleese, el humor es la base de civilización y la ironía su principal herramienta. Aunque el cómico inglés se limita a hablar de lo que conoce (su trabajo), no viene sino a recoger una tradición que recorre toda la filosofía. Se remonta ya al mismísimo Sócrates, que exponía los fallos en el «sentido común» de su época desde preguntas aparentemente sencillas, basadas en su presunta absoluta ignorancia. Una variante sofisticada de la situación que reflejó Hans Christian Andersen en El traje nuevo del emperador, donde solo un niño sin miedo a pasar por estúpido acaba señalando lo obvio: el emperador va desnudo.

En su ensayo Ironía on. Una defensa de la conversación pública de masas (Anagrama, 2019), el filósofo argentino Santiago Gerchunoff recoge ambas tradiciones para recordar las función política de la ironía: dejar desnudos a los idiotas… o a los populistas, si atendemos a nuestra problemática actual. Aquellos actores políticos que desean ser interpretados de manera solo literal, pues así no habrá manera de contradecirlos.

Santiago Gerchunoff: «La ironía es un disparo en medio de la conversación. No indica lo correcto, no es moral»

Para Gerchunoff, la ironía no es tanto un método de conocimiento como una forma de desmantelar las imposturas del rival político, y por tanto fundamental en una democracia. Su postura, además, es que la literalidad absoluta es el arma del totalitarismo. En su libro utilizaba como ejemplo a la extrema derecha, pero advertía que la ironía no tiene dueño, no es ni de izquierdas ni de derechas. Lamentaba a los humoristas «que actúan como pedagogos, sermoneando sobre qué necesita o no la sociedad», considerándolos unos traidores a la verdadera función de su oficio. Para el filósofo la ironía, «es un disparo en medio de la conversación. No indica lo correcto, no es moral». Por eso, cree, no le funciona bien al que desea moralizar.

Quizás por eso también a veces no acaba de funcionar en las redes sociales, que pasan en media frase de la ironía absoluta a la literalidad que más irritaría a John Cleese. El escritor estadounidense David Foster Wallace criticó en los 90 la ironía vacía de contenido, la que era un simple concurso de ingenio hiriente o popularidad en lugar de nacer de una verdadera crítica intelectual. Él se centró en la televisión como centro de la cultura de su país a finales del siglo XX y comienzos del XXI, pero se podría aplicar al entorno actual.

Frente a la ficción de las redes que desea ser reconocida como verdad y que funciona con ese pensamiento literal –si digo que soy humilde se convierte en realidad y así debe ser interpretado por todos– la ironía es la fábula que no reniega de su condición de metáfora –soy muy humilde, el más humilde de todos–. El artificio de la mentira jactanciosa o el de la burla que desea establecer un espacio común de gozo sobre lo que es imperfecto, ese humor que John Cleese sostiene que nace de que «todo no vaya bien del todo».

Internet tiene hasta una ley para ello, una ley irónica, la Ley de Poe, creada por Nathan Poe. En una traducción muy libre del Urban Dictionary viene decir que en ausencia de algún guiño o emoticono, en los foros o redes sociales es imposible distinguir una postura radical o fundamentalista de su propia parodia. Poe la ideó para los creacionistas en EEUU, pero desde entonces se ha podido aplicar a cualquier tipo de exaltado con un teclado y conexión wifi y a cualquier mensaje de humor.

Para terminar, una anécdota española sobre el miedo a la ironía. La recoge el historiador Fernando Díaz Plaja en su Anecdotario de la España franquista. A finales de los 60 y hasta 1973 el cargo de ministro de Información y Turismo lo ocupó Alfredo Sánchez Bella, un tecnócrata con el encargo de tomar el relevo a Manuel Fraga, cuya Ley Fraga  había abierto la mano con la censura. El ala dura del Régimen lamentaba una norma que, aun así, seguía asfixiando a creadores críticos con el mismo, como el mítico dibujante Antonio Mingote, entonces ya célebre por sus tiras en ABC. Cuando Sánchez Bella se descolgó con la desopilante declaración de que «si de algo ha pecado el sistema español ha sido de liberal y tolerante», Mingote dibujó una viñeta en la que un transeúnte cualquier se partía de risa al leerla en una cartel por la calle. Por debajo, el siguiente rótulo, cortesía del dibujante: «La prueba de que es verdad lo que dice el cartel es que puede publicarse este dibujo sin que pase nada». Por supuesto, la viñeta no pasó la censura y no vio la luz hasta años después.

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