Ciudades

Un paseo por la Zaragoza sitiada

Entre 1808 y 1809, Zaragoza vivió dos sitios durante la ocupación napoleónica de España. Más allá de recuerdos heroicos y gestas militares, la ciudad aún presenta la huella de aquellos meses de encarnizada violencia y destrucción

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09
agosto
2023
‘El Pilar no se rinde’, por Federico Jiménez Nicanor (1885).

Aunque la guerra nunca se marchó de Europa, la ocupación rusa del este y parte del sur de Ucrania ha renovado el peligro siempre presente de un nuevo conflicto que asole el viejo continente. Los analistas militares concuerdan en que los estragos de la guerra quedarán marcados durante generaciones entre los habitantes y en la propia tierra del Dombás: edificios destruidos, memoria colectiva, afecciones genéticas, campos minados y aguas y tierras contaminadas.

Pero cerca también es posible seguir observado los terribles efectos de la guerra. Más de doscientos años después de la capitulación de la ciudad de Zaragoza el 21 de febrero de 1809, la presencia de los violentos combates, en los que soldados, voluntarios y población armada hicieron frente al ejército mejor instruido de la época durante dos sitios y sin murallas tras las que parapetarse, sigue mostrando su rostro: la Zaragoza sitiada sigue más viva que nunca.

Durante los años en que duró la Guerra de la Independencia, Zaragoza vivió dos periodos, uno de ellos frecuentemente dejado de lado en el relato español. El más evidente fueron los dos sitios que soportaron los habitantes de la capital del Ebro: el primero, en el que los invasores no lograron rodear toda la ciudad porque pensaron que la plaza se rendiría con facilidad, del 15 de junio al 14 de agosto de 1808; el segundo, en cambio, brutal y devastador, se extendió del 21 de diciembre de 1808 al 21 de febrero de 1809. El otro periodo es el que vivió la ciudad bajo el dominio francés que encarnó el mariscal Suchet hasta 1813. 

Destrucción 

En un primer paseo por el centro histórico de la ciudad, un buen observador puede fijarse en el efecto que la guerra dejó en algunos edificios. Es cierto que la belleza de la ciudad, considerada la «Florencia española» por la abundancia de palacios renacentistas, jardines, templos, monasterios, conventos y edificios públicos, quedó reducida a su mínimo exponente a causa del constante bombardeo francés. 

Algunos ejemplos de rasguños vigentes de los combates son la Puerta del Carmen, todavía en pie como monumento y la única que se conserva de las doce que tuvo la ciudad, entre las que se contaban cuatro de origen romano y ocho de época medieval. Fue inaugurada en 1792 y dieciséis años después soportó algunos de los combates más furibundos entre ambos bandos. Otro lugar emblemático son algunos rincones de la fachada de la basílica-catedral del Pilar, donde pueden observarse de nuevo los rasguños de los disparos de fusilería y de la artillería francesa, situada en este caso en el margen izquierdo del Ebro. Más a pie de vista del paseante observador se encuentran las fachadas de algunos edificios, como el situado en la Calle de la Viola, con disparos de fusil, o la casa en la esquina entre las calles Palomar y El Pozo, completamente quebrada por los impactos. Otro lugar destacable que estuvo levantado hasta hace poco tiempo fue el muro del antiguo Cuartel de Caballería, testigo de los combates.

Otros lugares que fueron relevantes son hoy algunos de los rincones más amables de la ciudad, como ocurre con la actual Plaza de los Sitios, rodeada por el Museo de Zaragoza, la antigua Escuela de Artes y Oficios y los edificios de estilo clasicista y neorrenacentista, como el edificio del colegio Gascón y Marín. Un siglo antes, una batería artillera de los defensores convirtió el acceso desde la frágil muralla perimetral de ladrillo en un infierno para los asaltantes, que continuamente eran repelidos por las descargas de metralla. Curiosamente, la Exposición Hispano-Francesa celebrada en Zaragoza en 1908 como conmemoración de los Sitios trajo consigo la urbanización de esa área de la ciudad, que acabó convertida en símbolo de heroísmo frente a los agresores, entonces hermanados.

Unas calles más allá se encuentra la iglesia-basílica de Santa Engracia. La edificación conserva una fachada en alabastro, único vestigio de una construcción bastante más prodigiosa, el Real Monasterio de Santa Engracia donde estaba establecida la Orden de San Jerónimo. Fue fundado en 1492 por Fernando el Católico en cumplimiento de la voluntad de su padre, el rey Juan II de Aragón. Esta obra, fruto de una promesa, albergó el Santuario de las Santas Masas, lugar de culto y de peregrinación de cristianos desde la época tardorromana. Santa Engracia fue víctima de la persecución de Diocleciano en el siglo IV. El monasterio fue una posición clave para la defensa de la ciudad, por lo que fue volado por los franceses el 13 de agosto de 1808, durante el primer sitio. Fue uno más de la multitud de monasterios, conventos, iglesias y reductos que fueron dinamitados por los zapadores ocupantes. La iglesia que se sitúa sobre parte de la edificación primigenia alberga también dos criptas con los restos de Santa Engracia y de las Santas Masas, que según la tradición local fueron restos de cristianos asesinados y cremados cuyas cenizas fueron diferenciadas por voluntad divina durante unas lluvias. 

