Opinión

Semejantistas y diferencistas

Sospecho que Vicente Risco era de los míos, porque no podía evitar apreciar las semejanzas por encima de las diferencias. Las personas se dividen en dos grupos: las que solo ven semejanzas y las que solo ven diferencias.

Ilustración

Tyler Hewitt
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31
agosto
2023

Ilustración

Tyler Hewitt

Asomado a Praga desde el puente, Vicente Risco contempló las torres de la capital bohemia (eran los años treinta, aún tenía sabor austrohúngaro) y exclamó en su gallego orensano: «Pero se é igual que Ribadavia!». A su amigo Cunqueiro le hacía mucha gracia esta anécdota y la repetía cada vez que iba a Ribadavia a embaularse unos ribeiros. Le tomaba la palabra, por respeto intelectual entre galleguistas, pero Cunqueiro, en el fondo, no le creía: ¿cómo iba a ser Praga tan bonita como Ribadavia? Vamos, hombre.

Sospecho que Vicente Risco era de los míos. No por galleguista, ni por filonazi en sus años mozos, ni por escritor seminal de las letras gallegas, sino porque no podía evitar apreciar las semejanzas por encima de las diferencias. Ver Ribadavia en Praga puede parecer un chiste provinciano, pero en realidad dice mucho de su cosmopolitismo: los nacionalistas de boina enroscada tienden a sentirse extranjeros en cuanto cruzan la calle. Se ponen alerta, todo les parece hostil y distinto, añoran las palabras de la tierrita y los guisos de la mama, y hasta que no vuelven a su pueblo, incluso la ropa les pica. Risco, en cambio, veía que las ciudades y las personas que las habitan son muy parecidas en todas partes.

Esto, para un nacionalista radical como él era, suponía un inconveniente grave, pues tenía que autoconvencerse de que Galicia era diferente a Chequia, por más que sus ojos le confirmasen lo contrario. Risco se pasó un tiempo ganduleando por lo que fue el Imperio Austrohúngaro y escribió un libro de crónicas muy notable titulado Mitteleuropa (mucho antes de que Claudio Magris se apropiase del topónimo y le diese consistencia literaria): en sus textos se percibe que era incapaz de encontrar las siete diferencias entre Ourense y Berna. De hecho, en su gran novela, que aún leen los escolares gallegos, O porco de pé, retrata Ourense con una crueldad tan universal que podría ser cualquier ciudad provinciana y mezquina del planeta. Todos reconocemos nuestro pueblo en la Ourense de Risco, porque Risco sabía que todas las ciudades de provincia eran Ourense, como Clarín sabía que todas eran Vetusta.

Risco veía que las ciudades y las personas que las habitan son muy parecidas en todas partes

Yo divido a las personas en dos grupos: las que solo ven semejanzas y las que solo ven diferencias. Semejantistas y diferencistas. Pertenezco a los primeros con un entusiasmo cada vez más radical: cuantos más años cumplo y más mundo conozco, más idéntico me parece y más vanas me resultan las diferencias. El otro día arranqué el coche y empezó a sonar Radio Clásica. Eran unos coros femeninos que me recordaron a las muñeiras que emocionaban a Risco cuando no estaba en Praga, sino en Ribadavia. Me pareció raro que pusieran las Tanxugueiras en Radio Clásica, pero cuando la locutora volvió, dijo que habíamos escuchado una pieza de voces blancas húngaras recuperada por Béla Bartok. Juro que no habrían desentonado en una feria lucense con pulpeiras y gaiteros.

Suele presentarse el folclore como la demostración de que la cultura humana es diversa e inabarcable, de puro rica. Sin embargo, las músicas populares comparten una serie de características sonoras, en cuanto a tonalidades, armonías, instrumentaciones e incluso temas poéticos que pueden llegar a igualarlas. Las voces de las canciones folclóricas suelen estar forzadas, por ejemplo, llevando a los cantantes al límite de su capacidad vocal. Cuando los folcloristas empezaron a recopilar archivos de músicas populares en el siglo XIX, no tardaron en encontrar temas y formas que se repetían en regiones aisladas y distantes. Bartok descubrió asombrado, por ejemplo, que en los Balcanes de principios del siglo XX se seguían cantando estrofas de Homero, exactamente igual que en los tiempos de los aedos griegos.

Alex Ross tiene un ensayo precioso sobre la Chacona de Bach, donde cuenta que en su génesis hay un compás de cuatro notas descendentes y ligadas que imita un gemido humano y que se encuentra en multitud de tradiciones folclóricas. En todas se utiliza para expresar el duelo o una tristeza honda.

