Opinión

Por qué siguen ardiendo las redes

En su libro ‘Arden las redes’ (2017, editorial Debate), Juan Soto Ivars trazaba un panorama poco halagüeño para la libertad de expresión en Internet debido a los linchamientos o acosos digitales. El escritor y periodista actualiza su tesis dos años después en esta reflexión escrita para Ethic. Su conclusión: la poscensura es hoy más evidente que entonces.

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Carla Lucena
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16
abril
2021

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Carla Lucena

Apenas nos habíamos acostumbrado a la vida en las redes sociales, empezaron a publicarse decenas de artículos sobre la libertad de expresión. No eran, sorprendentemente, textos que celebrasen la herramienta que ha proporcionado a la ciudadanía un acceso sin filtros al debate público, sino alarmas sobre el peligro que corría por este motivo ese derecho fundamental. A simple vista podía parecer paradójico. Los artículos venían firmados, en general, por hombres que se habían dedicado al periodismo de opinión o la literatura durante años y que ahora empezaban a recibir respuestas agresivas a través de la red.

Quizás el cambio más radical en la cultura de la comunicación desde la invención de la imprenta ha sido esta capacidad del público para responder. De la galaxia Gutenberg a la galaxia Zuckerberg se ha producido la disolución del concepto de autoridad intelectual. El máximo exponente es ese célebre tuitero que acusó al papa de no tener «ni puta idea de religión». Cuando este tipo de respuestas se agrupan en enjambres de usuarios y se dirigen de forma masiva contra individuos, ¿podemos decir que la mayor libertad de expresión de la historia de la humanidad provoca un mayor control del pensamiento? ¿Un mayor miedo a decir según qué?

La respuesta es sí, y para desarrollarla publiqué Arden las redes en 2017. Allí acuñé un concepto necesario para diferenciar la censura clásica, siempre vertical de arriba abajo, de esa otra censura vaporosa, posmoderna y ajena a las jerarquías. Llamé «poscensura» a la sensación de peligro de mucha gente ante las destructivas oleadas de susceptibilidad masiva que proliferaban en la red. Desde entonces, los linchamientos virtuales se han vuelto más numerosos, y el peligro que entraña decir ciertas cosas se ha vuelto, por tanto, mayor.

Para entender qué es la poscensura es fundamental separar dos conceptos: la crítica y el linchamiento, que suelen confundirse en los debates sobre libertad de expresión. La crítica es una respuesta argumentada a una opinión o una obra. Está construida para encajar en un debate y trata de hallar y exhibir los puntos débiles del argumento rebatido. Es, por tanto, una herramienta intelectual que surge del individuo y pone en liza elementos racionales.

«El linchamiento, al contrario que la crítica, no busca rebatir un argumento, sino destruir con falacias y ataques personales la reputación de una persona»

El linchamiento, por el contrario, es una respuesta colectiva, masiva, irracional. No busca rebatir un argumento, sino destruir con falacias y ataques personales la reputación de quien haya expresado una opinión que disgusta a un grupo. Apela a sentimientos colectivos para legitimarse (la ofensa y la indignación son los más socorridos) y tiene una estructura horizontal: el linchamiento no suele ser un movimiento dirigido, aunque esto puede ocurrir.

Salvado el escollo conceptual que provoca tantas confusiones, hay que pensar por qué las redes sociales favorecen el linchamiento y marginan la crítica. Marta Peirano apunta en esta dirección en algunos pasajes de su estupendo libro El enemigo conoce el sistema (Debate, 2019). Peirano utiliza la máxima MacLuhaniana, «el medio es el mensaje», para señalar que las limitaciones de las redes sociales tienen que ver con su arquitectura y con su principal función: recopilar la máxima cantidad de datos de unos usuarios cada vez más enganchados.