Reconstrucción

La guerra terminó para la ciudad en febrero de 1809. Prácticamente ocupada tras la caída del Reducto del Pilar, con el enemigo preparado para el asalto final y con una población mermada por la muerte, el sufrimiento, la necesidad y una agresiva epidemia de tifus, Felipe Augusto de Saint-Marcq, Pedro María Ric y Mariano Domínguez rindieron la ciudad ante el mariscal Jean Lannes, mano derecha y amigo del propio Napoleón Bonaparte, en el Molino de Casablanca. 

Una vez que Lannes estabilizó los ánimos en la región, Jean-Andoeche Junot nombró a Mariano Domínguez como comisario general de Aragón bajo su mando, situación que cambió cuando en abril de 1809, por voluntad del propio emperador, Louis Gabriel Suchet fue nombrado general en jefe del Tercer Cuerpo del Ejército de Aragón. A partir de ese momento, Suchet comenzó un proceso de reunión y estabilización política y civil no sólo de la ciudad, sino de las localidades de las inmediaciones. Además, sus poderes militares fueron ampliados a los civiles a partir de 1810, de manera que pudo nombrar alcaldes, regidores, administrar la economía y las decisiones políticas de la región y legislar mediante reglamentos.

La política de Suchet en la Zaragoza francesa consistió en tres objetivos: limpiar los escombros de la ciudad, reconstruir las zonas dañadas y promover mediante la propaganda una imagen de gobierno favorable al Primer Imperio Francés. 

El actual Paseo de la Independencia fue planeado por Suchet –quien había reunido a la burguesía y a la nobleza aragonesa favorable a los nuevos gobernantes– como el Paseo Imperial. Aquella zona había quedado destrozada por los combates. El mariscal Suchet ordenó obras para derruir los edificios dañados en zonas tan importantes como el barrio de La Magdalena y el actual paseo. Se diseñó, además, un pasaje amplio, arbolado, al estilo de la rue de Rivoli de París, que reafirmase la superioridad cultural francesa a quien se aproximase a la ciudad por el sur. El trazado del paseo pretendía desarrollarse en dos tramos. Uno, el actual, desde Puerta Cinegia hasta Santa Engracia. El segundo, el más polémico, desde Puerta Cinegia hasta el río Ebro atravesando la basílica de El Pilar. Esta voluntad tuvo que ser abandonada por la oposición de los zaragozanos. Aunque fue formalmente inaugurado por los ocupantes en sus incipientes obras en 1812 el proyecto de construcción del paseo fue retomado en 1870 ya adaptado a los aires del nuevo periodo. 

El mandato de José Bonaparte como rey de España (y de su esposa Julia, que nunca pisó el país) fortaleció la introducción de las ideas revolucionarias e incentivó un renovado ánimo ilustrado también en Zaragoza. A pesar de la escasa duración del gobierno de Suchet se intentaron ampliar calles y plazas, pavimentar las vías de tierra o de piedra, crear redes sanitarias de alcantarillado y sacar los camposantos fuera de la ciudad, como la creación del de La Cartuja y a la planificación del actual Cementerio de Torrero. Además, se reconstruyeron el hospital de Nuestra Señora de Gracia y el de Convalecientes, para que la ciudad volviese a tener una cierta atención sanitaria. También se intenta entonces «afrancesar» Zaragoza en un claro compromiso junto con las élites locales afines al nuevo poder. Las calles amplias, los edificios posteriores del ensanche burgués que ocupó el actual Paseo de Sagasta y el ánimo por la creación de parques y jardines es, en buena medida, fruto de la moda del siglo XIX y, en el caso de la ciudad del Ebro, del breve legado francés. Hay que tener en cuenta que durante el gobierno francés las propiedades eclesiásticas fueron incorporadas como bienes públicos.

La Zaragoza previa a la llegada de los franceses era una ciudad sucia, como lo eran la mayoría de las urbes de la Europa de principios del siglo XIX. Una de las órdenes dictada en 1812 fue la eliminación de las femeras (depósitos de fiemo o estiércol) de las calles y su resituación a más de cien pasos de las calles, es decir, a unos noventa o cien metros de distancia. Como zonas ajardinadas, los actuales paseos del Canal Imperial o de Miraflores son algunos ejemplos de los esfuerzos franceses por embellecer y mejorar la vida en la ciudad que aún se pueden disfrutar. El alumbrado de la ciudad también fue renovado, mejorado y ampliado. Buena parte de estas actuaciones se encontraron bajo la mano del arquitecto Joaquín Asensio Martínez.

Más de dos siglos después, Zaragoza sigue albergando restos de su cultura: de la romana, de la medieval musulmana y cristiana, pero también la terrible huella de la guerra y los aires de renovación inspirados desde Francia. 

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