Cultura

La fascinación cinematográfica de la cocina

Chefs y restaurantes se adueñan cada vez más de las series y de las películas. Pero ¿por qué no podemos dejar de ver —y disfrutar— estas historias?  

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23
agosto
2023

A Fernando y a Alberto los salva la comida. Más bien, habría que puntualizar, los salva su talento para convertir los ingredientes en obras de arte gastronómicas. Su historia empieza en 1974. Fernando es un entregado sous-chef en un restaurante francés en Barcelona y Alberto, su hermano, un pinche de cocina más interesado en la lucha política que en los soufflés. Es un enfrentamiento con la policía lo que los lleva a huir de la ciudad, refugiarse en Cadaqués y hacerse cargo de la cocina de un restaurante surrealista con un dueño cuya única obsesión es lograr sentar a Dalí en una de sus mesas. 

La historia no es exactamente real —Dalí sí, claro está, y sus gustos culinarios en el Cadaqués de entonces también—, pero sirve para hilar una comedia gastronómica, uno de los estrenos del cine español de este verano, Esperando a Dalí. 

Y del filme, dirigido por David Pujol, quien lo ve se puede quedar con muchas cosas —la obsesión con Dalí, la trama romántica, los aires de eterno verano de sus planos— pero, sobre todo, lo hará con la comida. Vemos a los hermanos cocinar, elegir la mejor materia prima y descubrir los buenos sabores en los bares del puerto, así como también los vemos emplatando los platos con arte casi avant-la-lettre de sofisticación culinaria. No es casualidad: detrás de la cocina de ficción de los hermanos chefs está la inspiración real de Ferrán Adrià. 

Quizás este tipo de historias nos fascinan porque permiten adentrarse en un mundo reconocible pero no siempre accesible

La cocina no es un escenario extraño para las series y para las películas. En este último terreno, cocineros, recetas y el mundo de la cocina protagonizan títulos de todo rango y ambición, desde los dibujos animados de Ratatouille a la inquietante El menú, pasando por toda esa avalancha de películas de tarde en las que sus protagonistas montan sorprendentemente rentables tiendas de cupcakes y cafeterías entrañables. Incluso en las series, algunos de los estrenos más comentados de los últimos años han estado conectados con las artes culinarias.

Pero ¿por qué nos fascinan los planos de comida, los montajes en los que artistas de los fogones crean arte con lubinas y espumas de cítricos o los minutos de suspense en los que esperamos a que los comensales dicten sentencia y confirmen que todo está «delicioso»? 

Solo hay que pensar en The Bear, la viral y exitosa serie de Disney+, que acaba de estrenar su segunda temporada. Es una de esas series que la crítica ama, que quienes la han visto te recomiendan encarecidamente y en la que, sin embargo, una gran parte de conflictos y minutos y más minutos de trama se van a dramas culinarios. Cuando llegas al capítulo final de su primera temporada, bien te podrían convalidar un curso de manipulación de alimentos. 

Quizás, este tipo de historias nos fascinan porque permiten adentrarse en un mundo reconocible pero no siempre accesible. Con lo que cuesta la entrada del cine no se podría pagar un menú degustación en un restaurante estrella Michelin, pero sí ver la versión audiovisual. Quizás todos tenemos un poco de Tyler, uno de los personajes de El menú, obsesionado con ver de primera mano a su ídolo culinario. O quizás esas películas —como apuntaba hace unas semanas The New York Times el cine sobre los horrores de los restaurantes de lujo están teniendo un momento— nos hacen sentir un poco mejor por el hecho, justo, de que esas comidas no están al alcance de cualquiera. Nadie querría ser uno de los invitados selectos de El menú. 

En parte, quizás funcionan también porque estas historias se apoyan en un dramatismo y en espacios —la cocina— en lo que todo está todavía más cargado de emociones, como señala un artículo en Esquire que apunta que los dramas de base culinaria son el tema de la década. Se ve como una profesión «intensa», pero también se percibe como una historia mucho más profunda de lo que transmiten los dramas igualmente intensos de otras profesiones. Puede que el vapor y las temperaturas elevadas de la cocina, como se decía de la casa de Gran Hermano en los primeros 2000, lo «magnifiquen todo», a menos a ojos de sus espectadores. 

Colwin: «La comida se ha convertido en algo sofisticado»

Quizás, por el contrario, las razones por las que todas estas historias funcionan y fascinan no tengan nada que ver con el drama o con la alta cocina, sino más bien con lo cercano y lo identificable. 

«La comida se ha convertido en algo sofisticado», decía ya en los años 80 Laurie Colwin en Una escritora en la cocina (Libros del Asteroide). Es la «era de la comida de alta costura», cuando en realidad el ser humano no puede alimentarse de porciones mínimas y sueña con la cena de los viernes. Nos fascina la comida porque la conocemos de primera mano, la reconocemos y la degustamos. Es algo que, por mucho que se nos muestre de manera sofisticada y elevada, sentimos que nos pertenece. Bien lo sabía Remy, la rata protagonista de Ratatouille, que había aprendido de las emisiones en televisión protagonizadas por un chef famoso que cualquiera podía hacer cosas maravillosas en la cocina si se ponía a ello. Solo había que seguir los pasos y disfrutar con la comida. 

Y esa es al final la clave de todo. Si nos fascina ver hacer de comer durante horas y minutos en capítulos de series y películas es porque, en el fondo, queremos ser como Anton Ego, ese malvado antagonista en Ratatouille ganado para siempre con el ratatouille más delicioso que había probado en mucho tiempo. O como ese Salvador Dalí de Esperando a Dalí al que cortejan con bocados deliciosos. 

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