Ciudades

Sequedad espiritual y malestares en los espacios urbanos

La negligencia que el ciudadano moderno manifiesta a la hora acercarse al mundo interno se traduce en el desarraigo y la sequedad del espíritu colectivo que dota de significado, comprensión y convivencia a los escenarios de nuestra vida urbana.

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16
febrero
2024

Un rasgo de nuestra vida comunitaria que habitualmente es reducido a cierta tosquedad material es el de las conversaciones silenciosas motivadas por nuestra presencia en los espacios que habitamos y transitamos diariamente. Los cuerpos llenan un espacio, cuyos movimientos automatizados, conscientes o reactivos crean un lenguaje espontáneo. Estas coreografías, tan efímeras como contingentes, nos dicen más de lo que creemos sobre el estado de salud de nuestra vida en común. El espacio brota de las conexiones silenciosas que se tejen entre sus ocupantes.

Esta idea de comprender el espacio desde una perspectiva que podríamos denominar «espiritual» la expresó muy bien Georg Simmel (1858-1918) en sus escritos sobre sociología: «Lo que tiene importancia social no es el espacio, sino el eslabonamiento y conexión de las partes del espacio, producidos por factores espirituales». Se trata entonces de una actividad del mundo interno de las personas donde nuestras intuiciones y órganos sensoriales hilvanan una red más allá de los límites cuantitativos percibidos.

Es habitual experimentar, sobre todo cuando estamos en un espacio reducido, cómo las personas presentes, y con las que no mantenemos ningún tipo de interacción, influyen en gran medida en nuestra comprensión del escenario. Hay instantes curiosos, y a veces desconcertantes, en los que la salida de un actor y la entrada de otro, con roles similares, silenciosos, carentes de protagonismo y ocupantes del mismo lugar, provocan una profunda alteración en la percepción que tenemos de la escena. En el lenguaje coloquial es fácil escuchar la expresión de «este sitio no me transmite buenas vibraciones». Aunque en numerosas ocasiones confiamos en estas valoraciones, generalmente se queda en una frase hecha para desestimar al lugar al que se ha llegado. No somos conscientes que esta sensibilidad encierra dentro de sí más hondura de lo que pensamos. Pues expresa el carácter musical del espacio y activa una parte de nuestra inteligencia más allá de la lógica.

La complejidad del mundo interno desborda la simplificación de la vida

Si intuimos este fenómeno de forma aislada o individual tal vez podamos llegar a pensar que simplemente se trata de percepciones profundamente subjetivas relacionadas con el estado de ánimo o sensibilidad que tenemos en ese momento. No obstante, la complejidad del mundo interno desborda la simplificación de la vida que implica su troceado en sentimientos y emociones.

Las relaciones que se establecen en un espacio no dejan de ser un lenguaje que se nutre de la interacción, el contexto y las circunstancias ordinarias de la vida. Salimos a la calle en busca de encuentros. Llenar el espacio vacío se convierte en una acción recíproca, una conversación que otorga contenido al lugar. La importancia de este no solo radica en lo que revela sobre nuestra vida común sino también, como señala Simmel, en que el espacio representa intuitivamente la imparcialidad.

Por lo tanto, esta dimensión nos permite estudiar y comprender las fuerzas que están en juego en nuestra vida pública. Aunque los aspectos microsociales revelados aquí expresan síntomas con una repercusión significativa a nivel comunitario, existen fenómenos sociales, como las demostraciones ciudadanas propiciadas por los periodos festivos que estructuran nuestro año natural y que adquieren una dimensión macro.

Llenar el espacio vacío se convierte en una acción recíproca, una conversación sin palabras que otorga contenido al lugar

Al final, la racionalidad con la que se organiza y se planifica nuestro tiempo comunitario nos impone momentos donde nos obliga a meditar nuestra relación con los demás, de cara a reconstruir los vínculos perdidos o desgastados durante meses anteriores. No podemos olvidar que todas las festividades son una herramienta para limar asperezas y reparar el desgaste de la vida cotidiana. Estos humores en los periodos festivos se manifiestan de una forma muy aguda en los espacios de la ciudad con la saturación de los lugares de encuentro.

El pasado mes de diciembre los medios de comunicación nos informaban del malestar en las grandes ciudades por la aglomeración en las calles, y los habitantes de estas así lo verbalizaban. Es significativo que esta situación de malestar ocurra en el momento en el que la espiritualidad colectiva incita a una autopercepción mayor de nuestro mundo interno. En cambio, en otros periodos festivos donde ocurren estos fenómenos de saturación del espacio urbano todo es alegría y jolgorio.

De esta manera, escuchábamos que la composición que brotaba en las ciudades durante el periodo navideño generaba inquietud y estridencia. Este síntoma, que resalta quiebras en nuestra vida comunitaria, no revela nada singular que no se haya mencionado previamente cuando se escribe sobre algunas de las consecuencias de la crisis espiritual de las sociedades occidentales y cómo esta influye en la construcción de la vida pública.

El ataque permanente a los espacios públicos internos nos ha llevado a una sacralización de lo corpóreo, que ha influido en gran medida en el surgimiento del fenómeno de las identidades que articula de una forma muy relevante nuestra vida pública. Este movimiento ha roto todos los vínculos de unión porque los cuerpos, reducidos a tosca materia, bien etiquetados y clasificados, vacíos de contenido, generan malestar, se repelen entre ellos.

Esto conduce a que la profunda negligencia que el ciudadano moderno manifiesta a la hora acercarse al mundo interno se traduce en el desarraigo y la sequedad del espíritu colectivo que dota de significado, comprensión y convivencia a los escenarios de nuestra vida urbana.

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