Los hallazgos de Peirano aportan una actualización pertinente a lo que expuse en Arden las redes. Las empresas matrices de las redes, desde Facebook a Twitter, pasando por Youtube o Instagram, necesitan que permanezcamos conectados. La polarización política que las redes han traído a las sociedades democráticas tendría, según Peirano, un origen más capitalista que ideológico: para que sigamos conectados necesitamos tener a cada momento un poquito más de tensión. Nuestra ofensa produce dinero y los algoritmos la fomentan.

Desde este punto de vista, que en 2018 y 2019 hayan aumentado los linchamientos digitales y que hayan proliferado otros castigos contra individuos irreverentes, irrespetuosos o simplemente disidentes a una corriente de opinión colectiva, quedaría explicado mirando las gráficas de beneficios de los gigantes digitales. Las explosiones de ofensa colectiva, los señalamientos y los repudios rituales no serían una desviación del sistema, sino una manifestación de que el sistema está funcionando con normalidad.

Pero el hecho de que las redes sociales estén construidas para exacerbar nuestras diferencias y para mantenernos en tensión no implica que debamos quedarnos en ellas: transforman la sociedad y se trascienden a sí mismas. En los últimos años se han producido hechos de entidad y relevancia propias más allá de las redes. El caso de James Damore y los de Kevin Spacey y Woody Allen son paradigmáticos.

En agosto de 2017, Google buscaba las causas de un problema que preocupaba mucho a sus directivos: por qué en las secciones de ingeniería había una proporción tan alarmantemente baja de mujeres. Pidió a sus trabajadores que reflexionaran y propuso un debate interno. El ingeniero James Damore dedicó sus horas libres a preparar un estudio serio buscando las causas. Después, envió su informe a una lista de distribución interna.

Su informe escandalizó a algunos compañeros. Alguien lo filtró a la prensa calificándolo de «machista», y de forma inmediata estalló un linchamiento digital y mediático. Tras pocas vacilaciones, Damore fue despedido. Su estudio, que no hacía sino obedecer a la propuesta de la compañía, resultó contener determinadas ideas e informaciones consideradas tabú: chocaban con una línea muy estricta de opinión grupal.

«Los casos de Woody Allen y Kevin Spacey reflejan cómo la poscensura nos ha hecho mucho más permeables a la odiosa censura vertical de toda la vida»

El caso de Damore es relevante porque señala unos niveles de intransigencia inéditos en tiempos anteriores a la poscensura. Damore hizo su informe con la intención de aportar al debate propuesto por su empresa, no de boicotear. El caso, además, nos indica qué tipo de corrientes de opinión son intolerables en el seno de la mayor plataforma mundial de acceso a la información. Una compañía que debería ser, por tanto, ideológicamente neutral.

Los casos de Woody Allen y Kevin Spacey, ambos acusados por el movimiento #MeToo, nos permiten observar cómo el ambiente de poscensura nos ha hecho mucho más permeables a la odiosa censura vertical de toda la vida. Ambos fueron acusados públicamente y declarados culpables en un linchamiento ritual, y la consecuencia fue que sus obras se retiraron de plataformas de distribución y que sus proyectos en marcha se cancelaron. La censura, en este caso sin prefijo, llegó al punto de que Spacey fue borrado de una película de Ridley Scott que estaba preparada para estrenar, y que tuvo que volver a rodarse.

Bien: lo que hace de estos casos algo extremadamente preocupante es que, para un número enorme de personas, tanto el despido de Damore como la censura de las obras de Allen o Spacey eran hechos perfectamente justificados. 2020 pinta, pues, muy poco halagüeño para la libertad de expresión.

Los grupos organizados en las redes sociales para castigar a individuos de forma sumaria son hoy más fuertes que hace cinco años. La aceptación de la sociedad por estos castigos arbitrarios es también mayor. Dado que la polarización aumenta con el auge de la ultraderecha, las posibilidades para la discrepancia interna en las distintas tribus ideológicas se ha reducido. La libertad de expresión, en estas circunstancias, ya no se percibe como un derecho universal. Está en un peligro extremo pese a la apariencia ruidosa y plural de la sociedad en red.

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