Biodiversidad

El lenguaje de los árboles

Los avances de la neurobiología están descubriendo las conversaciones secretas de los árboles. De una manera o de otra se comunican para transmitirse información importante.

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30
agosto
2023

Paisaje, símbolo de belleza, frutos, recursos como leña o resina. La inmensa mayoría de los principios activos que componen los fármacos a los que confiamos nuestra salud. Desde el desarrollo de la filosofía y la ciencia en Europa, a las plantas las hemos observado como medios para lograr fines, entidades inertes y consideradas desde la perspectiva tradicional de la biología como seres vivos con una limitada capacidad de relación con su entorno.

Sin embargo, los miembros del reino vegetal tienen bastante que decirnos. Y no es poesía: el auge de la neurobiología está incentivando nuevos progresos para entender la manera en que las plantas, y en concreto los árboles, se comunican entre sí. De hecho, la neurobiología vegetal está suponiendo una revolución que trasciende al propio saber, aunque no carente de críticas: poco a poco, los árboles están pasando de ser poco menos que un adorno ante nuestra vista para revelarse en los sofisticados seres vivos que realmente son. ¿Cómo se comunican, entonces, los árboles? ¿Qué sabemos al respecto?

La observación del comportamiento de las plantas no es moderna, sino muy antigua. Dos de los grandes observadores del mundo vegetal fueron Aristóteles y, sobre todo, su discípulo Teofrasto, padre de la botánica en un sentido semejante a como la comprendemos hoy en día. A través de obras como Historia de las plantas y Sobre la causa de las plantas legó la descripción de fenómenos como las distintas formas de hojas y semillas, las características de las flores, su reproducción y la relación que ciertas plantas, en especial las destinadas a su cultivo, tienen con la meteorología, el tipo de sustrato, las plagas, el grado de insolación o de hidratación, entre otros factores.

La mirada sobre las plantas inaugurada por la escuela aristotélica, donde las plantas, en comparación con los animales, se mostraban desde una perspectiva más utilitarista para el ser humano, como entidades más pasivas que los seres vivos con capacidad para emitir sonidos audibles o desplazarse, encontró un apoyo en la cultura europea del siglo XVIII, emanada de una interpretación del cristianismo donde el ser humano es puesto por Dios en el mundo para ser su mano ordenadora. Para los primeros naturalistas, las plantas quedaron reducidas a seres inferiores, muy pasivos y sin grandes capacidades de relación con otros seres vivos y el medio que les rodea.

El estudio metodológico y el nacimiento de la biología moderna ayudó a posar una mirada más despejada de prejuicios sobre las plantas. Es entonces cuando comenzó a descubrirse una complejidad que hoy sigue asombrándonos: las plantas son seres vivos especialmente sensibles, se comunican entre sí, se mueven a su manera y en su ritmo. También se apoyan mutuamente, incluso entre distintas especies, crean complejas simbiosis con otros individuos de su mismo reino y de otros, como es el caso de hongos, y aunque no se tiene constancia de que posean ningún tejido celular equivalente al que las neuronas componen nuestro sistema nervioso animal, lo cierto es que son capaces de transmitir órdenes e impresiones complejas. Las plantas miden su entorno, realizan previsiones a futuro y «aprenden», de alguna manera aún incógnita, de sus experiencias.

En el caso de los árboles sabemos hoy que «hablan» entre sí mediante tres lenguajes: el intercambio químico, los impulsos eléctricos y los ultrasonidos. En las profundidades de los bosques, los árboles se avisan del acecho de plagas, de depredadores, de condiciones climáticas extremas o de necesidades. Por supuesto, comparten nutrientes a través de sus raíces.

Los árboles que hablan

Este último caso lo detalla el naturalista Enrique García en su ensayo La inteligencia de los bosques cuando describe cómo los árboles que se encuentran al final de su vida ceden nutrientes, agua y dejan espacio de luz para que los más jóvenes puedan prosperar en su lugar. Esta observación es defendida también por Suzanne Simard y su equipo. La ecóloga canadiense investigó este fenómeno mediante numerosos experimentos el comportamiento de abetos. Según las conclusiones de su trabajo, los abetos que eran progenitores de otros más jóvenes suministran carbono e infectan con hongos a sus retoños para que puedan crecer mejor. Estos «árboles madre», como los describe la especialista, no atendían el crecimiento de cualquier espécimen más joven de su alrededor, sino los que poseían un parentesco genético con ellos. Las micorrizas (simbiosis entre hongo y planta) son un eslabón fundamental para este proceso.

