Cultura

Gabo siempre tiene quien le escriba

La vida del escritor colombiano está marcada por la literatura, pero también por su constante necesidad de amor. Y es que, según afirmaba, «con amor, hasta morirse es bueno».

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Edward Ocampo-Gooding
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08
septiembre
2023

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Edward Ocampo-Gooding

«Me he negado a convertirme en un espectáculo, detesto la televisión, los congresos literarios, las conferencias y la vida intelectual. He tratado de encerrarme dentro de cuatro paredes, a diez kilómetros de mis lectores, y sin embargo me queda muy poca vida privada». Son palabras de uno de los escritores fundamentales no sólo del XX, sino de la literatura universal: Gabriel García Márquez.

De profuso bigote (dejando alero sobre las comisuras de los labios), pobladas cejas, mirada vivaz, sonrisa de paso franco, pelo ensortijado y esteta supersticioso (necesitaba rosas amarillas cerca, como las del relato de Carver), este juglar y acróbata de las palabras, Nobel a sus 55 años (el primer colombiano en recibirlo, el cuarto latinoamericano), admirador de Kafka, Woolf, Hemingway y, sobre todo, de Faulkner, amigo irrevocable de Castro, hizo de la escritura una cartografía del esplendor, belleza y experimentación. 

Hijo de Luisa Santiaga y de Gabriel Eligio, fue el mayor de doce hermanos. Criado por sus abuelos y tías, su infancia transcurrió «en una casa grande, muy triste, con una hermana que comía tierra y una abuela que adivinaba el porvenir, y numerosos parientes de nombres iguales que nunca hicieron mucha distinción entre la felicidad y la demencia». Una descripción que nos lleva a Macondo, más un estado del alma que un lugar literario, donde «el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y, para mencionarlas, había que señalarlas con el dedo». 

Su infancia transcurrió «en una casa grande, muy triste, con una hermana que comía tierra y una abuela que adivinaba el porvenir»

Macondo, territorio donde transcurren Los funerales de la Mamá Grande, La hojarasca, La mala hora, El coronel no tiene quien le escriba y, obvio, Cien años de soledad, de la que dijo Neruda que era la mayor revelación en lengua española desde El Quijote. Dieciocho meses tardó en escribirla. No hubiera sido posible sin la ayuda de Mercedes Barcha, su mujer, a la que pidió matrimonio durante un baile, cuando ella tenía 13 años. Se casaron años después, en la iglesia del Perpetuo Socorro. Dieciocho meses en los que Gabo, como se le llamaba por salvoconducto de afecto –o Gabito, si el afecto se estrechaba–, no hizo más que escribir, mientras su mujer se encargaba de la intendencia de la casa y de proveerle de papel. Tuvieron dos hijos, Rodrigo y Gonzalo. 

Decían de él que era hipnótico, vanidoso y caudaloso en sus conversaciones, y que se sentía desvalido sin amor. «La felicidad no es como dicen, que dura un solo instante y no se sabe que se tuvo sino cuando se acabó. La verdad es que dura mientras dure el amor. Porque con amor, hasta morirse es bueno». Por eso daba tanta importancia a Barcha, pero también a sus amigos, Carlos Fuentes, Álvaro Mutis, Elena Poniatowska, Julio Cortázar… y Mario Vargas Llosa, hasta que el puñetazo que le propinó en el ojo (cuyos motivos aún siguen siendo pasto de chismorreo) puso fin a una intensa camaradería. «Escribo para que me quieran mis amigos», solía decir.

Gabriel José de la Concordia, tal era su nombre completo, comenzó a estudiar Derecho por aquello de dar el gusto a los padres, pero abandonó los estudios para dedicarse al periodismo (El Heraldo, El Universal…), oficio al que estuvo vinculado toda su vida, haciendo crónicas como la del bombardeo al Palacio de La Moneda durante el Golpe de Estado en Chile en 1973. Su primer cuento lo publicó, de hecho, en un periódico, El Espectador, en 1947. En su juventud, fue capitán del equipo del Liceo Nacional de Zipaquirá, en las disciplinas de fútbol, béisbol y atletismo. También trabajó como guionista (El gallo de oro, basado en un relato de Rulfo, Presagio, Juego peligroso…), asistente de dirección (Lástima que sea un canalla, protagonizada por Sofia Loren) y director (el cortometraje surrealista La langosta azul), además de llegar a ser jurado del Festival de Cannes.

Hasta que ‘Cien años de soledad’ le convirtiese en hito literario, conoció largos periodos de penurias

Entretanto, tuvo que abandonar su país cuando publicó Relato de un náufrago, un reportaje novelado sobre un episodio del tripulante de un buque militar, Luis Alejandro Velasco. Se fue a París. Tuvo que marcharse también de Nueva York, tras ser acusado por la CIA y los disidentes cubanos de comunista. Se fue a México, donde vivió la mayor parte de su vida (pasó una larga estancia en Barcelona, donde escribió El otoño del patriarca).

Fundó la revista Alternativa junto a otros intelectuales de izquierdas (él fue un socialista convencido, mítica es esa reflexión suya: «Un hombre solo tiene derecho de mirar a otro hacia abajo cuando tiene que ayudarlo a levantarse»), la Fundación Nuevo Cine Latinoamericano, la Escuela Internacional de Cine y TV en San Antonio de los Baños, Cuba, y la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, en Colombia. Gabo sería, además, mediador en las conversaciones de paz entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el gobierno colombiano, en Cuba, y entre el gobierno de Belisario Betancourt y el Movimiento 19 abril, así como entre el gobierno de Andrés Pastrana y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

Claro que también hubo sinsabores. Hasta que Cien años de soledad le convirtiese en hito literario, conoció largos periodos de penurias. The New Yorker rechazó la publicación de uno de sus textos, en 1981: «La historia tiene la brillantez habitual de su escritura, pero según nuestra forma de pensar, su resolución no hace que el lector acepte su audaz y bella concepción». Un año después, vestido con un traje regional colombiano, para pasmo general, recibía el Nobel. Su última novela, Memoria de mis putas tristes, que narra el romance entre un nonagenario y una menor de edad, le reportó duras críticas feministas, la acusación de apología de la prostitución infantil y fue prohibido en algunos países. Lejos quedaba su primera publicación, La hojarasca, por la que sentía especial querencia al considerar la más fresca y auténtica. 

Murió de un cáncer linfático el 17 de abril de 2014, a la edad de 87 años. La suya fue una escritura de crónica onírica, inflamada de deseo, de humor, de voluptuosidad.

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