Estas similitudes quieren decir que la gente siempre expresa la alegría, la pena, la ira y el resto de emociones de una forma muy parecida a lo largo del tiempo y del espacio. Porque la experiencia humana es casi idéntica en todas partes y su manifestación se impone a todas las costras culturales, religiosas, idiomáticas y geográficas. Al final, tanto en Praga como en Ribadavia, los padres lloran cuando los hijos se les mueren, y bailan cuando se les casan. No hay ninguna comunidad lo bastante exótica, oscura o compleja como para que un extranjero no la entienda.

Si esto no fuera cierto, la epopeya de Gilgamesh, los cuentos del Antiguo Testamento y la cólera de Aquiles que cantaba la Musa serían hoy incomprensibles. Han desaparecido las lenguas en las que fueron escritas esas obras y no quedan más que unas pocas ruinas de las civilizaciones que las parieron. Y, sin embargo, sus historias y personajes nos conmueven lo mismo que a sus contemporáneos. ¿Cómo sería eso posible si la experiencia humana no fuera esencialmente idéntica en el tiempo y en el espacio?

Los ‘diferencistas’ pretenden que su forma de hablar y de vivir es tan original y única que merece ser exaltada

Otro semejantista ilustre, Martín Caparrós, cuenta en El hambre que la gente come (o no come) lo mismo más o menos en todas partes. La mayoría de las recetas básicas de la gastronomía mundial intentan combinar verdura con una proteína y unos hidratos, para satisfacer en unos pocos mordiscos la mayoría de las necesidades nutritivas elementales. Una hamburguesa, un taco, una empanada gallega, una pizza, un kebab o un pato Pekín fileteado y servido en obleas son esencialmente lo mismo: una proteína con vegetales embutida en una masa hecha de cereal. La diversidad gastronómica también se puede reducir a su mínimo común denominador y no es descabellado decir que, en esencia, comemos lo mismo en todas partes. Cambian las presentaciones, los cubiertos, los rituales y las técnicas, pero no la sustancia. Los valencianos puristas de la paella que se escandalizan ante una jambalaya de Nueva Orleans lo saben bien, aunque les duela: el plato identitario de tu región, ese que solo guisan bien en tu casa, tiene miles de variantes muy parecidas a lo largo y ancho del mundo. Y, sorpresa: están tan ricas como la que sirve tu abuela.

No puedo agotar en un artículo un asunto en verdad inagotable que constituye la esencia de varios pensamientos filosóficos, como el de Heidegger o incluso el de Nietzsche, cuyo eterno retorno niega la linealidad de la historia y dibuja una humanidad que no evoluciona y, en esencia, sigue viviendo en las coordenadas de la Grecia clásica. Algunos antropólogos irían más allá y dirían que seguimos viviendo en la revolución neolítica, y que la diferencia entre la ciudad babilónica de Ur y la Tokio de hoy es superficial: tan solo hemos añadido luz eléctrica y mejorado la red de aguas residuales.

Los nacionalistas de boina enroscada tienden a sentirse extranjeros en cuanto cruzan la calle

Claude Lévi-Strauss llegó a conclusiones semejantistas tras estudiar cientos de culturas «primitivas» (sic, ya me entienden la incorrección política): las instituciones sociales, las costumbres e incluso las expresiones culturales se repiten tanto, que por fuerza tiene que haber una base biológica para ello. Los estructuralistas rusos sostienen que toda la narrativa universal se reduce a un puñado de temas que se repiten constantemente y que la literatura lleva escribiendo desde sus orígenes acerca de las mismas muertes y los mismos amores. Para George Steiner, la originalidad es la más vana de las ambiciones de un artista: todo está ya dicho. En música se usan los conceptos de tema y variación, que pueden aplicarse a toda la cultura. No hacemos más que replicar variaciones para que a cada generación le suenen actuales los mismos asuntos que preocupan y emocionan desde las primeras pinturas rupestres.

Esta evidencia solo puede deprimir a un agente de viajes o a un ministro de Turismo. Es difícil plantarse con una caseta en Fitur y decirle a los visitantes: vengan a mi lejano país, que en esencia es idéntico al suyo. El turismo vive de la paradoja de exaltar las diferencias en un mercado homogéneo. Las cadenas hoteleras ofrecen una experiencia idéntica en un mundo que prometen diverso.

Y, pese a ello, abundan los apóstoles diferencistas. El mundo está lleno de gente de Ribadavia que se siente extranjera en Praga y que sostiene que la butifarra y las salchichas alemanas no tienen absolutamente nada que ver. Los diferencistas no soportan descubrir que el vecino canta, baila, llora y disfruta exactamente igual que ellos. Los diferencistas pretenden que su forma de hablar y de vivir es tan original y única que merece ser exaltada. Ellos gobiernan hoy el mundo. Los semejantistas estamos en la grada, derrotados, contemplando un festival folclórico de lenguas y naciones y divirtiéndonos al comprobar lo mucho que se parecen todos.

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