También son numerosos los casos de reacción de un conjunto de árboles ante depredadores y plagas. Los intercambios químicos mediante olores, la simbiosis con otros organismos y el contacto entre raíces y estructuras aéreas (tricomas, espinas, etc.) donde se avisan unas a otras de la agresión. Así, se ha comprobado cómo cultivos como el tabaco o la col son capaces de utilizar estos medios para transferirse información y alterar sus niveles de toxinas presentes en sus hojas. Un ejemplo muy conocido es el de una arboleda de acacias en África que reaccionó aumentando la toxicidad de sus hojas para acabar con la voracidad de los antílopes, que estaban exterminando a los individuos periféricos. En los experimentos, cuando a una planta se la inhibe de sus medios de presunta comunicación entre sí, su capacidad de supervivencia disminuye de una manera difícil de explicar sin aceptar la premisa de que se transmiten información entre sí.

Una arboleda de acacias aumentó la toxicidad de sus hojas para defenderse de los depredadores que mermaban el número de ejemplares de estos árboles

Pero más impactantes han resultado las últimas publicaciones sobre la complejidad del diálogo que mantienen los árboles. Un estudio realizado por la Universidad de Tel Aviv apunta a que emiten ultrasonidos mediante la cavitación del agua en sus xilemas para indicar su estado de salud, circunstancias en el medio ambiente, peligros u otras informaciones que desconocemos. Los resultados de esta discutida investigación, aceptada por la comunidad científica a día de hoy, permitieron a los especialistas no solo grabar los «chillidos» de las plantas, sino encontrar patrones y diferencias en función del estímulo al que eran sometidas, fuese un corte, la falta o el exceso de agua o luz solar y la exposición a un parásito, entre otros.

No menos impactantes son las comunicaciones físicas a través de las raíces mediante impulsos eléctricos que parecen modularse entre los miembros de las arboledas y los bosques, describiendo una red conectada entre sí donde los individuos podrían llegar a constituir estructuras «inteligentes» más complejas. Un reflejo de esta noción de «pertenencia» podría estar siendo observada a simple vista en el fenómeno de la timidez botánica por el que es frecuente que las copas de los árboles no lleguen a tocarse entre sí, respetando su espacio individual, permitiendo el acceso de mayor intensidad lumínica para las plantas que quedarían sin acceso a la luz que necesitan.

Una realidad polémica

A pesar de que la conclusión de que los árboles y las plantas se comunican entre sí sigue siendo confirmada por nuevas investigaciones, la idea de que los miembros del reino vegetal puedan tener una perspectiva vital más compleja despierta recelo, cuando no aversión, en multitud de especialistas.

La primera de estas oposiciones tiene que ver con la neurociencia vegetal. El motivo es sencillo: hasta ahora no se han encontrado en las plantas tejidos que constituyan sistemas nerviosos equivalente a los de los animales superiores. Por tanto, resulta aceptable que las plantas se comuniquen como reacción a un estímulo, pero no un procesamiento de datos más complejo. Este proceso implicaría un determinado grado de consciencia y, en consecuencia, de una inteligencia exótica desde nuestra perspectiva animal. Esta es la línea roja por la que se generan las discusiones.

No todos están conformes con la idea y recuerdan que, hasta ahora, no se han encontrado sistemas nerviosos complejos en las plantas

No obstante, la ciencia, en su ideal metodológico, se sostiene en la neutralidad frente al juicio. En equivalencia al concepto de límite, que es un resultado que la aproximación empírica jamás podrá alcanzar, todo juicio que pueda elevarse más allá de la opinión debe sostenerse en la prudencia. Ahora que la humanidad sueña con aventurarse en nuevos mundos más allá de la Tierra y a sabiendas de que la biología tendrá muy probablemente que replantearse, es muy posible, como sostienen multitud de especialistas dedicados al estudio de la comunicación y el comportamiento vegetal, que las plantas posean algún grado de consciencia y de sensibilidad diferente de la nuestra en código y en expresión. Quizá, como en la ficción del también investigador Stefano Mancuso, La tribu de los árboles, sean los bosques los que alberguen, ante unos ojos que todavía no saben mirarlos, el secreto de una diversidad en la vida infinitamente más compleja de lo que podemos llegar a imaginar.

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