Cultura

La Navidad que nos regaló Berlanga

En 1961, Luis García Berlanga retrató en una comedia negra navideña una visión tan corrosiva como involuntariamente tierna de la sociedad española: un alegato contra la hipocresía desde la alegría de vivir.

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22
diciembre
2020

Conocida es la anécdota del cambio de título de Plácido. La película de Luis García Berlanga se iba a titular Ponga un pobre en su mesa, como referencia directa a una campaña buenista del franquismo enmarcada en lo que algunos denominaron «conservadurismo compasivo», propio del nacionalcatolicismo de la época. Como manera de limpiar sus conciencias, las familias pudientes eran animadas a sentar a una persona sin hogar a su cena de Nochebuena, promoviendo una idea de la caridad como sustituto de la justicia social en una España que vivía en la miseria.

La censura lo impidió cuando el genio valenciano ya había tomado la precaución de asimilar la campaña a un telemaratón solidario de la radio –la televisión aún no estaba generalizada en España– patrocinado por la ficticia Ollas Cocinex. Así que el argumento se mantuvo, pero se sustituyó el título por el nombre de uno de los personajes principales, el infeliz Plácido, un conductor de motocarro al que le cumple la primera letra del mismo el día de Nochebuena y que se ve forzado a un surrealista viaje burocrático para no intentar no perderlo.

Pero el personaje que roba el plano constantemente a Plácido es su antagonista –aunque el mismo Plácido no lo sepa–, Gabino Quintanilla, el hijo del dueño de la serrería del pueblo. Un nuevo rico de los de la España de posguerra –échenle imaginación a cómo llegó la serrería a su familia–, un hipócrita, un bienqueda, un manipulador y un trepa. Un personaje miserable, en fin, prototípico de los que proliferaban entonces y que ahora existen en diferentes formatos, interpretado por José Luis López Vázquez en uno de los papeles de su vida. Uno de esos que son cómicos pero no dan risa.

La combinación del sorteo de «pobres» que luzcan bien en cada salón de ricachones con la adoración por los famosetes –que se deben combinar a juego– retrata muy bien el espíritu de «caridad» de los presentes, además de retratar a la burguesía franquista como, básicamente, gente ridícula. Al mismo tiempo tiempo, no ahorra la descripción de las consecuencias que en los pobres tiene ese tipo de sociedad.

Como en muchas películas de Berlanga, la autoridad no aparece, pero siempre está presente

Plácido es siempre una película exagerada y esperpéntica y al mismo tiempo tierna. Su protagonista es un personaje que no parece ni de Berlanga de puro inocente y bonachón aunque, como todos, tenga su parte un poquito miserable. Eso que con condescendencia en la época se llamaban «los humildes», en el cine de don Luis recibía tratamiento de seres humanos: un poco buenos, un poco malos, pero siempre víctimas de sus circunstancias.

El diálogo de Berlanga con la cultura española pasada, presente y futura está en el humor negro e inmisericorde propio de la España de los 50 y 60, con juegos de palabras y bromas crueles al estilo del siempre hambriento Carpanta de Francisco Escobar –escuela Bruguera– o La Codorniz. También en cómo su sátira de los telemaratones la retomará con esteroides y llevada a los especiales de Nochevieja por Álex de la Iglesia en Mi gran noche. Es, al mismo tiempo, una parodia del neorrealista Vittorio de Sica en Ladrón de bicicletas (1948), con un mismo protagonista enfrentado a la pérdida del vehículo que le sirve de medio de vida.

Hoy quizás habla de ella más gente de la que realmente la ha visto, como pasa siempre con los clásicos, pero tiene el mérito incluso de llegar a existir. Como en muchas películas de Berlanga, la autoridad no aparece, pero siempre está presente: el mejor cine de los 50 y 60 en España habla del franquismo sin mencionarlo y se crece toreando a la censura.

La película es, sobre todo, un alegato contra la hipocresía desde la alegría de vivir. Si Berlanga ha llegado hace poco al diccionario no es solo por retratar las miserias de una determinada época del ser español, sino por invitarnos a liberarnos de ellas. Porque sus personajes, a pesar de todo cuanto a su alrededor, son capaces de mantener un mínimo de disfrute desde el cinismo: esa cosa tan esperpéntica, tan española, de estar resignado a que la gente es como es, pero aún así, con cierta prudencia, seguir pasándolo lo mejor posible. Y precisamente en estas navidades de 2020 no parece un mensaje tan pesimista.

plácido berlanga

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